Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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Se detuvo, se llenó los pulmones, exhaló el aire, hizo una mueca.

—Tonta —susurró—. A tu edad deberías ser más avispada.

Miró en torno. Los techos negros se recortaban contra el cielo casi igualmente oscuro donde temblaban tres estrellas. Enfrente crecía una palidez, la luna en ascenso. Así pues, oeste y este. Su vivienda estaba cerca de la pared sur. Si continuaba ese camino, tanto como lo permitían esas callejas sinuosas, tendría que llegar. Luego podría llamar a una puerta y pedir instrucciones. Sin duda Olga armaría un alboroto y mañana Gleb la reprendería.

Irguió la espalda. Era la hija del notable volodar. Avanzando con cuidado, recogiendo la falda para no mancharla de lodo, se puso en marcha.

Anocheció. El aire se volvió frío. La luna irradiaba una luz tenue cuando atinaba a verla, pero casi siempre la ocultaban los tejados.

Una puerta entornada dejó escapar el fulgor de una lámpara, olor a kvass y comida. Se oían vozarrones y carcajadas. Intimidada, Svoboda avanzó por el otro lado de la calle. Una posada donde los hombres se embriagaban. Había visto cosas similares al visitar el pueblo con un esposo. Rostislav se había aficionado demasiado a ello y regresaba a casa sudoroso y maloliente…

Unas botas taconearon a sus espaldas.

Apuró el paso. La sombra también apuró el paso, y la alcanzó.

—Ja —espetó—, te saludo. —Ella apenas pudo entenderle.

Entraron en un retazo de luz lunar y él dejó de ser una sombra. Una cabeza más alta que ella le impedía ver las estrellas del oeste. Tenía la coronilla rasurada excepto por un rizo en el lado derecho, un bigote bajo una nariz partida, tatuajes sobre el pecho velludo y en los brazos fornidos. Llevaba una camisa entreabierta, pantalones anchos, capa corta, todo endurecido por la grasa. En el cinturón llevaba un cuchillo que casi parecía una espada, un arma prohibida dentro de la ciudad salvo para los guardias del príncipe.

Un demonio, pensó Svoboda con un escalofrío, y luego: No, un varyag. He oído hablar de ellos, nórdicos y rusos que recorren los ríos, afrontan tormentas… Desvió los ojos e intentó continuar.

Una mano le aferró el brazo derecho.

—Ea, no te apresures —rió el hombre—. ¿Buscas diversión a estas horas, eh? Yo te daré diversión.

—¡Dejadme en paz! —exclamó Svoboda, dando un tirón. Él apretó con más fuerza. Una punzada de dolor le apuñaló el hombro. Svoboda trastabilló. Él la sostuvo.

—Ven, allá hay un callejón, te gustará —dijo. El tufo del hombre se le atoró en el gaznate. Tuvo que inhalar para gritar.

—¡Cállate! Nadie vendrá. —La alzó con la mano libre. Svoboda sintió un mareo, un rugido en la cabeza, pero pataleó y gritó de nuevo. —Cállate o…, vaya. —La dejó caer en los adoquines. Ella miró hacia arriba y vio que el hombre se había vuelto hacia otros dos.

Debían de estar en una calle lateral y la habían oído, pensó en su aturdimiento. Que me ayuden. Cristo, Dazhbog, Yarilo, san Yuri, haced que me ayuden.

El varyag había desenvainado el cuchillo.

—Largo —rugió—. No os necesito. —Svoboda comprendió que estaba ebrio, y que eso lo volvía más peligroso.

El más pequeño de los otros dos hombres avanzó con agilidad gatuna.

—Mejor que te refresques la cabezota, amigo —replicó, sacando el cuchillo. Era un utensilio para comer y trabajar, una astilla comparada con la otra arma. Y el que la empuñaba no parecía un guerrero. Era esbelto. Llevaba una chaqueta orlada de piel y pantalones metidos en botas blandas. Svoboda logró distinguir eso porque el acompañante llevaba un farol que arrojaba un fulgor opaco sobre ambos y un charco de luz a sus pies.

El varyag sonrió bajo la luna.

—El lechuguino y el tullido —se burló—. ¿Tú me dices qué debo hacer? Cierra el pico, o descubriré cuan blancas son tus tripas.

El segundo hombre dejó el farol en el suelo con la mano izquierda. No tenía mano derecha. De un tazón de cuero sujeto al antebrazo surgió un garfio de hierro. Era un hombre musculoso, con ropa gruesa y sencilla. Extrajo su pequeño cuchillo.

—Nosotros dos —gruñó—. Tú solo. Cadoc dice largo, tú vas. —Al contrario del hombre delgado, apenas podía hablar ruso.

—¡Dos cucarachas! —aulló el varyag —. ¡Por el trueno de Perun, se acabó!

Dio una zancada hacia delante. Su arma centelleó. El hombre delgado —¿Cadoc?— se movió a un lado y estiró el tobillo. El varyag tropezó, cayó en los adoquines. El hombre del garfio rió. El varyag rugió, se levantó y embistió.

El garfio atacó. La curva terminaba en una punta que se hundió en el brazo del atacante. El varyag aulló. El cuchillo del oponente le abrió un tajo en la muñeca y el varyag soltó su arma. Cadoc se acercó de un brinco y juguetonamente le cogió el rizo y lo cortó.

—Tomaremos el próximo trofeo de tu entrepierna —dijo Cadoc con voz socarrona. El varyag gritó, viró en redondo y huyó. Los ecos murieron.

Cadoc se acercó a Svoboda.

—¿Estás bien, señora? —preguntó—. Ven, apóyate en mí.

La ayudó a levantarse mientras su compañero recogía el cuchillo del varyag.

—No, deja eso —ordenó Cadoc. Sin duda hablaba en ruso para que ella entendiera—. No quiero que los guardias nos lo encuentren encima. Sería tan problemático como el cadáver de ese energúmeno. Vámonos. El alboroto puede haber despertado una curiosidad que no nos interesa. Ven, mi señora.

—Yo no estoy lastimada —jadeó Svoboda. En efecto, sólo había sufrido magulladuras. Aún estaba un poco aturdida. Echó a andar a ciegas, guiada por la mano de Cadoc.

El hombre del farol y el garfio preguntó algo que debía significar: «¿Adonde vamos?»

—A nuestro alojamiento, desde luego —replicó Cadoc en ruso—. Si nos topamos con una patrulla, no ha ocurrido nada. Simplemente salimos en busca de bebida y jolgorio. ¿Estás de acuerdo, señora? Nos debes algo, y no queremos perder la partida de la flota por la mañana tan sólo porque los oficiales de Yaroslav desean interrogarnos. —Debo volver a casa —imploró ella.

—Volverás. Te acompañaremos, no temas. Pero antes… —Se oyeron gritos detrás—. ¡Oíd! Alguien viene. Han encontrado el cuchillo y si también tienen un farol, habrán visto la sangre y las huellas de la pelea. —Cadoc los condujo a un callejón, un túnel tenebroso—. Un camino indirecto, pero evita problemas. Nos ocultaremos un par de horas y luego te escoltaremos, señora.

Salieron a una calle ancha iluminada por la luna. Svoboda había recobrado la compostura. Se preguntó si podría confiar en ese par. ¿No sería más prudente regresar de inmediato a casa de Olga? Si rehusaban, ella iría sola, y no estaría peor que antes. Pero antes no le había ido muy bien. Y —un cosquilleo, una tibieza— nunca había conocido a nadie así. Tal vez nunca lo conocería. Zarparían por la mañana y ella se casaría una vez más.

Cadoc tiró de la manga del compañero y dijo alegremente.

—Ea, Rufus, no pases de largo.

Una casa se erguía ante ellos. La puerta no tenía tranca. Se limpiaron los pies y entraron en una sala en penumbra con mesas, bancos y un par de faroles encendidos.

—La sala común —le dijo Cadoc al oído—. Éste es un hostal para quienes pueden costearlo. Silencio, por favor.

Ella los examinó. Rufus, a la luz del farol, mostraba rasgos toscos, pecas, patillas pobladas y pelo fino, rojizo y brillante. Cadoc tenía aspecto extranjero, cara angosta y aquilina, ojos un tanto rasgados, como los de un danés, pero grandes y castaños, el pelo largo hasta los hombros y tan negro como la barba puntiaguda. Llevaba un anillo de oro con tallas igualmente extrañas, una serpiente que se mordía la cola. Rara vez Svoboda había visto una sonrisa tan afable.

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