Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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—Oh, he venido por Novgorod, como los mercaderes de mi tierra, a través de ríos, lagos y encrucijadas terrestres, hasta aquí. Delante esperan el gran Dnieper y sus cascadas, el cruce terrestre más difícil, y nuestra escolta militar, muy necesaria en caso de que nos ataquen salteadores de la estepa…, luego el mar, y al fin Constantinopla. Claro que no efectúo el viaje cada año. Es largo en ambos sentidos, a fin de cuentas. La mayoría de los cargamentos trasbordan aquí en Kiyiv. Regreso a puertos suecos y daneses, y a menudo a Inglaterra. Sin embargo, como decía, quiero viajar todo lo posible. ¿He respondido satisfactoriamente?

Ella meneó la cabeza.

No. Preguntaba cuál es tu nación.

Él habló con mayor cautela.

—Rufus y yo… Cymriu, llaman los habitantes a esa comarca. Forma parte de la misma isla que Inglaterra, es el último resabio de la antigua Bretaña, lo cual es mejor porque allí nadie me confundiría con un inglés. Rufus no importa. Es mi viejo servidor, y ha usado ese apodo tanto tiempo que ya ha olvidado todo lo demás. Yo soy Cadoc ap Rhys.

—Nunca he oído hablar de esas tierras.

—No —suspiró él—. Lo suponía.

—Tengo la sensación de que has viajado más de lo que dices.

—He deambulado mucho, es verdad.

—Te envidio —dijo Svoboda sin poder contenerse—. ¡Oh, te envidio!

Él enarcó las cejas.

—¿Qué? Es una vida dura, a menudo peligrosa y siempre solitaria.

—Pero libre. Eres tu propio amo. Si pudiera viajar como tú… —Le ardían los ojos. Tragó saliva y trató de contener las lágrimas.

Él meneó la cabeza con gravedad.

—Tú no sabes qué ocurre a las que siguen a los viajeros, Svoboda Volodarovna. Yo sí.

Ella comprendió.

—Eres un hombre solitario, Cadoc —masculló—. ¿Por qué?

—Saca partido de la vida que tienes —aconsejó él—. Cada cual a su modo, todos estamos atrapados en la nuestra.

—Tú también. —Tu fuerza languidecerá, tu orgullo se derrumbará, en un santiamén serás sepultado en la tierra y poco después incluso tu nombre será olvidado, polvo en el viento.

Él hizo una mueca.

—Sí. Así parece.

—¡Te recordaré! —exclamó ella.

—¿Qué?

—Yo…, nada, nada. Estoy conmocionada y cansada, y creo que un poco ebria.

—¿Deseas dormir hasta que tu ropa esté lista? Yo me callaré… Svoboda, estás llorando. —Cadoc se le acercó, se agachó junto a ella, le apoyó el brazo en los hombros.

—Perdóname, mi actitud es débil y tonta. No soy así, créeme, no soy así.

—No, claro que no, querida viajera. Sé cómo te sientes. —Los labios de Cadoc rozaron el pelo de Svoboda. Ella volvió la cabeza, sabiendo que él la besaría. Fue un beso tierno. Las lágrimas le dieron el sabor del mar.

—Soy un hombre honorable, en cierto modo —le dijo Cadoc al oído. Cuan tibios eran su aliento y su cuerpo—. No te obligaría a nada.

—No es preciso —murmuró ella, aún temblando.

—Parto poco después del alba, Svoboda, y tu boda te espera.

Ella lo aferró con fuerza, clavándole las uñas.

—Ya he tenido tres esposos, y a veces, junto al lago, la fiesta primaveral de Kupala… Oh, sí, Cadoc.

Por un instante ella notó que había dicho demasiado. Ahora debía responder a sus preguntas, con la cabeza hecha un remolino… Pero él le dio la mano, levantándola, y la acompañó hasta una cama.

Luego ella se hundió de nuevo en un ensueño. El deseo la arrasaba como un torrente, y suponía que él le permitiría desahogarse. No era un hombre corpulento, pero debía de ser fuerte; tal vez alargara las cosas el tiempo suficiente, y luego ella dormiría. En cambio, él le quitó la túnica por un tiempo que se prolongó más y más y la guió para ayudarlo a quitarse su vestimenta, siempre sabiendo qué hacer, qué suscitar, con los dedos y la boca; y aunque la cama era angosta, cuando la tendió allí siguió acariciándola y besándola hasta que ella le rogó que abriera los cielos y desencadenara los soles.

Después se acariciaron, rieron, bromearon, tendieron dos esteras de paja en el suelo para tener espacio donde moverse, jugaron, se amaron, él descansó apoyándole la cabeza entre los senos, ella lo incitó una y otra vez, él juró que nunca había conocido a nadie igual y esa convicción fue como un fuego.

El vidrio de la ventana se oscureció. Las velas se habían consumido. El humo acre impregnó un aire helado que ella al fin empezó a sentir.

—Debo acompañarte hasta tu casa —dijo él, en sus brazos.

—Oh, no tan rápido —suplicó ella.

—La flota zarpa pronto. Y debes ir al encuentro de tu mundo. Primero tendrás que descansar, querida Svoboda.

—Estoy tan agotada como si hubiera arado diez campos —murmuró ella, riendo—. Aunque fuiste tú quien aró. Pícaro, apenas puedo caminar. —Le hundió la cara en la sedosa barba—. Gracias, gracias.

—Yo dormiré profundamente en la nave. Después despertaré para recordarte. Y te echaré de menos, Svoboda. Pero ése es el precio, supongo.

—Si tan sólo…

—Te lo he dicho, mis actuales negocios no son aconsejables para una mujer.

—Regresarás después de la temporada, ¿verdad?

Él se incorporó. Su cara parecía gris como la luz.

—Ya no tengo hogar. No me atrevo. No podrías entender. Vamos, debemos darnos prisa, pero no tenemos por qué arruinar lo que hemos tenido.

Aturdida, ella esperó mientras él se vestía e iba a pedirle la ropa a Rufus. Jugueteó con ese pensamiento: Tiene razón, es imposible, o al menos sería demasiado breve y pronto nos causaría dolor. Sin embargo, él no sabe por qué tiene razón.

Las ropas de Svoboda aún estaban mojadas. Se le pegaron al cuerpo. Bien, con suerte llegaría inadvertida hasta su habitación.

—Ojalá pudiera darte la túnica de seda —dijo Cadoc—. Si puedes explicarla… ¿No? —Quizá pensara en ella cuando se la regalara a otra muchacha en otro lugar—. También me agradaría darte de comer. Ambos estamos bajo el látigo del tiempo. Ven. —Sí, Svoboda estaba débil de hambre, fatiga y dolor. Eso era bueno. La devolvía a la realidad.

La niebla oscurecía las calles. El sol despuntaba apenas en el este que Svoboda no había logrado encontrar. Caminó con Cadoc de la mano. Entre los rusos, eso sólo significaba amistad. Nadie sabría cuándo se estrujaban con fuerza, y de todas maneras había poca gente en la calle. Un peatón indicó a Cadoc el camino hacia la casa de Olga.

Se detuvieron ante ella.

—Buena suerte, Svoboda.

—Igualmente —fue todo lo que pudo responder.

—Te recordaré… —dijo Cadoc, con una sonrisa amarga—, más de lo conveniente.

—Yo te recordaré para siempre, Cadoc —dijo ella.

Él le cogió ambas manos, se inclinó, se enderezó, la dejó ir, dio media vuelta y se fue. Pronto se perdió en la niebla.

—Para siempre —le dijo ella al vacío.

Permaneció un rato allí. El cielo claro cobraba un tono azul brillante. Un halcón recibió en las alas la luz del sol oculto.

Tal vez es mejor que haya sido esto y nada más, pensó. Un momento arrebatado al tiempo para que yo recuerde a través de los años.

Tres esposos he sepultado, y creo que fue una liberación, decirles adiós con una oración y ver cómo los enterraban, pues entonces ya estaban desgastados y marchitos y no eran los hombres que me llevaron orgullosamente a la boda. Y Rostislav me miraba con recelo, me acusaba, me aporreaba cuando se embriagaba… No, sepultar a mis hijos, eso fue lo peor. No tanto los pequeños, mueren y mueren y no tienes tiempo de conocerlos excepto como un fulgor pasajero. Incluso mi primer nieto era pequeño. Pero Svetlana era una mujer, una esposa, fue mi bisnieto quien la mató en el parto.

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