Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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«Durante cientos de años ambuló por la faz de la Tierra. A menudo se dejó abrumar por la añoranza y se instaló en alguna parte, se casó, crió una familia, vivió como los mortales. Pero siempre debía perderlos, y al cabo de un tiempo desaparecer. En los intervalos, es decir casi siempre, buscaba oficios donde los hombres van y vienen inadvertidos. El de marino era uno de ellos, y lo ejerció en muchas partes del mundo. Siempre buscaba a otros iguales a él. ¿Era único en toda la creación? ¿O simplemente su especie era muy rara? Aquellos a quienes el infortunio o la malicia no destruían al principio sin duda aprendían a permanecer ocultos, como él. Pero si era así, ¿cómo los encontraría, o cómo lo encontrarían a él?

»Y si ésta era una suerte cruel y frágil, cuanto peor debía de ser para una mujer. ¿Qué podía hacer? Sin duda sólo las más fuertes y sagaces sobrevivían. ¿Cómo?

»¿Interesa ese enigma a mi señora?

Bebió vino, buscando un poco de serenidad. Ella miraba el vacío. El silencio se prolongó.

Al fin ella inhaló, lo miró a los ojos y dijo lentamente.

—Una historia muy curiosa, kyrie Cadoc.

—Una mera historia, desde luego, una fantasía para entretenerte. No me interesa que me encierren por loco.

—Comprendo. —Una sonrisa le cruzó el semblante—. Por favor, continúa. ¿Ese inmortal encontró alguna vez a otros?

—Eso queda por contarse, señora.

—Entiendo —asintió ella—. Pero háblame más de él. Todavía es una sombra para mí. ¿Dónde nació y cuándo?

—Imaginemos que fue en la antigua Tiro. Era un niño cuando el rey Hiram ayudó al rey Salomón a construir el templo de Jerusalén.

—¡Hace mucho tiempo! —jadeó ella.

—Dos mil años, creo. Él perdió la cuenta, y luego intentó consultar los documentos, que eran fragmentarios y contradictorios. No importa.

—¿Conoció al… Salvador? —susurró ella.

Él suspiró y meneó la cabeza.

—No, en ese momento estaba en otra parte. Vio ir y venir muchos dioses. Y reyes, naciones, historias. Por fuerza vivió entre ellos, con nombres adecuados, mientras ellos duraban y hasta que perecían. Nombres que se volvieron borrosos, como los años. Fue Hanno, Ithobaal, Snefru, Phaon, Shlomo, Rashid, Gobor, Flavio Lugo y muchos más de los que puede recordar.

Ella se irguió en el diván, como dispuesta a brincar, ya hacia él o para huir de él.

—¿Estará Cadoc entre esos nombres? —preguntó con voz gutural.

Él se mantuvo sentado, se reclinó, pero la miró a los ojos.

—Tal vez, así como una dama pudo haberse llamado Zoe, y antes Eudoxia, y antes…, nombres que quizás aún se puedan descubrir.

Ella se estremeció.

—¿ Qué quieres de mí ?

Él dejó la copa, sonrió, extendió las manos con las palmas para arriba y le dijo con voz muy suave:

—Lo que quieras ofrecer. Tal vez nada. ¿Cómo puedo obligarte, en el remoto caso de que ése fuera mi deseo? Si te desagradan los lunáticos inofensivos, no tienes que volver a verme ni oír hablar de mí.

—¿Qué… estás… dispuesto a ofrecer?

—Una fe compartida y duradera. Ayuda, consejo, protección, el final de la soledad. He aprendido mucho sobre la supervivencia, y prospero casi siempre, y tengo mis ahorros para los malos tiempos. En este momento dispongo de una modesta fortuna. Más importante aún, soy leal a mis amigos y prefiero ser el amante de una mujer y no su amo. Quién sabe. Tal vez los hijos de dos inmortales también lo sean.

Ella lo estudió unos instantes.

—Pero siempre te guardas algo, ¿verdad?

—Un hábito fenicio, fortalecido por una vida de desarraigo. Podría abandonarlo.

—Nunca fue mi estilo —jadeó ella, acercándose.

2

Estaban recostados contra las almohadas en el cabezal de la enorme cama. La conversación florecía como una planta en primavera. De vez en cuando, ahora que había pasado el frenesí, se acariciaban con suavidad. Un sopor los dominaba entre los olores del incienso y del amor, pero sus mentes despertaban. Hablaban con calma, con ternura.

—Hace cuatrocientos años fui Aliyat en Palmira —dijo ella—. ¿Y tú, en tu antigua Fenicia?

—Mi nombre de nacimiento era Hanno —respondió—. Lo usé a menudo, después, hasta que murió en todas las lenguas.

—Qué aventuras debes de haber tenido.

—Y tú.

Ella hizo una mueca.

—Preferiría no hablar de ello.

—¿Estás avergonzada? —Él le puso un dedo bajo la barbilla y la obligó a mirarlo—. No lo estés —añadió con tono grave—. Yo no lo estoy. Hemos sobrevivido con los medios que eran necesarios. Todo eso ha pasado. Deja que se pierda en las tinieblas junto con las ruinas de Babilonia. Pertenecemos a nuestro futuro.

—¿No me encuentras… pecaminosa?

—Sospecho que si ambos habláramos con franqueza de nuestro pasado —sonrió—, serías tú quien se escandalizaría.

—¿Y no temes la maldición de Dios?

—He aprendido mucho en dos mil años, pero nada sobre ningún Dios, excepto que surgen, cambian, envejecen y mueren. Si hay algo más allá del universo, dudo que se interese por nosotros.

Temblaron lágrimas en las pestañas de Alheñáis.

—Eres fuerte y amable, —se acurrucó contra él—. Habíame de ti.

—Eso llevaría un tiempo. Me daría sed.

Ella cogió una campanilla y la agitó.

—Podemos solucionarlo —dijo con una sonrisa fugaz—.Tienes razón, sin embargo. Tenemos todo el futuro para explorar nuestro pasado. Habíame primero de Cadoc. Necesito comprenderlo, para que tracemos nuestros planes.

—Bien, todo comenzó cuando la Vieja Roma se marchó de Britannia… No, espera, he olvidado algo, en medio de tanta alegría. Primero debe hablarte de Rufus.

Entró una criada. Agachó la vista, aunque no parecía turbada por los dos cuerpos desnudos. Athenais ordenó que le trajeran el vino y los refrigerios de la antecámara. Entretanto Cadoc ordenó sus pensamientos. Cuando estuvieron a solas, describió a su compañero.

—Pobre Rufus —suspiró ella—. Cómo te envidiará.

—Oh, espero que no —replicó Cadoc—. Está habituado a ser mi subalterno. A cambio, yo pienso por él. Si come, bebe y copula lo suficiente, está satisfecho.

—Entonces no ha sido un bálsamo para tu soledad —murmuró Alheñáis.

—No mucho. Pero le debo la vida, pues me ha salvado varias veces, y por lo tanto el esplendor de este día.

—Canalla adulador. —Athenais le dio un beso y él hundió el rostro en su cabellera fragante hasta que ella le dio una copa de vino y un tentempié y lo invitó a continuar.

—Los britanos del oeste conservaron algún vestigio de civilización. Sí, con frecuencia pensé en venir aquí, pues sabía que el Imperio continuaba. Pero por mucho tiempo no tuve perspectivas de llegar con algún dinero, de llegar siquiera. Entretanto, la vida entre los britanos no era tan mala. Había llegado a conocerlos. Era muy fácil cambiar de identidad y estar económicamente desahogado. Podía esperar a que los ingleses, los francos y los normandos adquirieran hábitos más corteses, a que la civilización renaciera en Europa. Después de eso, como he dicho, la ruta comercial rusa me permitió vivir bien y conocer a una variedad de personas, tanto durante el viaje como aquí, en el mundo mediterráneo. Comprenderás que ésa era mi única esperanza de encontrar a alguien igual a mí. Sin duda has abrigado la misma esperanza. Athenais… Aliyat.

—Hasta que se volvió muy dolorosa —respondió ella con un hilo de voz.

Él le besó la mejilla, y ella le acercó los labios y susurró:

—Ahora ha terminado. Me encontraste. Trato de creer que esto es real.

—Lo es, y haremos que lo siga siendo.

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