Vsevolod el Gordo, una eminencia entre los mercaderes rusos, poseía una casa en San Mamo. Era pequeña, pues sólo la usaba cuando estaba en Constantinopla, pero estaba adornada con opulencia bárbara y, durante sus estancias, con un par de mujerzuelas. Los sirvientes eran parientes jóvenes de Vsevolod, y se podía confiar en su lealtad. Arriba había una habitación disimulada.
Entró en ella al terminar el día. La barba entrecana le llegaba hasta el vientre que hinchaba la túnica bordada. Llevaba una jarra.
—He traído vino —saludó— Barato, pero abundante. Pues lo querréis abundante, sin fijaros en la calidad. —Se lo dio a Cadoc.
Éste se levantó sin prestar atención. Rufus cogió la jarra y se la llevó a la boca. Había roncado durante horas, mientras Cadoc caminaba entre las paredes desnudas o miraba el Cuerno de Oro y la ciudad de muchas cúpulas por la ventana.
—¿Qué has averiguado, Vsevolod Izyaslavev? —preguntó Cadoc en ruso.
El mercader se desplomó en la cama, haciéndola crujir.
—Malas noticias —dijo—. Fui a la tienda de Petros Simonides y hallé guardias apostados. Me costó sonsacarles una respuesta franca, y de todos modos no saben nada. Pero dicen que lo arrestaron para interrogarlo. —Un suspiro, como un viento estepario—. Si eso es verdad, si no lo dejan salir, adiós a la mejor agencia de contrabando que he tenido. ¡Ah, santos misericordiosos, ayudad a un pobre viejo a ganar el pan de su esposa y sus hijos!
—¿Y qué hay de mí?
—¿No entiendes, Cadoc Rhysev? No me atreví a insistir demasiado. No soy joven como tú. El coraje se ha ido con la juventud y el vigor. Recuerda al Señor, en estos días felices de tu vida, antes de que te agobien la edad y el pesar. Pero he hablado con un capitán de la guardia a quien conozco. Sí, es como temías, te están buscando. No sabe por qué, pero mencionó una trifulca cerca de tu posada y la muerte de un hombre. Lo cual ya sabía, por lo que me contaste.
—Eso pensaba —dijo Cadoc—. Gracias.
Rufus dejó la jarra.
—¿Qué nacemos? —rezongó. —Será mejor que os quedéis aquí, donde habéis buscado refugio —replicó Vsevolod—. Pronto volveré a Chernigov. Podéis venir conmigo. Los griegos no os conocerán en mi nave. Tal vez te disfrace e bella esclava circasiana, ¿eh, Rufus? —Soltó una risotada.
—No podemos pagarte el pasaje —dijo Cadoc.
—No importa. Eres mi amigo, mi hermano en Cristo. Confío en que me pagarás más tarde. Treinta por ciento de interés, ¿de acuerdo? Y cuéntame cómo te metiste en este aprieto. Me serviría de advertencia.
Cadoc asintió.
—Te lo contaré una vez que hayamos salido.
—Bien. —Vsevolod echó una ojeada a sus huéspedes—. Creí que esta noche pasaríamos un momento alegre y nos embriagaríamos, pero no estás de ánimo. Sí, es una pena perder tanto dinero. Os haré enviar la cena. Nos veremos mañana. Dios alegre vuestro sueño. —Se levantó y salió con torpeza, cerrando el panel.
Constantinopla era una sombra azul sobre las aguas doradas, contra el poniente rojizo. La penumbra inundó la habitación de San Mamo. Cadoc cogió la jarra de vino, bebió un sorbo, la dejó.
—¿De veras vas a contárselo? —preguntó Rufus.
—Oh, no. No la verdad. —Ahora hablaban en latín—. Inventaré una historia creíble y eso no le causará daño. Algo sobre un funcionario que decidió deshacerse de mí y apoderarse del oro en vez de esperar su parte de la ganancia.
—Ese cerdo también podría estar celoso —sugirió Rufus—. Quizá Vsevolod sepa que veías a Alheñáis.
—De todos modos tengo que inventar una historia —dijo Cadoc con voz quebrada—. Yo mismo no sé qué sucedió.
—¿Ah, no? Vaya, está claro como el agua. Esa zorra le habló a uno de sus clientes. Te hubieran cerrado el pico para siempre, y después me habrían buscado a mí para apoderarse del dinero. Tal vez ella tenga influencia sobre algún sujeto del gobierno, puede que sepa algo sobre él. O tal vez él se contentó con nacerte el favor y recibir su parte. Tuvimos suerte de salir vivos, pero ella ha ganado. Nos persiguen. Si queremos conservar el pellejo, no regresaremos en veinticinco años. —Rufus bebió un trago de vino—. Olvídala.
Cadoc dio un puñetazo contra la pared. El yeso se rajó y cayó.
—¿Cómo pudo hacerlo? ¿Cómo?
—Ah, fue fácil. Tú mismo le armaste la trampa. —Rufus dio unas palmadas al hombro de Cadoc—. No te sientas mal. En una generación ganarás otro cofre de oro.
—¿Por qué? —Cadoc se apoyó en la pared, hundiendo la cara en el brazo.
Rufus se encogió de hombros.
—Una puta es una puta.
—No, pero ella… es inmortal…, le ofrecí… —Cadoc no pudo continuar.
Rufus apretó los labios en la oscuridad.
—Deberías entenderlo. Piensas mejor que yo cuando te lo propones. ¿Cuánto tiempo hace que es lo que es? ¿Cuatrocientos años, dijiste? Bien, eso significa muchos hombres. ¿Mil por año? Tal vez menos hoy en día, pero puede que antes más.
—Ella me dijo que se toma… tantas libertades como puede… en la vida…
—Eso te demuestra cuánto le gusta. Tú sabes qué quieren los hombres de una puta. Y todas las veces que una mujer es maltratada, asaltada, pateada, aporreada y abandonada… ¿Crees que puede dejar eso en un bote de basura? Cuatrocientos años, Lugo. ¿Qué crees que siente por los hombres? Y nunca llegaría a verte envejecer.
La silenciosa llovizna se perdía en las brumas que flotaban sobre el suelo, diluyendo el mundo como un sueño. Desde la veranda, Okura miró el jardín donde las piedras y los cipreses enanos lucían borrosos. El agua goteaba de las tejas y formaba una pátina sobre la pared blanqueada. Más allá no se veía nada. Aunque la ancha puerta sur estaba abierta, ella apenas distinguía la avenida exterior, un charco, un cerezo deshojado. La niebla había cubierto el palacio. Era como si Heian-kyo no existiera.
Okura tiritó y regresó a sus aposentos. Las dos o tres criadas con quienes se cruzó estaban cubiertas de ropa acolchada. Sus quimonos superpuestos mantenían el calor, y los colores invernales cuidadosamente escogidos preservaban una melancólica elegancia. El aliento flotaba como un fantasma. Cuando Okura entró en la mansión, el crepúsculo la envolvió. Era como si el frío también la envolviera. Las persianas y postigos podían contener el viento, pero la humedad se filtraba y los braseros servían de poco.
Sin embargo, la aguardaban ciertas comodidades. Masamichi había tenido la gentileza de adjudicarle una plataforma para dormir en el pabellón oeste. Entre los biombos corredizos que separaban la habitación, un par de cofres y una mesa de gó se agazapaban en el suelo. Okura imaginó que deseaban ocultarse debajo del grueso tatami que cubría la plataforma. No había nadie más, así que las cortinas estaban cerradas. Bajo la luz fluctuante de algunas palmatorias, el futon y los cojines Parecían bultos negros.
Okura abrió el armario donde estaba su koto. Era. uno de los legados que aún no habían retirado; se llamaba Canción del Cuclillo. Cuan apropiado para un día como ése, pensó: el pájaro que es el amante inconstante, que puede llevar mensajes entre los vivos y los muertos, que encarna el ineluctable paso del tiempo. Tenía en mente una melodía que le agradaba en la infancia. Luego siempre la había tocado para sus hombres, esos dos amantes a quienes quería de veras. Pero no, recordó que el instrumento ahora estaba afinado para una modalidad invernal. Una criada entró en la habitación, se acercó, saludó con una reverencia y gorjeó:
—Un mensajero del noble señor Yasuhira acaba de llegar, señora.
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