Sus modales no revelaban sorpresa. La relación entre Chikuzen no Okura, dama de honor de la casa del ex emperador Tsuchimikado, y Nakahari no Yasuhira, hasta hacía poco un consejero menor del emperador Go-Toba, se remontaba a muchos años atrás. Ella lo llamaba Mi-yuki, Nieve Espesa, porque ésa había sido la primera excusa que puso él para pasar la noche con ella.
—Tráelo —dijo Okura, con el pulso trémulo.
La criada se marchó. Regresó cuando el mensajero apareció en la veranda. Como la luz le daba en la espalda, Okura no sólo pudo ver a través de la persiana traslúcida que era un niño, sino que notó que la chaqueta de brocado estaba seca y que los pantalones blancos apenas estaban arrugados. Además de usar una capa de paja, debía de haber viajado a caballo. Esbozó una sonrisa al pensar que Nieve Espesa conservaría las apariencias hasta el final.
Dejó de sonreír. Se acercaba el final para ambos.
Con el apropiado ritual, el mensajero deslizó lo que traía bajo la persiana, dándoselo a la criada y se arrodilló esperando la respuesta. La criada le llevó la carta a Okura y salió. Okura la desenrolló. Yasuhira había usado un papel verde claro, sujeto a un broche de sauce. La caligrafía era menos precisa que en otros tiempos; Yasuhira era miope.
«Consternadamente he sabido que perdiste tu posición en la corte. Esperaba que la consorte del ex emperador te protegiera de la ira que ha caído sobre tu pariente Chikuzen no Masamichi. ¿Qué será de ti, privada de su protección cuando tampoco yo puedo hacer nada? Ésta es una pena que sólo Tu Fu podría expresar. A mi pobre intento añado el deseo de que al menos podamos vernos pronto.
En el año que languidece
mis mangas, que yacían sobre las tuyas,
están húmedas como la tierra,
aunque la lluvia que las cubre es sal
de un mar de pesadumbre por ti.»
Sin duda, los poemas de Yasuhira no serían citados junto a los del gran maestro chino, pensó Okura. No obstante, sintió un repentino deseo de verlo. Se preguntó por qué. El ardor que habían sentido antaño se había enfriado convirtiéndose en amistad; ya no recordaba la última vez que habían compartido el lecho.
Bien, un encuentro podría fortalecerlos con el conocimiento de que ninguno de ambos estaba solo en el infortunio. Okura había oído que el nuevo gobernador militar estaba confiscando miles de propiedades de familias que habían apoyado la causa del emperador; pero eso era sólo un número, tan irreal como la vida interior de un labriego, un peón o un perro. Esa casa quedaría en manos de un seguidor del clan Hojo, pero para ella sólo había significado un alojamiento que se le brindaba por deber hacia antepasados comunes. Lo que le dolía de veras era que la hubieran echado de la corte. La separaba de su mundo.
Aun así, en poco tiempo habría partido de todas maneras. Sin duda, el aislamiento de Yasuhira era peor. Deberían solazarse mutuamente.
Uno debía respetar las formas, aun al responder lo que reconocía como una súplica. Okura se arrodilló en silencio, componiendo, decidiendo, antes de llamar a una criada.
—Quiero una rama de ciruelo —ordenó.
Eso complementaría su respuesta con mayor sutileza que el cerezo. De sus materiales para escribir escogió una hoja color gris perla. Cuando terminó de preparar la tinta, ya veía las palabras con claridad. Eran sólo otro poema.
Los capullos fueron fragantes,
luego se marchitaron y volaron
dejando amargo fruto.
Cayó, y en ramas desnudas
un brote llama a otro a través del viento.
Él comprendería y vendría.
Preparó el envoltorio con la elegancia que merecía y se lo dio a una criada para que lo entregara al mensajero. Éste viajaría deprisa por la ciudad, pero el carruaje tirado por bueyes del amo, el único medio adecuado para un noble, tardaría casi una hora. Okura tenía tiempo para prepararse.
Se examinó la cara en un espejo a la luz de una palmatoria. Nunca había sido bella: demasiado delgada, pómulos demasiado enérgicos, ojos demasiado anchos, boca demasiado grande. Sin embargo, estaba correctamente empolvada, con las cejas bien depiladas, las cejas cosméticas pintadas a suficiente altura, los dientes bien ennegrecidos. Su figura también dejaba que desear, más busto y menos caderas de las que debía tener, pero llevaba la ropa con elegancia; las sedas ondeaban grácilmente cuando ella avanzaba con el andar correcto. El pelo redimía muchos defectos, una catarata negra que se arrastraba por el suelo.
Ordenó que preparasen vino de arroz y tortas. Su karma y el de Yasuhira no podían ser tan malos, pues ella estaba ahora a solas con pocos sirvientes. Masamichi había llevado a su esposa, dos concubinas e hijos a casa de un amigo que les ofrecía refugio momentáneo. Llevaban sus posesiones para guardarlas en alguna parte. Había dicho que Okura podía ir con las suyas, pero se mostró aliviado cuando ella respondió que tenía sus propios planes para el futuro. La bien educada familia no había dicho nada indecoroso sobre los hombres que la visitaban y que a veces pasaban la noche con ella. No obstante, el hecho de que alguien de importancia oyera cosas habría inhibido la conversación en un día en que debía ser franca o inútil.
Privada de la clepsidra, y con ese sol oscurecido, Okura no podía calcular la hora, pero Yasuhira debió de llegar alrededor del mediodía, la Hora del Caballo. Okura ordenó a un criado que instalara el biombo de gala en un sitio conveniente, y al oír los pasos en la veranda esperó arrodillada detrás del biombo. No sólo por los sirvientes, sino por Yasuhira, pensó con amargura. Cuando el mundo de ambos se desmonoronaba, era más importante que nunca observar el decoro. Dedicaron un rato a las formalidades y la charla menuda. Luego ella rompió las convenciones y corrió el biombo. En otros tiempos eso habría implicado que iban a hacer el amor. Ese día un par de referencias poéticas entre las trivialidades habían aclarado que ése no era el propósito de ninguno de ellos. Sólo deseaban hablar con libertad.
Las criadas Kodayu y Ukon quizá se escandalizaron más ante esto que ante la unión de dos cuerpos a plena luz del día. Mantuvieron su ciega deferencia y trajeron los refrigerios. Buenas chicas, pensó Okura cuando se marcharon. ¿Qué sería de ellas? Ligeramente sorprendida, deseó que el nuevo amo conservara al personal y lo tratara con amabilidad. Pero temía lo contrario, dada la clase de criatura que era.
Ella y su visitante se acomodaron en el suelo. Mientras Yasuhira observaba cortésmente el dibujo floral de su tazón de vino, Okura pensó que parecía haber envejecido de la noche a la mañana. Había encanecido años atrás, pero la cara de luna, los ojos entornados, la boca semejante a un pimpollo, la barba pequeña y suave habían conservado la lozanía de la juventud. Muchas damas suspiraban comparándolo con Genji, el Príncipe Brillante de la historia de Murasaki, que ya tenía doscientos años. Hoy la lluvia le había corrido el maquillaje y el carmín, revelando ojeras, un semblante abotargado, arrugas profundas, y Yasuhira tenía los hombros encorvados.
Pero no había perdido la gracia cortesana con que sorbía el vino.
—Ah —musitó—, esto es muy agradable, Asagao. —«Gloria de la Mañana», el nombre con que la llamaba en la intimidad—. Sabor, aroma y tibieza. «Luz esplendorosa…»
Ella se sintió obligada a cerrar la alusión literaria diciendo:
—Pero no, me temo, «fortuna eterna» —y añadió con mayor suavidad—: En cuanto a Gloria de la Mañana, ¿a mi edad no sería mejor Pino?
Él sonrió.
—Conque he conservado cierto tacto para guiar la conversación. ¿Nos libramos de los temas desagradables? Luego podremos hablar de los viejos tiempos y sus alegrías.
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