Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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Entre las vaharadas de calor se arrastró a gatas. Por un tiempo no pudo alzar la cabeza. Le dolía demasiado. Luego algo en el límite de su visión la guió en un lento bamboleo. Se incorporó a duras penas y trató de comprender.

La hermana Elena. Tendida de espaldas. Muy quieta, más que el altar, totalmente tiesa. Ojos donde bailaba la luz del luego. La boca abierta, la lengua fuera, seca. Piernas y abdomen asombrosamente blancos contra el suelo de arcilla y el hábito que los dejaba al desnudo. Gotas blancas relumbrando sobre la entrepierna. Brillantes manchas de sangre en los muslos y el vientre.

A Varvara se le revolvió el estómago. Vomitó. Una, dos, tres veces. Las convulsiones le provocaban ondas en la cabeza. Cuando terminó y sólo quedaron el gusto desagradable y la irritación, estaba más alerta. Se preguntó si ésta había sido la violación definitiva o un signo de la gracia de Dios, ocultando el rastro de lo que le habían hecho a Elena.

«Eras mi hermana en Cristo —pensó Varvara—. Tan joven, oh, tan joven. Ojalá yo no te hubiera intimidado tanto. Era dulce oír tu risa. Ojalá a veces hubiéramos estado juntas, sólo nosotras dos, contándonos secretos y riendo antes de ir a orar. Bien, supongo que has ganado el martirio. Ve a tu hogar en el Cielo.»

Las palabras temblaron en medio del dolor las palpitaciones, los mareos. El fuego rugía. El calor se volvía más denso. Bailaban chispas en el humo. Algunas le cayeron en las mangas. Se apagaron, pero debía huir o se quemaría viva.

Por un instante la abrumó la fatiga. ¿Por qué no morir junto a la pequeña Elena? Poner fin a los siglos, ahora que todo lo demás llegaba a su fin. Si respiraba hondo, la agonía sería breve. Luego, la paz.

La broncínea luz del sol atravesó la humareda y el hollín. Había salido a rastras mientras pensaba en la muerte. El asombro le devolvió la compostura. Miró hacia ambos lados. No había nadie cerca. Los edificios, construidos principalmente con madera, ardían a su alrededor. Logró levantarse y alejarse dando tumbos.

Más allá de los edificios, la dominó una cautela animal. Se agazapó junto a una pared y atisbó. El monasterio y el convento estaban cerca de la ciudad, como era habitual. Los religiosos habrían hallado refugio detrás de las defensas. Pero no habían tenido tiempo. Los tártaros llegaron de pronto, interponiendo sus caballos entre ellos y la seguridad. Retrocedieron y rogaron a la Virgen, los santos y los ángeles. Poco después, esos salvajes se les acercaron aullando como perros.

Varvara se dio cuenta de que no había gran diferencia. Pereyaslavl había caído. Sin duda los tártaros la habían asolado antes de ir a la casa de la Virgen. Una monstruosa nube negra se elevaba desde las murallas, tocando el cielo, donde se deshacía en borrones sobre la pureza del atardecer. Abajo crecían las llamas, tiñendo las sombras con un rojo inquieto. Varvara recordó que el Señor se presentaba a los israelitas como una columna de humo durante el día y una columna de fuego durante la noche. ¿Acaso Su voz rugía como la pira que había sido Preyaslavl?

En la campiña ondulante también ardían villorrios y huían sombras. Los tártaros parecían estar reunidos cerca de la ciudad. Grupos de jinetes cabalgaban por los campos hacia el cuerpo principal. Guerreros a pie arreaban a los cautivos, que no eran muchos. Varvara vio que los invasores no constituían un ejército enorme, que no eran la manga de langostas de los rumores, apenas unos centenares. Tampoco llevaban ropa de acero, sino cuero y piel sobre los cuerpos fornidos. A veces se veía un destello, pero debía de ser un arma y no un yelmo. En el carro uno portaba el estandarte, una estaca de cuyo travesaño colgaban… ¿colas de bueyes? Las monturas eran meros ponnis, pardos, hirsutos, de cabeza larga.

Pero esos hombres habían arrasado la tierra como una llamarada, ahuyentando o pisoteando a todos. Aun las habitantes del claustro habían oído, años atrás, que los pechenegs mismos habían huido para suplicar socorro a los rusos. Jinetes que atacaban como un dragón con mil patas asesinas, flechas que volaban como una tormenta de granizo…

Hacia el este, la verde campiña se extendía en una placidez casi ofensiva. La luz inundaba el Trubezh, de modo que el río parecía un torrente de oro. Bandadas de aves acuáticas volaban hacia las marismas de las costas.

«Allá está mi refugio —pensó Varvara—, mi única esperanza.»

¿Cómo llegar? Su carne era un guiñapo de dolor, astillado de angustia, y los huesos eran como pesas. No obstante, con el fuego a sus espaldas, debía marcharse. La astucia compensaría la torpeza. Podría avanzar un trecho, detenerse, esperar hasta que pareciera seguro seguir adelante. Eso significaba mucho tiempo hasta llegar a su meta, pero el tiempo le sobraba. Claro que si. Ahogó una risa histérica.

Al principio, un huerto del claustro le permitió ocultarse. ¡Cuántas veces esos árboles habían sido rosados y blancos al florecer en primavera, verdes y susurrantes en verano, dulces y crepitantes en otoño, esqueléticamente bellos en el gris invierno, para ella y sus hermanas! Varvara había perdido la cuenta de los años. Recordó a algunas personas, Elena, la astuta Marina, la regordeta y plácida Yuliana, el obispo Simeón, grave detrás de su barba semejante a una mata. Muertos en ese día o años atrás, fantasmas y quizá ella misma estaba muerta, aunque le negaran el reposo, una rusa ika que regresaba a su río.

Más allá del huerto había un prado. Varvara pensó que le convendría aguardar al anochecer entre los árboles. El terror la obligó a seguir. Avanzaba con creciente cautela. Recobró la destreza que había adquirido en la infancia. Antes de que Cristo llegara a los rusos y durante generaciones, las mujeres a menudo recorrían los bosques, libres como los hombres. No el corazón del bosque, un sitio donde no había senderos y merodeaban las fieras y los demonios, sino los lindes, donde llegaba la luz del sol y se podían coger avellanas y bayas.

Ese verdor perdido parecía más cercano que el claustro. No recordaba qué había sucedido cuando el enemigo se acercó al santuario.

Oyó pisadas y se tumbó en la hierba. A pesar de la fatiga, el corazón le martilleaba y sentía un canturreo entre las sienes. Por suerte no se había quedado en la capilla. Varios caballos tártaros cruzaron la arboleda al trote y salieron a la ladera. Varvara vio claramente a uno de los jinetes, la cara ancha y parda, los ojos rasgados, las patillas pobladas. ¿Lo conocía? ¿Él la había conocido en la capilla? Pasaron cerca pero siguieron adelante sin verla.

El pecho se le colmó de gratitud. Sólo después recordó que no había agradecido a Dios ni a los santos sino a Dazhbog del Sol, el Protector. Otro antiguo recuerdo, otro fantasma insistente.

El crepúsculo suavizaba los horizontes cuando llegó a la marisma. Temblores rojizos aún teñían el humo de Pereyaslavl; los villorrios de las inmediaciones debían de ser cenizas y carbón. Las fogatas tártaras empezaron a titilar en cúmulos ordenados. Eran pequeñas, como sus amos, y sangrientas.

El lodo frío resbalaba por las sandalias de Varvara, entre los dedos de los pies, en los tobillos. Encontró una loma menos fangosa y se tendió en la hierba húmeda y mullida. Hundió los dedos en la hierba y el suelo. ¡Tierra, Madre de Todo, abrázame, no me dejes ir, consuela a tu hija!

Despuntaron las primeras estrellas. Varvara al fin pudo llorar.

Luego se quitó las vestiduras, capa por capa. Una brisa le acarició la desnudez. Apiló la ropa y caminó entre los juntos hasta llegar a un arroyo. Allí se lavó la boca y la garganta, bebió y bebió. Casi no sentía el contacto del agua en los dedos magullados. Se agazapó y se frotó una y otra vez. El río la bañaba, lamía, acariciaba. Se acuclilló y abrió las piernas.

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