Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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Por cierto, cuando transcurrieron las décadas y sus carnes conservaban la juventud…

Estallaron ruidos en la marisma, gritos, relinchos, tamborileos. Se agazapó para mirar. Los tártaros habían juntado el botín y ordenaban la tropa. Se marchaban. No vio cautivos, pero supuso que iban sujetos a caballos de carga junto con los demás bártulos. Un humo claro aún flotaba sobre las murallas rotas y chamuscadas de Pereyaslavl.

Los tártaros enfilaron hacia el nordeste, alejándose del Trubezh, rumbo al Dnieper y Kiyiv. La gran ciudad estaba a un día de marcha en esa dirección, menos de un día yendo a caballo.

Oh Cristo, ten piedad. ¿Tomarían Kiyiv?

No, eran pocos.

Pero otros debían de estar asolando otras comarcas de la tierra rusa.

El rey demonio debía de tener un plan. Podían juntarse, afilar las espadas melladas por la matanza y continuar como una horda conquistadora.

«En la casa de Dios busqué la eternidad —pensó Varvara—. Acabo de ver que eso también tiene un final.

¿También yo?

Sí, puedo morir, aunque sólo sea mediante el acero, el fuego, el hambre o la inundación; por lo tanto algún día moriré. Para aquellos entre quienes fui inmortal, aquellos que viven, ya soy un fantasma, o menos que un fantasma.»

Primero las monjas, luego los monjes y los seglares, y al fin los laicos, empezaron a maravillarse ante la hermana Varvara. Al cabo de cincuenta años, los labriegos la buscaban para pedir alivio a sus penurias y los peregrinos llegaban desde sitios lejanos. Como ella había temido desde el principio, no tuvo más remedio que contar al confesor la verdad sobre su pasado. Con el renuente permiso de Varvara, él le contó al obispo Simeón. Éste planeaba informar al metropolitano. Si la hermana Varvara del claustro de la Virgen no era una santa —y ella declaraba que no lo era—, se trataba de un milagro.

¿Cómo conviviría ella con eso?

Pero ya no tendría que hacerlo. El obispo, los sacerdotes y los creyentes habían muerto o huido. Los anales del claustro estaban quemados.

En otras partes todo estaba igualmente destruido, o lo estaría pronto, o estaba condenado a ajarse en el olvido ahora que la gente tenía tantas muertes en que pensar. Algunos la recordarían, pero rara vez tendrían la oportunidad de mencionarla y el recuerdo moriría con ellos.

¿Los tártaros habían venido como una negación de Dios. Su decisión de que ella era indigna, o para liberarla de un peso que ningún hijo de Adán debería soportar? ¿O acaso ella, ultrajada y desgarrada, sólo se creía importante porque estaba llena de orgullo mundano?

Se aferró a la loma. La tierra y el sol, la luna y las estrellas, el viento y la lluvia y el amor humano: entendía a los antiguos dioses mejor que a Cristo. Pero el hombre los había abandonado, y sólo los recordaba en danzas y fiestas, en historias que se contaban junto al fuego; eran fantasmas.

Pero el rayo, el trueno y la venganza recorrían siempre los cielos de Rusia, pertenecieran a Perun o a san Yuri el matador de dragones. Varvara extrajo fuerzas del suelo, como un bebé de la leche materna.

Cuando los tártaros se perdieron de vista, se puso de pie, sacudió el puño y gritó:

—¡Permaneceremos! ¡Duraremos más que vosotros, y al final os aplastaremos para recobrar lo que es nuestro!

Más calmada, se quitó la ropa, la lavó en el río, la tendió a secar en una ladera.

Se limpió de nuevo y buscó más comida. A la mañana siguiente registró las ruinas.

Cenizas, madera chamuscada, restos de ladrillo y piedra yacían en silencio bajo el cielo. Quedaban en pie un par de iglesias manchadas de hollín. Dentro había cadáveres por doquier. Fuera, los muertos eran muchos más, y estaban en peores condiciones. Las aves carroñeras reñían y echaban a volar con una salva de aleteos y graznidos cuando Varvara se acercaba. No podía hacer nada, salvo ofrecer una plegaria.

Encontró ropa, zapatos, un cuchillo intacto y otros utensilios. Tomándolos, sonrió y susurró «Gracias» al fantasma del dueño. El viaje sería arduo y peligroso. No pensaba detenerse hasta encontrar el nuevo hogar que deseaba, fuera donde fuese.

En el alba, antes de partir; le dijo al cielo:

—Recuerda mi nombre. Ya no soy Varvara. De nuevo soy Svoboda. Libertad.

X. En las colinas

1

Una aldea se acurrucaba allí donde las montañas iniciaban su largo ascenso hacia el Tibet. En tres lados el valle se erguía abruptamente, cerrando los altos horizontes. Un arroyo del oeste se despeñaba por altos bosques de cipreses y robles enanos, centelleaba formando una cascada, gorgoteaba entre las casas y se perdía en los bambúes y los terrenos escabrosos del este. La gente cultivaba trigo, soja, hortalizas, melones, algunos árboles frutales en el suelo del valle y en pequeñas terrazas. Tenía cerdos, pollos y un estanque con peces. La veintena de casas de arcilla con techo de hierbas y sus habitantes habían estado allí tanto tiempo que el sol, la lluvia, la nieve el viento y el tiempo los habían fundido con el paisaje, y formaban parte de él como el pavo real, el panda o las flores silvestres en primavera.

Hacia el este se abría una vista de irregularidades boscosas, verdes y pardas. A izquierda y derecha picos nevados flotaban en el cielo. Una carretera serpenteante, apenas una huella, terminaba en la aldea. El tráfico era escaso. Varias veces por año, los hombres emprendían un viaje de días hasta el mercado de una pequeña ciudad y regresaban. Allí pagaban los impuestos en especie. El gobernador rara vez les enviaba un agente. Cuando lo hacía, el inspector se quedaba una sola noche, preguntaba a los ancianos cómo andaban las cosas, recibía respuestas rituales y se marchaba deprisa. El lugar tenía una reputación inquietante.

Eso era para los forasteros convencionales. Para otros era sagrado. Dado este aura de extrañeza, y el aislamiento, la guerra y los bandidos no habían tocado la aldea. Seguía sus propias costumbres, soportando sólo las penas y calamidades comunes de la vida. En ocasiones, un peregrino superaba los obstáculos —distancia, penurias, peligro— para visitarla. En el curso de las generaciones, algunos de ellos se habían quedado. La aldea los acogía en su paz. Así eran las cosas. Así habían sido siempre. Sólo el mito y el Maestro conocían los comienzos.

Hubo gran alboroto, pues, cuando un pastorcillo fue corriendo a avisar que se acercaba un viajero.

—Deberías avergonzarte de haber descuidado tu buey —le reprochó el abuelo, pero con dulzura. El niño explicó que primero había amarrado la bestia; y, a fin de cuentas, ningún tigre se había acercado. El abuelo lo perdonó. Entretanto la gente corría y gritaba. Pronto un discípulo hizo sonar el gong del altar. Una voz metálica vibró, reverberó en Tas laderas, se mezcló con el susurro de la cascada y el murmullo del viento.

El otoño llega temprano a las colinas altas. Los bosques estaban moteados de marrón y amarillo, la hierba se estaba secando, las hojas caídas crujían cerca de los charcos dejados por la lluvia de la noche anterior. Arriba se arqueaba un cielo inexpresablemente azul, surcado por pájaros. Los gritos de las aves flotaban en el aire de la ladera. El humo de los hogares era más denso.

Cuando el anunciado viajero recorrió el último tramo del camino, los aldeanos reunidos vieron con asombro que era una mujer. La raída bata de tosco algodón estaba desteñida y gris. Las botas estaban igualmente ajadas, y el uso había gastado el cayado que le colgaba de la mano derecha. Del hombro izquierdo le colgaba una manta enrollada, igualmente andrajosa, que sostenía un cuenco de madera y un par de enseres más.

Pero no era una anciana. El cuerpo era recto y delgado, el andar firme y ágil. La bufanda ondeante dejaba al descubierto un pelo semejante al ala de un cuervo, cortado a la altura de las orejas; y el rostro curtido y enjuto no tenía arrugas. Nunca había aparecido semejante rostro en esa región. Ni siquiera parecía de la misma raza que los habitantes de las tierras bajas del país.

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