Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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Desde su asiento, él alzó la mano para saludarla.

—Bienvenida —dijo en el dialecto montañés—. Que los espíritus te guíen a lo largo del Camino. —Tenía una mirada muy astuta—. ¿Deseas hacer una ofrenda?

Ella se inclinó.

—Soy una pobre vagabunda, Maestro.

—Eso me han dicho. —Sonrió—. No temas. La mayoría de los que vienen aquí piensan que los obsequios les ganarán el favor de los dioses. Bien, si les ayuda a elevar el alma, tienen razón. Pero el alma que busca es en sí misma el único sacrificio válido. Siéntate, Li, y conozcámonos.

Tal como le habían indicado los ancianos, Li se arrodilló en la estera. El Maestro la escudriñó.

—Haces eso de modo diferente a otras mujeres —murmuró—. Y también hablas de otro modo.

—Soy nueva en esta región, Maestro.

—Quiero decir que no hablas como un habitante de las tierras bajas que ha aprendido el dialecto de las tierras altas.

—Creía que había aprendido bien más de una lengua china, mientras estuve en el Reino Medio —dijo Li.

—Yo también he viajado mucho. —El Maestro adoptó el dialecto de Shansi o Honan, aunque no era similar a lo que ella recordaba de las ricas y populosas provincias del noreste y lo usaba con torpeza—. ¿Estarás más cómoda si usamos esta lengua?

—La aprendí primero, Maestro.

—Hace tiempo que yo no… Pero ¿de dónde eres?

Ella alzó la cara. El corazón le latía con fuerza. Con esfuerzo, como frenando un caballo desbocado, mantuvo la voz serena.

—Maestro, nací allende el mar, en el país de Nipón. Él abrió los ojos.

—Has viajado mucho en busca de tu propia salvación.

—Mucho y mucho tiempo, Maestro. —Ella inhaló. Se le había secado la boca—. Nací hace cuatrocientos años.

—¿ Qué ? —El Maestro se incorporó de un brinco.

Ella también se levantó.

—Es verdad, es verdad —dijo con desesperación—. ¿Cómo me atrevería a mentirte? La iluminación que busco, que he buscado, oh, era hallar a alguien como yo, que nunca envejeciera…

Ya no pudo contener las lágrimas. Él la rodeó con los brazos. Ella se acurrucó y notó que él también temblaba.

Al cabo se separaron y se miraron. Fuera restallaba el viento.

Una extraña calma la había invadido. Pestañeó para secar las lágrimas.

—Desde luego solamente cuentas con mi palabra —dijo—. Aprendí muy pronto a pasar inadvertida, para que no me recordaran.

—Te creo —le respondió él con voz ronca—. Tu presencia, siendo extranjera y mujer, también habla en tu favor. Y supongo que tengo miedo de no creerte. :

Ella fió entre dientes.

—Tendrás mucho tiempo para cerciorarte.

—Tiempo —murmuró él—. Cientos, miles de años. Y eres una mujer.

Viejos temores despertaban. Li agitó las manos. Se obligó á permanecer donde estaba.

—Soy monja. Juré lealtad a Amida Butsu…, el Buda.

Él asintió al mismo tiempo que dominaba la tensión de sus músculos.

—¿De qué otro modo podías viajar con libertad?

—No siempre estuve a salvo —exclamó ella—. Fui ultrajada en tierras salvajes de este reino. Y no siempre fui leal. A veces acepté refugio cuando un hombre lo ofrecía, y permanecí con él hasta que murió.

—Seré amable —prometió él.

—Lo sé. Pregunté a algunas mujeres de aquí… Pero ¿qué hay de esos votos? Antes creía que no tenía otra opción, pero ahora…

Él soltó una fuerte risotada.

—¡Ja! Te libero de ellos.

—¿Puedes?

—Soy el Maestro, ¿verdad? La gente no debería rezarme, pero sé que lo hace, más que a sus dioses. Nada malo ha derivado de ello. En cambio, hemos tenido paz, una generación tras otra.

—¿Tú lo previste así?

Él se encogió de hombros.

—No. Yo tengo… unos mil quinientos años. No recuerdo cuándo llegué aquí.

El pasado se adueñó del Maestro, quien miró el vacío y habló en voz baja y apresurada.

—Los años se confunden, se convierten en uno, los muertos son tan reales como los vivos y los vivos tan irreales como los muertos. Durante un tiempo, hace mucho, perdí la razón, anduve como un sonámbulo. Algunos monjes me acogieron y despacio, no sé cómo, logré pensar de nuevo. Ah, veo que algo parecido te ocurrió también. Bien, a menudo aún me cuesta tener claridad en mis recuerdos, y olvido muchas cosas.

» Había descubierto, como tú, que lo más seguro era ser un religioso errabundo. Sólo me proponía quedarme aquí unos años, después de que me recibieron. Pero el tiempo continuó, éste era un refugio acogedor y los enemigos temían venir, una vez que se corrieron rumores sobre mí. ¿Y qué sitio mejor había? He tratado de no causar daño a mi gente. Creo que les hago bien.

Se sacudió, avanzó un paso, le cogió ambas manos. Las de él eran grandes y fuertes, pero menos ásperas que las de otros hombres. Li había oído decir que vivía de los aldeanos, y a lo sumo se distraía ejerciendo su antiguo oficio de herrero.

—Pero ¿quién eres tú, Li? ¿Qué eres?

Ella suspiró con repentina fatiga.

—He tenido muchos nombres, Okura, Asagao, Yukiko… Los nombres no importaban entre nosotros, cambiaban cuando cambiábamos de posición, y usábamos un apodo diferente para cada amigo. Fui una dama de la corte que se transformó en una sombra. Cuando ya no pude fingir que era mortal, y temí proclamar quién era, me convertí en monja y avancé mendigando de altar en altar, de sitio en sitio.

—Para mí fue más fácil —admitió él—, pero también yo descubrí que era más conveniente continuar la marcha, y mantenerme alejado de todos los poderosos que me pidieran quedarme. Hasta que hallé este refugio. ¿Cómo abandonaste… Nipón? ¿Así llamas a esa tierra?

—Esperaba hallar a alguien como yo, un fin para la soledad, la falta de sentido. Pues había tratado de encontrar sentido en el Buda, y nunca recibí la iluminación. Bien, nos llegaron noticias de que habían expulsado a los mongoles, los que habían conquistado China y trataban de invadirnos cuando el Viento Divino hundió sus barcos. Los chinos navegaban a todas partes, incluso a nuestras tierras. Este país es nuestra patria espiritual, la madre de la civilización. —Notó que él se asombraba, y recordó que era de baja cuna y había vivido retirado desde antes que ella naciera—. Sabíamos acerca de muchos sitios sagrados de China. Pensé también que allí, si los había en alguna parte, habría otros… inmortales. Así que saqué pasaje de peregrina, el capitán ganó méritos al llevarme, y desembarqué en estas costas… sin saber cuan vasto es el País.

—¿Nunca has deseado ir a tu hogar?

—¿Qué significa hogar? Además, los chinos han dejado de navegar. Han destruido sus grandes naves. Está prohibido abandonar el Imperio, so pena de muerte. ¿No lo has oído?

—Aquí estamos libres de los grandes señores. Bienvenida, bienvenida —dijo con voz más profunda y enérgica. Le soltó las manos y una vez más le rodeó la cintura, aunque ahora con firmeza, y con la respiración algo entrecortada—. Me has encontrado. ¡Estamos juntos, esposa mía! Esperé, esperé, rogué, ofrendé, obré hechizos, hasta que al fin abandoné toda esperanza. ¡Y ahora has llegado tú, Li!

Intentó besarla. Ella apartó la boca, protestó. Era demasiado apresurado, e indecoroso. Él no le prestó atención. No era un ataque, pero era abrumador. Sucumbió como podría haberlo hecho a una tormenta o a un sueño. Mientras él la poseía, trató de ordenar sus pensamientos. Después, él actuó con somnolencia y ternura durante un rato, para dar paso luego a una desenfrenada alegría.

3

El invierno llegó con neviscas enceguecedoras que se abatían sobre las casas y se colaban por cada fisura de las puertas y postigos. La calma que siguió era tan fría que el silencio parecía vibrar, con un sinfín de estrellas sobre una dureza blanca que reflejaba su resplandor. La gente sólo salía a la intemperie cuando era necesario para cuidar el ganado y obtener combustible. En casa se acuclillaban sobre pequeñas fogatas o pasaban el tiempo durmiendo bajo pieles de oveja.

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