Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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Li sintió náuseas. Siempre las sentía por la mañana durante la primera etapa de una preñez. No le sorprendió haber concebido, pues Tu Shan dormía a menudo con ella. Tampoco lo lamentaba. Él era bien intencionado, y poco a poco sin hacerlo de forma evidente, ella le fue enseñando qué le agradaba, hasta que también ella pudo echar a volar de placer y luego descansar con dichosa fatiga en la tibieza y el aroma de Tu Shan. Y este niño que habían concebido juntos quizá también fuera inmortal.

Aun así, ella deseaba poder alegrarse tanto como él. En sus mejores días estaba libre de malos presentimientos. Tan sólo deseaba alguna actividad. Al menos en Heian-kyo había color, música, la ronda de las ceremonias, las insidiosas pero excitantes intrigas. Al menos, en el camino había tierras cambiantes, las personas distintas, incertidumbres, pequeñas victorias sobre los problemas, los peligros y la desesperación. Aquí podía, si lo deseaba, tejer las mismas telas, cocinar los mismos platos, barrer los mismos suelos, vaciar los mismos cubos de basura —aunque los discípulos deseaban hacer las tareas serviles— e intercambiar las mismas palabras con mujeres que sólo pensaban en las hortalizas del año próximo.

Los hombres tenían otros intereses, pero no demasiados. Sin embargo, se sentían incómodos con ella. Sabían que era la escogida del Maestro y le otorgaban respeto, con cierta torpeza. También sabían que era una mujer; y pronto la consideraron algo sagrado pero que formaba parte de lo cotidiano, como Tu Shan; y las mujeres no participaban en las reuniones de los hombres.

Li supuso que no perdía demasiado.

Un día de ese invierno se destacaba en el recuerdo, una isla en medio de un abismo que devoraba el resto. La puerta se abrió dejando entrar deslumbrantes y azuladas ráfagas de nieve. Una oleada de frío sopló por la abertura. La mole de Tu Shan bloqueó la luz. Entró y cerró la puerta. La penumbra se impuso de nuevo.

—¡Hoo! —relinchó, sacudiéndose la nieve de las botas—. Hace frío de sobras para congelar el fuego y el yunque.

Le había oído decir eso un centenar de veces, y otras pocas expresiones favoritas. Li lo miró desde la estera donde estaba arrodillada. Manchas brillantes bailaban ante ella. Se debían al reflejo en el cofre de bronce, que los discípulos mantenían bruñido. Lo había mirado un par de horas mientras estaba sumida en el sueño ligero que era su refugio en esos meses vacíos.

Tuvo una gran idea, tan repentina que contuvo el aliento. De pronto se preguntó por qué no lo había pensado antes, y dio por sentado que esta nueva vida le había impedido pensar en otra cosa hasta que comenzó el tedio.

—Herradura —dijo, llamándolo por el apodo que le había puesto—, nunca he mirado dentro de esa caja.

El abrió la boca, callando lo que iba a decir. Luego respondió despacio.

—Bien, son los libros. Y rollos, sí, rollos. Las escrituras sagradas.

Ella sintió ansiedad.

—¿ Puedo verlos ?

—No son para… ojos comunes.

Ella se levantó.

—Yo también soy inmortal —replicó—. ¿Lo has olvidado? —Oh, no, no. —Agitó las manos—. Pero eres mujer. No sabes leerlas.

La mente de Li retrocedió varios siglos. Las damas de la corte de Heian-kyo dominaban la lengua vernácula, pero rara vez utilizaban el chino. Ésa era la lengua clásica, que sólo los hombres debían comprender. Aun así se las había ingeniado para estudiar la escritura, y a veces en China había tenido la oportunidad, cuando reposaba en un lugar tranquilo, de refrescar ese conocimiento. Más aún, esos textos debían de ser budistas; esa fe se había mezclado aquí con el taoísmo y el animismo primitivo. Reconocería ciertos pasajes.

—Sé —dijo.

Él la miró boquiabierto.

—¿De verdad? —Meneó la cabeza—. Bien, los . dioses te han escogido… Sí, míralas si lo deseas. Pero hazlo con cuidado. Son muy viejas.

Con alegría, ella fue hasta el cofre y lo abrió. Al principio sólo vio sombras. Trajo la lámpara. Una luz tenue alumbró el interior.

En el cofre había podredumbre, moho y hongos.

Gimió. Apenas pudo evitar que el sebo caliente se derramara en esa corrupción. Con la mano libre tanteó, cogió algo, alzó un jirón gris.

Tu Shan se agachó.

—Bueno, bueno —murmuró—. Debe de haber entrado algo. Qué pena.

Ella soltó el jirón, dejó la lámpara, se levantó para mirarle a los ojos.

—¿Cuándo abriste la caja por última vez? —jadeó.

—No sé —apartó la vista—. No tenía razones para hacerlo.

—¿Nunca lees los textos sagrados? ¿Te los sabes de memoria?

—Eran obsequios de los peregrinos. ¿Qué significan para mí? —Recobró la compostura—. No necesito escritos. Soy el Maestro. Es suficiente.

—No sabes leer ni escribir —dijo ella.

—Ellos creen que sé y… ¿A quién perjudico? Dime a quién perjudico. Deja de fastidiarme. Ve. Ve a los otros cuartos. Déjame en paz.

Li sintió piedad. A fin de cuentas era muy vulnerable: un hombre simple, un hombre común a quien el karma o los dioses o los demonios o la ciega suerte habían vuelto inmortal sin razón manifiesta. Había sobrevivido con su astucia campesina. Había aprendido las frases altisonantes que diría un santo. Y no había abusado de su posición en la aldea; era una figura divina que exigía poco y daba mucho: seguridad, protección, integridad. Pero el inmutable ciclo de las estaciones le había ofuscado el entendimiento y le había drenado el coraje.

—Lo lamento —dijo, cogiéndole la mano—. No quise hacerte un reproche. No se lo contaré a nadie, puedes estar completamente seguro. Limpiaré esto y a partir de ahora cuidaré de estas cosas. Por ti…, por nosotros.

—Gracias —respondió él un tanto incómodo—. Aun así, quería decirte que tendrás que quedarte en la habitación del fondo hasta el anochecer.

—Una mujer viene a verte —dijo ella con voz apagada.

—A ellos les gusta —dijo él con voz más estentórea—. Así ha sido desde… desde el comienzo. ¿Qué otra posibilidad tenía yo? No puedo privarlos de pronto de mi bendición, ¿verdad?

—Y ella es joven y bonita.

—Bien, cuando no lo eran, también fui amable con ellas. —Tu Shan aparentó cierta indignación—. ¿Quién eres tú para llamarme infiel? ¿Con cuántos nombres estuviste en tus tiempos? Y eras monja.

—No he dicho nada contra ti. —Li dio media vuelta—. Muy bien, me marcho. —El alivio de él era casi palpable.

Los cuatro discípulos se apiñaban en una habitación de sus aposentos, sombras a la luz de la lámpara, y jugaban con palillos que arrojaban al suelo. Se levantaron de un brinco cuando entró Li, hicieron una torpe reverencia y guardaron un tímido silencio. Sabían muy bien por qué ella estaba allí, pero no sabían qué decir.

Cuan jóvenes eran, pensó Li. Y qué guapo era Wan. Imaginó el contacto de ese cuerpo, ágil, caliente, exultante.

Tal vez después. Había un después sin límites. Les sonrió.

—El Maestro quiere que os enseñe el Sutra del Diamante —les dijo.

4

Llovía cuando la aldea sepultó al primer hijo del Maestro y la Dama. Habían esperado que hubiera sol, pero el brujo y el diminuto cadáver les decían que no tenía sentido aguardar más tiempo. La primavera había llegado tarde ese año. Las sombras y la humedad se prolongaron hasta el verano. Invadieron los pulmones de la niña, que luchó por respirar durante varios días antes de quedarse quieta. Muy quieta, cuando dejó de llorar, sorber y agitarse.

El brujo bajó el ataúd a una cavidad encharcada. Los discípulos estaban cerca de Tu Shan y Li, y el resto de la gente formaba un círculo. Más allá, Li vio nieblas, laderas borrosas, una majestuosidad disuelta en humedad gris que le tamborileaba en la cara, le goteaba del sombrero y le apelmazaba el pelo. La lana mojada apestaba. La leche le provocaba dolor en los senos.

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