—Y cuando supo que yo estaría en Poitou varias semanas, fue hasta St. Nazaire y abrió el cofre que su… antepasado había dejado en la iglesia —dijo Richelieu en voz baja.
Lacy lo miró a los ojos.
—Así es, Eminencia.
—Parece que siempre has sabido de su existencia.
—Obviamente, sí.
—¿Aunque seas irlandés? Y ningún miembro de tu familia reclamó ese objeto durante cuatro siglos. Tú mismo viviste casi treinta años en la cercana Nantes antes de reclamarlo. ¿Por qué?
—Tenía que estar seguro de la situación. Fue una decisión difícil.
—El informe consigna que tienes un socio, un manco pelirrojo a quien llaman MacMahon. Últimamente ha desaparecido. ¿Por qué?
—Con todo respeto, Su Eminencia, lo envié afuera porque no sabía cuál sería el desenlace de esto, y no era correcto arriesgar también su vida. —Lacy sonrió. El gatito se le restregó contra la muñeca—. Además, es un sujeto zafio. Podría ofender a alguien. —Hizo una pausa—. Tuve el cuidado de no saber exactamente adonde fue. Él averiguará si yo he regresado a casa sano y salvo.
—Demuestras una desconfianza que… no es muy cordial.
—Por el contrario. Deposito en monsieur una fe que no he depositado por mucho tiempo en nadie salvo en mi camarada. Apuesto todo a la creencia de que monsieur no se apresurará a pensar que soy un demente, un agente enemigo o un hechicero.
Richelieu aferró los brazos del sillón. A pesar de la túnica, se notó que tenía el cuerpo en tensión. Pero los ojos permanecieron firmes.
—¿Qué eres, pues? —preguntó con voz acerada.
—Soy Jacques Lacy de Irlanda, Eminencia —replicó el visitante con tono similar—. La única falsedad es que sea oriundo de allí pues no lo soy. Pasé más de un siglo en Irlanda. Fuera de las zonas dominadas por los ingleses, la gente goza de una libertad que facilita el cambio de vida. Pero temo que están condenadas a la conquista, y la invasión del Ulster me dio una incuestionable razón para partir.
»Regresé adonde una vez había sido Pier de Ploumanac'h quien no era bretón de nacimiento. Antes y después de él he usado otros nombres, vivido en otros lugares y desempeñado otros oficios. Ha sido mi modo de sobrevivir a través de los milenios.
Richelieu soltó un bufido.
—No me sorprende del todo. Desde que me habló el obispo, he estado pensando… ¿Eres el Judío Errante?
Lacy negó con la cabeza; el gatito percibió la tensión y se agazapó.
—Sé de rufianes que se han hecho pasar por él. No, monsieur. Yo estaba vivo cuando Nuestro Señor estuvo en la tierra, pero no lo vi, ni me enteré de su existencia hasta mucho más tarde. En ocasiones me hice pasar por judío, porque era más seguro o más simple, pero era una farsa. También he sido musulmán. —Sonrió con amargura—. Para desempeñar esos papeles, me hice circuncidar. La piel volvió a crecer. En mi especie, una herida cura sin cicatrices, a menos que sea tan grande como la pérdida de una mano.
—Debo recapacitar. —Richelieu cerró los ojos. Luego movió los labios. Recitó el Padre Nuestro y el Ave María, mientras los dedos acariciaban la Cruz.
Cuando hubo terminado y regresó al mundo, miró el pergamino y habló con tono práctico.
—Vi de inmediato que estos versos no son disparatados. Guardan cierta semejanza con el hebreo, transcrito a caracteres latinos, pero son diferentes. ¿Qué es?
—Antiguo fenicio, Eminencia. Nací en Tiro cuando Hiram era el rey. En Jerusalén gobernaba David, o Salomón.
De nuevo Richelieu cerró los ojos.
—Hace dos milenios y medio —susurró. Abrió los ojos—. Recita esos versos. Quiero oír esa lengua.
Lacy obedeció. Las palabras rápidas y guturales vibraron entre sonidos de viento y de agua en el silencio de la cámara. El gatito saltó al suelo y se agachó en un rincón.
El silencio se prolongó medio minuto.
—¿Qué significa? —preguntó Richelieu.
—Es el fragmento de una canción como las que los hombres cantaban entonces en las tabernas o cuando acampaban en la costa durante una travesía. Negro como el cielo de la noche es el pelo de mi amada, brillantes como las estrellas son sus ojos, redondos y blancos como la luna son sus senos, y ella se mueve como el mar de Ashtoreth, ¡Quisiera poseerla toda, con la vista y las manos y yo mismo! Lamento que sea tan profana, monsieur. Es lo que pude recordar, e incluso tuve que reconstruirla.
Richelieu esbozó una sonrisa.
—Sí, supongo que uno olvida muchas cosas en miles de años. Y en tiempos de… Pier los clérigos eran menos refinados que hoy. —Y añadió con astucia—: Pero ¿esperabas que algo como esto sirviera para identificarte, porque es la clase de cosa que se conserva en la memoria de un hombre?
—No estoy mintiendo, Eminencia. En nada.
—En ese caso, has sido un mentiroso a través de los siglos.
Lacy abrió las palmas.
—¿Qué otra cosa podía hacer? Imagine, monsieur, que aun en esta esclarecida época y en este país yo proclamara abiertamente lo que soy. En el mejor de los casos me tomarían por un farsante, y tendría suerte de escapar con una paliza. Bien podría ser condenado a las galeras, o a la horca. En el peor de los casos me acusarían de ser un hechicero asociado con Satanás, y me quemarían. Sufriría males sin siquiera decir una palabra si me quedara en el mismo sitio, conservando la vida mientras sepultan a mis hijos y nietos, sin demostrar signos de vejez. Oh, he conocido a gente (muchos viven ahora en el Nuevo Mundo) para quienes sería un santo o un dios; pero eran salvajes, y prefiero la civilización. Además, la civilización tarde o temprano arrasa con los salvajes. No, prefiero buscar un nuevo hogar como forastero, instalarme allí unas décadas y al fin seguir mi camino de tal modo que la gente crea que he muerto.
—¿Cómo sufriste este destino? —preguntó Richelieu, persignándose de nuevo.
—Sólo Dios lo sabe, Eminencia. No soy un santo, pero creo que nunca fui un pecador imperdonable. Y, sí, estoy bautizado.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace mil doscientos años.
—¿Quién te convirtió?
—Había sido cristiano catecúmeno durante mucho tiempo, pero las costumbres cambiaron y… ¿Puedo pedir autorización para postergar el relato de cómo ocurrió?
—¿Por qué?
—Porque debo convencer a Su Eminencia de que digo la verdad, y en este caso la verdad parece un invento… —Ante la mirada de Richelieu, Lacy se interrumpió, agitó las manos, rió y dijo—: Muy bien, si monsieur insiste. Estaba en Gran Bretaña cuando se marcharon los romanos, en la corte de un señor guerrero. Lo apodaban Riothamus, «gran rey», pero principalmente tenía algunas tropas con catafracta. Con ellas contuvo a los invasores ingleses. Se llamaba Artorius.
Richelieu permaneció inmóvil.
—Oh, no fui uno de sus caballeros, sólo un mercader que estaba de paso —declaró Lacy—. Tampoco conocí a ningún Lanzarote, Gawain ni Galahad, ni vi Camelot. Roma no había dejado muchos vestigios. Yo supongo que éste fue el germen de la leyenda de Arturo. Pero monsieur comprenderá por qué yo era reacio a mencionarlo. Sentí la tentación de inventar una mentira prosaica.
Richelieu asintió con la cabeza.
—Entiendo. Si aún estás mintiendo, eres uno de los embusteros más hábiles que he conocido en una vasta experiencia. —Se abstuvo de preguntar si el fenicio había abrazado a Cristo por necesidad práctica, tal como había adorado a muchos otros dioses.
—No insultaré a monsieur —dijo incisivamente Lacy— negando que he reflexionado mucho antes de solicitar esta entrevista.
Richelieu cogió el pergamino y lo arrojó al suelo. Cayó con un chasquido que llamó la atención del gato. Fue el único gesto corporal que se permitió el cardenal. Se inclinó hacia delante, uniendo los dedos. La luz del sol refulgió en un gran anillo de oro y esmeralda.
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