»No, capitán cómo-te-llames —finalizó con el tono glacial que el mundo había aprendido a temer—. No quiero saber nada de ti ni de tus inmortales. Francia no quiere saber nada.
Lacy guardó silencio. Ya había sufrido sus reveses.
—¿Puedo intentar persuadir a Su Eminencia de lo contrario, dentro de días o dentro de años? —preguntó.
—No puedes. Tengo demasiado en qué pensar, y muy poco tiempo para ello.
Richelieu se tranquilizó.
—No te preocupes —dijo con una media sonrisa—. Partirás libremente. La cautela me induce a hacerte arrestar y agarrotar al instante. O bien eres un charlatán y lo mereces, o bien eres un peligro mortal y lo requieres. Sin embargo, te considero un hombre sensato que volverá al anonimato. Y te agradezco ese atisbo fascinante de… algo que más vale no tocar. Si pudiera actuar a mi gusto, te quedarías un rato y hablaríamos largamente. Pero eso sería arriesgado para mí y desconsiderado hacia ti. Guardemos pues esta tarde no entre nuestros recuerdos sino entre nuestras fantasías.
Lacy permaneció callado, luego recobró el aliento y respondió:
—Su Eminencia es generoso. ¿Cómo sabe que no traicionaré su confianza para buscar en otra parte?
—¿En qué otra parte? —rió Richelieu—. Has dicho que soy único. La reina de Suecia siente predilección por los personajes extravagantes, es verdad. Pero aún es joven, y por lo que sé de ella, cuando tome el poder te aconsejo sinceramente que te mantengas alejado. Tú ya conoces los riesgos en cualquier otro país que importe. —Arqueó los dedos y continuó con tono didáctico—: De todas maneras, tu plan dejaba que desear desde un principio, y te aconsejo que lo abandones para siempre. Has visto demasiada historia, ¿pero en qué medida has formado parte de ella? Sospecho que yo, en mis breves décadas, he aprendido lecciones que tu nariz, ni siquiera rozó.
»Ve a casa. Te sugiero que reúnas lo necesario para tus hijos y desaparezcas con tu amigo. Inicia una nueva vida, tal vez en el Nuevo Mundo. Evita la tentación, y evítamela a mí. Ni siquiera me la recuerdes. Pues sueñas el sueño de un necio.
—¿Por qué? —graznó Lacy.
—¿No lo has adivinado? Vaya, me defraudas. La esperanza ha triunfado sobre la experiencia. Haz memoria. Recuerda que los reyes guardan animales salvajes en jaulas… y fenómenos en la corte. Oh, si te aceptara, yo sería honesto en mis propósitos, y quizá lo fuera Mazarino después. Pero ¿qué ocurrirá con el joven Luis XIV cuando llegue a la madurez? ¿Qué ocurrirá con cualquier rey, cualquier gobierno? Las excepciones son pocas y fugaces. Aun si los inmortales fuerais una raza de filósofos que también comprendieran cómo gobernar, ¿crees que quienes gobiernan compartirían el poder con vosotros? Y has admitido que sólo sois extraordinarios por vuestra longevidad. Sólo podríais ser animales en un zoológico palaciego, constantemente vigilados por la policía secreta y eliminados en cuanto hablarais más de la cuenta. No, conserva la libertad, a cualquier precio. Me suplicaste que pensara en tu propuesta. Yo te digo que te marches y pienses en mi consejo.
El reloj marcaba el paso del tiempo, se oía el viento y el murmullo del río.
—¿Es la última palabra de Su Eminencia? —preguntó Lacy con voz gutural.
—En efecto —dijo Richelieu.
Lacy se levantó.
—Será mejor que me vaya.
—Ojalá pudiera concederte más tiempo —dijo—, y concedérmelo a mí mismo.
Lacy se le acercó. Richelieu extendió la mano derecha. Se inclinó para besarla y enderezándose dijo:
—Su Eminencia es uno de los hombres más grandes que he conocido.
—En tal caso, Dios se apiade de la humanidad —replicó Richelieu.
—Jamás olvidaré a monsieur.
—Lo tendré en cuenta durante el tiempo que se me conceda. Adiós, vagabundo.
Lacy fue hasta la puerta y llamó. Un guardia abrió, Richelieu le indicó que dejara pasar al hombre y cerrara. Luego se sentó a reflexionar. Los rayos del sol se alargaron. El gato despertó, bajó por la túnica y continuó con su vida.
Los jóvenes jinetes galopaban por la llanura del norte meciéndose como la hierba en el viento. También se mecían los altos girasoles, con pétalos amarillos como la luz que se derramaba por el mundo. La tierra y el cielo no tenían límites. El verde se confundía con el azul en el límite de la visión, y la distancia continuaba hasta más allá de donde podían volar los sueños. Un halcón surcaba el aire, las alas como llamas gemelas. Se elevó una bandada de aves acuáticas, tantas que oscurecieron una parte del cielo.
Los niños que ahuyentaban los cuervos de los campos fueron los primeros en ver a los jóvenes jinetes. El mayor corrió hacia la aldea, sintiéndose importante; pues Inmortal había ordenado que le anunciaran el retorno. Pero cuando el niño atravesó la empalizada y estuvo entre las casas, se desanimó. ¿Quién era él para hablar con el más poderoso de los chamanes? ¿Se atrevería a interrumpir un hechizo o una visión? Las atareadas mujeres notaron su consternación.
—Pequeña Liebre —dijo una—, ¿qué ocurre en tu corazón?
Pero eran sólo mujeres, y los viejos eran sólo viejos, y sin duda éste era un asunto de terrible poder si Inmortal se interesaba tanto.
El niño tragó saliva y enfiló hacia una casa. El tepe pardo se erguía ante él. La puerta daba a un interior cavernoso donde ardía una fogata roja. Las familias que la compartían estaban en otra parte, realizando sus tareas o, si no tenían ninguna, descansando junto al río. Quedaba una persona, la que Pequeña Liebre esperaba ver, un hombre vestido con ropa de mujer, moliendo maíz. El hombre alzó los ojos y dijo con su voz serena:
—¿Qué buscas, niño?
Pequeña Liebre tragó saliva.
—Regresan los cazadores —dijo—. ¿Irás a avisar al chamán, Tres Gansos?
El ruido de la piedra cesó. El berdache se levantó.
—Iré —replicó.
Los que eran como él tenían cierto poder contra lo invisible, quizá porque los espíritus les compensaban así la falta de virilidad. Además, era hijo de Inmortal. Se sacudió restos de comida de la piel de ante, se soltó las trenzas y partió con paso digno. Pequeña Liebre suspiró de alivio antes de regresar a sus tareas. Sentía un cosquilleo de ansiedad. ¡Qué espectáculo darían los jinetes cuando pasaran!
La casa del chamán estaba cerca de la cabaña de medicinas, en el centro de la aldea. Era más pequeña que las demás porque era sólo para él y su familia. Estaba allí con sus esposas. Brillo Cobrizo, la madre de Tres Gansos, estaba sentada fuera, vigilando a las dos pequeñas hijas de Ala de Codorniz, que jugaban al sol. Encorvada y medio ciega, se alegraba de poder ser útil a su edad. En la puerta, Lluvia del Atardecer, que había nacido el mismo invierno que el berdache, ayudaba a su propia hija, Bruma del Alba, a adornar un vestido con plumas teñidas para la inminente boda de la doncella. Saludó al recién llegado y fue a llamar al esposo. Inmortal salió poco después, sujetándose el taparrabo. La joven Ala de Codorniz miró desde dentro con aire desaliñado y feliz.
—Padre —dijo Tres Gansos con el debido respeto, pero sin el temor reverencial propio de los niños como Pequeña Liebre. A fin de cuentas, ese hombre lo había acunado cuando era bebé, le había enseñado a conocer las estrellas, a poner trampas y todo lo que fuera necesario o agradable. Y cuando fue obvio que el joven nunca llegaría a ser un hombre pleno, no lo amó menos sino que aceptó el hecho con la calma de alguien que había visto cientos de vidas perdiéndose en el viento—. Anuncian que la partida de Lobo Corredor viene de regreso.
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