Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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Inmortal permaneció callado un instante. Frunció el ceño, y una sola arruga le cruzó la cara. El sudor le hacía relucir la piel sobre los tensos músculos como rocío sobre la roca; el pelo era como la roca misma, obsidiana bruñida.

—¿Están seguros de que son ellos? —preguntó.

—¿Y quién más podría ser? —replicó Tres Gansos.

—Enemigos…

—Los enemigos no vendrían tan abiertamente, a plena luz del día. Padre, has oído hablar de los pariki y sus costumbres.

—Oh, claro que sí —murmuró el chamán, como si lo hubiese olvidado y necesitara que se lo recordaran—. Bien, ahora debo darme prisa, pues quiero hablar a solas con los cazadores.

Entró de nuevo en su casa. El berdache y las mujeres intercambiaron miradas inquietas. Inmortal no había estado de acuerdo con la cacería del búfalo, pero Lobo Corredor había reunido a los suyos y había partido deprisa sin dar tiempo para conversar en serio sobre el asunto. Desde entonces Inmortal había meditado, y a veces había llevado aparte a los ancianos, quienes después guardaron silencio. ¿Qué temían?

Pronto reapareció Inmortal. Se había puesto una camisa con fuertes signos grabados con fuego en el cuero. Rizos de pintura blanca le marcaban el semblante; una gorra hecha con la piel de un visón blanco le ceñía la frente. En la mano izquierda llevaba un calabacín con cascabeles, en la mano derecha una vara coronada por el cráneo de un cuervo. Los demás permanecieron aparte, e incluso los niños guardaron silencio. Este ya no era el esposo y padre bondadoso y callado a quien conocían; éste era aquel en quien habitaba un espíritu, el que nunca envejecía, el cual durante las edades había guiado a su gente haciéndola diferente del resto.

Todos callaban mientras caminaba entre las casas. No todos lo miraban con la antigua reverencia. Algunos jóvenes lo seguían con ojos rencorosos.

Atravesó la puerta abierta de la empalizada y las parcelas de maíz, habichuelas y calabazas. La aldea estaba en un risco que daba sobre un río ancho y poco profundo y los álamos de las orillas. Al norte el terreno se curvaba en una vastedad ondulante. Aquí la pradera de hierba corta se transformaba en una llanura de pastos altos. Las sombras se volvían misteriosas sobre las verdes ondas. Los cazadores ya estaban muy cerca. El trepidar de los cascos sacudía la tierra.

Cuando reconoció al hombre a pie, Lobo Corredor dio la orden de alto y frenó. Su mustang relinchó y corcoveó antes de calmarse. Con las perneras contra las costillas del animal, el jinete montaba la bestia como si formara parte de ella. Sus seguidores eran igualmente diestros. Bajo el sol, tanto los hombres como los caballos fulguraban de vitalidad. Algunos empuñaban lanzas, y algunos llevaban arcos y aljabas. Un cuchillo del mejor pedernal colgaba de cada cintura. Llevaban cintas en la cabeza con dibujos de rayos, pájaros de trueno, avispas. De la de Lobo Corredor surgían plumas de águila y grajo. ¿Pensaba que un día echaría a volar?

—Saludos, gran hombre —dijo a regañadientes—. Nos honras.

—¿Cómo ha ido la cacería? —le preguntó Inmortal.

Lobo Corredor señaló hacia las bestias de carga. Traían pieles, cabezas, ancas, lomos, entrañas, vísceras, una abundancia sujetada con cuerdas de cuero. La grasa y la sangre coagulada atraían moscas ahora que estaban detenidos.

—¡Nunca hubo tanta diversión, tanta matanza! —exclamó con euforia—. Dejamos más que esto para los coyotes. Hoy el pueblo comerá hasta hartarse.

—Los espíritus castigarán el despilfarro —advirtió Inmortal.

Lobo Corredor lo miró con ojos entornados.

—¿Qué? ¿Acaso Coyote no se alegra de que también alimentemos a los suyos? Y los búfalos son tan abundantes como las hojas de hierba.

—Un solo incendio puede ennegrecer la tierra…

—Que reverdece con las primeras lluvias.

Se oyeron resuellos cuando el líder se atrevió a interrumpir así al chamán; pero los de la partida no estaban escandalizados. Dos de ellos sonreían. Inmortal ignoró la interrupción, pero su tono se volvió más severo.

—Cuando pasa el búfalo, nuestros hombres van a buscarlo. Primero ofrecen las danzas y sacrificios apropiados. Luego yo explico nuestra necesidad a los fantasmas de las presas, para apaciguarlos. Así ha sido siempre, y hemos prosperado en paz. Vendrán males si abandonamos el antiguo sendero. Te diré qué compensación puedes ofrecer, y te guiaré en ello.

—¿Y volveremos a esperar a que una manada pase cerca de aquí? ¿Trataremos de apartar unos pocos búfalos y matarlos sin que ningún hombre sea herido ni pisoteado? ¿O, con suerte, provocaremos una estampida para que la manada caiga por un precipicio, y veremos como la mayor parte de la carne se pudre antes de que podamos comerla? Si nuestros padres traían poca carne a casa, era porque no podían traer más, ni los perros podían cargar mucho en esas lamentables parihuelas —dijo Lobo Corredor con desdén, sin titubear. Evidentemente, había previsto este enfrentamiento, y había planeado sus palabras.

—Y si las nuevas costumbres traen mala suerte —exclamó Halcón Rojo—, ¿por qué las tribus que las siguen prosperan tanto? ¿Ellos tomarán todo y nosotros nos quedaremos con la carroña?

Lobo Corredor frunció el ceño ordenando silencio. Inmortal suspiró.

—Sabía que hablarías así —le dijo casi con dulzura—. Por tanto te salí al encuentro donde nadie más puede oír. Para un hombre es difícil admitir que se ha equivocado. Juntos hallaremos el modo de enderezar las cosas sin herir tu orgullo. Acompáñame a la cabaña de medicinas, y buscaremos una visión.

Lobo Corredor se irguió contra el cielo.

—¿Visión? —exclamó—. He tenido la mía, viejo, bajo las altas estrellas después de un día de cabalgar con el viento. Vi riquezas desbordantes, hazañas que los hombres recordarán durante más tiempo del que tú has vivido, gloria, maravillas. Nuestros dioses hollan estas tierras, recién salidos de las manos del Creador y montan caballos cuyos cascos suenan como el trueno y despiden rayos. ¡A ti te corresponde hacer la paz con ellos!

Inmortal alzó la vara y sacudió el cascabel. Los rostros se turbaron. Los caballos resoplaron, corcovearon, patearon el suelo.

—No quería ofenderte, gran hombre —se apresuró a decir Lobo Corredor—. Tú deseas que hablemos sin temor y sin alarde, ¿no? Bien, si he hablado con altanería, lo lamento. —Irguió la cabeza—. No obstante, tuve ese sueño. Lo he contado a mis camaradas, y ellos me creen.

Los objetos mágicos del chamán apuntaron a la tierra. Inmortal permaneció inmóvil un rato, oscuro entre la luz del sol y la hierba.

—Debemos hablar más y hallar el significado de lo que ha ocurrido —dijo en voz baja.

—Claro que sí —dijo Lobo Corredor, con alivio y amabilidad—. Mañana. Ven, gran hombre, déjame prestarte mi caballo favorito, y yo caminaré mientras tú entras cabalgando en la aldea. Ahí nos bendecirás como siempre has bendecido a los cazadores que regresan.

—No. —Inmortal se alejó.

Permanecieron callados, perturbados, hasta que Lobo Corredor se echó a reír. Hacía honor a su nombre, pues la risa parecía el aullido del lobo en las comarcas boscosas del este.

—La alegría de nuestro pueblo será bendición suficiente. ¡Y para nosotros las mujeres, más ardientes que sus fogatas! —dijo.

La mayoría rió de mala gana, pero aun así se sintieron alentados. Con Lobo Corredor al frente, azuzaron a los caballos y se lanzaron al galope. Dejaron atrás el chamán, sin mirarlo.

Cuando llegó a la aldea, Inmortal encontró una algarabía. La gente rodeaba la partida, gritaban, daban vivas y festejaban. Los perros aullaban. No sólo había carne en abundancia, sino grasa, hueso, cuerno, tripas, tendones, todo lo que necesitaban para fabricar las cosas que deseaban. Y esto era apenas el comienzo. Las pieles se transformarían en cubiertas para los tipis, cuando no las trocaran en el este por estacas, y familias enteras podían moverse hacia donde desearan, cazar, desollar, curtir, preservar, antes de pasar a la próxima cacería, y la siguiente…

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