Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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—Límpiame —suplicó.

La luz de las estrellas y la Senda del Cielo se reflejaban en la corriente, lo cual le permitió encontrar el camino de regreso. Se irguió en la loma para dejarse secar por la brisa. Tiritaba, pero no tardó mucho. Le temblaron los labios un momento. El pelo cortado al rape era un legado del claustro, útil esta noche. Cogió la ropa y sintió náuseas. Ahora olía el tufo a transpiración, sangre, tártaro. Le costó gran esfuerzo ponérsela de nuevo. Quizá no habría podido si el olor del humo no hubiera tapado lo demás. Otro legado, otro recuerdo. Debía protegerse del frío de la noche. Aunque nunca había enfermado, quizá estuviera demasiado débil para resistir una fiebre.

Se acostó en la loma y cayó en un sueño ligero poblado por fantasmas.

La despertó el alba. Varvara estornudó, rezongó, tembló. Una fría lucidez la dominó mientras la claridad se alargaba sobre la tierra. Moviéndose con cautela cerca de su escondrijo, notó que tenía las articulaciones menos rígidas, que se aplacaban los dolores. Las heridas aún dolían, pero menos a medida que el día las entibiaba; sabía que sanarían.

No se alejó de los juncos, pero en ocasiones echaba una ojeada. Vio que los tártaros abrevaban los caballos, pero el río disolvía la suciedad antes de que llegara a ella. Cabalgaban de un horizonte al otro. A menudo regresaban con bultos, botín. Cuando las sombras movedizas del campamento se apartaron, logró ver a los cautivos, apiñados y bajo vigilancia. Niños y mujeres jóvenes, supuso, los que valía la pena tomar como esclavos. Los demás yacían muertos en las cenizas.

No recordaba sus últimas horas en el claustro. Un golpe en la cabeza podía haber producido ese efecto. Y no deseaba saber nada. Bastaba con la imaginación. Cuando irrumpieron los jinetes, las religiosas se debían de haber dispersado. Quizá Varvara había cogido la mano de Elena y la había guiado hasta la capilla de Santa Eudoxia. Era un edificio pequeño, apartado, y no albergaba tesoros. Esperaba que esos demonios lo pasaran por alto. Pero no fue así.

¿Qué había ocurrido? ¿Cómo había muerto Elena? Varvara…, bien, esperaba haberse defendido, obligado a tres o cuatro a aferrarla por turnos. Era grande y fuerte, una superviviente habituada a cuidarse. Supuso que al fin, un tártaro, quizá cuando ella lo mordió, le había aplastado la cabeza contra el suelo. Pero Elena… Elena era menuda, frágil, dulce, soñadora. Se habría quedado inerme mientras ese horror continuaba. Tal vez el último hombre, al ver cómo su compañero castigaba a Varvara, había hecho lo mismo con Elena y ella murió. ¿También dieron por muerta a la compañera, se abrocharon los pantalones y se fueron? ¿No les importaba?

Al menos no habían usado cuchillos. Varvara no habría sobrevivido a eso. Aunque su cráneo parecía bastante duro, quizá ni siquiera se hubiera levantado a tiempo para escapar, salvo por la vitalidad que la mantenía inmortal. Tendría que darle gracias a Dios.

—No —jadeó—, primero. Te agradezco por permitir que Elena muriera. Habría quedado deshecha, condenada a días de obsesión y noches de insomnio.

No encontró otra cosa que agradecer.

El río y las horas se deslizaban con un murmullo. Piaban pájaros. Las moscas zumbaban en densos enjambres, atraídas por su ropa pestilente. El hambre empezó a acuciarla. Recordó otra antigua destreza, se tendió de bruces en el lodo de un charco formado por unas matas a la deriva, esperó.

Ya no estaba sola. Los fantasmas se apiñaban. Acariciaban, tironeaban, susurraban, llamaban. Al principio eran horribles. La tomaban contra su voluntad, esposos ebrios y dos canallas que la habían sorprendido en esos años de vagabundeo. Con un tercero había tenido suerte y lo había apuñalado primero.

—Arde en el infierno con esos tártaros —gruñó—. He vivido más que tú. Viviré más que ellos.

Sí, y los recuerdos. En todo caso, vencería a los nuevos fantasmas como había superado a los viejos. Quizá tardara años —tenía años por delante— pero al fin la fortaleza que la había mantenido viva tanto tiempo le permitiría gozar de la vida.

—Buenos hombres, volved a mí. Os echo de menos. Fuimos felices juntos, ¿verdad?

Papá. El abuelo de barbas blancas, a quién podía pedirle cualquier cosa. Su hermano mayor Bogdan, cómo reñían, pero qué apuesto fue después, hasta que una enfermedad le comió las entrañas y lo abatió. Su hermano menor, sí, y sus burlonas hermanas, a quienes tanto quería. Vecinos. Dir; quien la besaba tímidamente en un prado de tréboles donde zumbaban las abejas; ella tenía doce años y el mundo se tambaleaba. Vladimir, el primero de sus esposos, un hombre fuerte hasta que la edad lo debilitó, pero siempre tierno con ella. Esposos posteriores, los que le habían gustado. Amigos que la habían defendido, sacerdotes que la habían consolado cuando la dominaba la pena. Recordaba bien al feo y pequeño Gleb Ilyev, el primero que la ayudó a escapar cuando su hogar se transformó en una trampa. Y sus hijos, sus nietos y bisnietos, arrebatados por el tiempo. Cada fantasma tenía una cara que cambiaba, envejecía y al fin era la máscara de la muerte.

No, no todos. Algunos habían sido muy fugaces. Recordaba con extraña nitidez a ese mercader extranjero. ¿Cadoc? Sí, Cadoc. Le alegraba no haber visto cómo se derrumbaba… ¿Cuándo? Doscientos años, desde esa noche en Kiyiv. Aunque quizá hubiera muerto pronto, en la flor de la juventud.

Otros eran borrosos. No sabía si algunos eran reales o meros jirones de sueños que se pegaban a la memoria.

Una rana chapoteó entre los juncos, cerca de la arboleda. Se acomodó, gorda, blanca y verde, para cazar moscas. Varvara se quedó inmóvil. Notó que la rana miraba hacia otra parte. Estiró la mano.

La fría y resbalosa rana se resistió hasta que Varvara le golpeó la cabeza. La descuartizó, la mordisqueó arrancando la carne de los huesos, los arrojó al río mascullando las gracias. Flotaban patos en la corriente. Varvara podía quitarse la ropa, zambullirse y nadar bajo el agua hasta coger una de las patas. Pero quizá los tártaros la vieran. En cambio, cogió unos juncos con raíces comestibles. Si, aún sabía sobrevivir en el bosque. Nunca había perdido esa habilidad.

De lo contrario… Suponía que una creciente angustia, la sensación de estar perdiendo el alma, la había conducido hasta el santuario. No, no sólo eso. Demasiados adioses. En la casa de Dios el refugio sería más perdurable.

Sin duda había paz alrededor; aunque no siempre en su interior. Los apetitos de la carne se negaban a morir, entre ellos el deseo de sentir una pequeña tibieza en los brazos, una boquita de amamantar. Contenía esas ansias, pero a veces le despertaban el deseo de burlarse de la Fe, recuerdos de viejos dioses vernáculos, ansias de ver allende los muros y viajar a otros horizontes. Y también pecados menores, furia contra las hermanas, impaciencia con los sacerdotes y las monótonas tareas. No obstante, había paz. Entre las faenas, los enfados y la desconcertada búsqueda de santidad hubo horas en las que pudo, año a año, reconstruirse. Descubrió cómo ordenar los recuerdos, tenerlos disponibles en vez de permitir que se esfumaran o que la abrumaran con su variedad. Domó a sus fantasmas.

El viento agitó los juncos. Ella tembló también. ¿Y si había fracasado? Si no estaba sola en el mundo, ¿era el destino común de su especie errar sin saberlo y perecer sin ayuda?

¿O ella era la única que sufría esa bendición o maldición? Por cierto, el claustro no tenía registros de tales seres, desde que Matusalén había vivido en la alborada del mundo. Tampoco ella había contado nada a nadie, al principio. La cautela de siglos se lo impedía. Se había presentado como una viuda que tomaba los hábitos porque la iglesia exhortaba a las viudas a hacerlo.

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