Gest se quedó un rato más, después dio media vuelta y partió. Los daneses con quienes se había cruzado habían podido ver al que él buscaba, quien había ido hacia el este siguiendo a media docena de suecos. Gest había ido a Bravellir y había buscado hasta que su ojo de cazador halló lo que debía de ser un rastro. Era mejor darse prisa. No obstante, mantuvo su paso de todos los días. Parecía lento, pero en una jornada cubría tanto camino como un caballo, o más, y le permitía observar todo.
Estaba en una senda de cazadores. Los reyes se habían enfrentado en Bravellir porque era un ancho prado atravesado por una carretera de norte a sur, a medio camino entre Harald en Escania y Sigurdh en Suecia. La tierra del sendero aún estaba floja. Los seis que seguían ese rumbo debían de enfilar hacia la costa del Báltico, donde se hallaban las naves que los habían traído. Su escaso número indicaba que la batalla había sido atroz. Sería recordada, cantada y exagerada en la memoria de los hombres durante cientos de años. Y aquellos que araban los campos vecinos morirían olvidados.
Los zapatos de Gest se hundían suavemente en el suelo. Las ramas formaban un dosel por donde los rayos del sol penetraban formando charcos de luz e umbrío corredor que tenía delante. Una ardilla trepa un árbol como una llamarada. En alguna parte arrulló una paloma. Crujieron arbustos a la izquierda y una silueta grande y opaca huyó, un alce. Gest dejó que su alma vagara por esos lugares de dulce olor. Entretanto, siguió estudiando los rastros. Era fácil: huellas, ramas rotas, telarañas rasgadas, marcas en troncos musgosos donde los hombres se habían sentado a descansar. No eran cazadores profesionales, como él lo había sido buena parte de su vida. Tampoco lo era el que los seguía sin detenerse, acortando la distancia. Esos pies eran enormes.
Pasó el tiempo. Los rayos del sol se volvieron más oblicuos y cobraron un tono dorado. El aire se enfrió.
De pronto, Gest se detuvo. Se inclinó hacia delante, y ladeó la cabeza. Oyó un ruido que le pareció familiar.
Apuró el paso. Al principio sofocado por las hojas, el ruido creció. Vibraciones metálicas y gritos, y pronto crujidos, chasquidos y resuellos. Gest preparó la lanza y avanzó con sigilo.
Había un cadáver en el camino. Había caído en un arbusto que le tapaba el torso. La sangre goteaba de los tallos formando un charco brillante. Le habían abierto un tajo desde el hombro izquierdo hasta el esternón. Le sobresalían trozos de costillas y los pulmones. El sudor le pegaba el pelo rubio a las mejillas lampiñas. El muchacho muerto miraba con ojos vacíos.
Gest se apartó y tropezó con otro cuerpo. En las cercanías, el combate agitaba los arbustos. Entrevió hombres, hierro, sangre y más sangre. Un arma chocaba contra otra, rozaba yelmos, golpeaba escudos de madera. Otro guerrero cayó, el muslo chorreando, pataleando y gritando con un chillido animal. Un cuarto guerrero cayó y quedó tendido entre ortigas. Tenía la cabeza casi arrancada.
Gest se ocultó detrás de un abeto. Lo protegía, pero le permitía ver entre las ramas. Quedaban dos de la banda que el recién llegado había alcanzado y atacado. Como sus compañeros, usaban sólo camisas, chaquetas, pantalones. Si alguno tenía una cota de malla, no se la había puesto a tiempo. La mayoría tenía cascos redondos. Uno llevaba una espada y un escudo, otro un hacha.
El enemigo solitario llevaba una armadura completa, con una cota de malla larga hasta las rodillas, un yelmo cónico con protector nasal, un escudo con borde de hierro en la mano izquierda y una espada descomunal en la derecha. Era enorme: superaba al alto Gest por una cabeza, hombros anchos como el marco de una puerta, brazos y piernas como ramas de roble. Una desaliñada barba negra le caía hasta el pecho.
El par se había recobrado de la sorpresa del ataque. Combatían juntos ladrándose indicaciones. El espadachín se lanzó contra el gigante. Los aceros chocaron, un destello cuando les daba el sol, un borrón cuando se movían hacia abajo o al costado. El sueco recibió un golpe en el escudo y trastabilló, pero conservó su posición y devolvió el golpe. El del hacha se acercó a su enemigo por la espalda.
El hombretón se dio cuenta y con desconcertante rapidez, giró sobre los talones y embistió de costado, esquivando el hachazo. Lanzó una estocada. El otro se tambaleó, soltó el hacha, se miró el antebrazo derecho abierto con el hueso astillado. El gigante dio un brinco, dejándolo atrás. Había una franja de hierba entre él y el otro espadachín. En el linde dio media vuelta y echó a correr hacia su enemigo. Los escudos chocaron con estruendo. El aturdido sueco cayó de espaldas. Atinó a aferrar la espalda y alzar el escudo. El gigante dio un brinco y aterrizó sobre él. El escudo chocó contra las costillas. Gest las oyó crujir. El caído soltó un resuello. El gigante se montó a horcajadas sobre el cuerpo trémulo y lo liquidó de dos tajos.
Miró en torno. El hombre herido echaba a correr, tropezando entre los troncos. El vencedor lo persiguió y lo abatió.
Los chillidos del hombre herido en el muslo se redujeron a un graznido, un gemido, un silencio.
El vencedor soltó una fuerte risotada. Golpeó la espada tres veces contra el suelo, la enjugó en la camisa de un caído y la envainó. Respiró con más calma. Se quitó el yelmo y el gorro, los tiró al suelo, se secó el sudor de la frente con la mano velluda.
Gest salió de detrás del abeto. El gigante cogió la espada envainada. Gest apoyó la lanza en la horqueta de un árbol y extendió las palmas.
—Vengo en son de paz —dijo.
El guerrero permaneció tenso.
—¿Pero estás solo? —preguntó. La voz era como la rompiente en una playa pedregosa.
Gest miró la cara surcada de arrugas, los ojos glaciales y azules, y asintió.
—Estoy solo. Además, después de lo que he visto, creo que Starkadh no necesita tener miedo de nada ni de nadie.
El guerrero sonrió.
—Ah, me conoces. Pero nunca nos hemos visto.
—En el norte todos han oído hablar de Starkadh el Fuerte. Y… te estaba buscando.
—¿De veras? —La sorpresa se transformó en cólera—. Entonces ha sido una cobardía permanecer al margen sin ayudarme.
—No lo necesitabas —dijo Gest con tono conciliador———. Además la batalla ha sido muy rápida. Jamás he visto a alguien tan diestro con las armas.
Complacido, Starkadh habló con voz más cordial.
—¿Quién eres?
—He tenido muchos nombres. En el norte el más frecuente es Gest.
—CY qué quieres de mí?
—Es una larga historia. ¿Puedo antes preguntarte por qué perseguiste y mataste a estos hombres?
Starkadh miró hacia el sol cuya luz formaba haces amarillos entre los árboles que se oscurecían contra el cielo. Movió los labios. Al cabo de un rato asintió con la cabeza, miró de nuevo a Gest y empezó:
Aquí no tendrán hambre los lobos.
Harald alimentó los cuervos.
Honor ganamos.
Sólo Odín nos superó.
No tengo cerveza, mas ofrezco
a Harald todos estos enemigos.
Él nunca fue tacaño.
Ahora he demostrado mi gratitud.
Conque era cierto lo que contaban, pensó Gest. Además de ser el mejor guerrero, Starkadh tenía cierto talento como escaldo. ¿Qué otra habilidad tendría?
—Entiendo —convino Gest—. Luchaste por Harald, y deseabas vengar a tu señor caído, aunque guerra ha terminado.
Starkadh asintió.
—Espero haber complacido a su espíritu. Más aún, espero haber complacido a su antepasado, el rey Frodhi, quien fue el mejor de los señores y nunca me escatimó el oro ni las armas ni otras cosas de valor.
Gest sintió un cosquilleo en la espalda.
—¿Te refieres a Frodhi Fridhleifsson de Dinamarca? Dicen que Starkadh pertenecía a su linaje. Pero él murió hace generaciones.
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