Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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Zabdas meneó la cabeza.

—Tus objeciones te honran —replicó—. Sin embargo, un observador atentaría contra mi propósito, que es darte a conocer las condiciones de Tadmor al tiempo que se evitan burlas e insinuaciones. —Los miró a ambos—. Sin duda puedo confiar en un pariente y en mi primera esposa. —Con una fugaz sonrisa—: A fin de cuentas, ella tiene más edad de la habitual.

—¿Qué? —exclamó Bonnur—. ¡Señor, bromeas! El velo, la bata, no pueden ocultar…

—Es verdad —declaró Zabdas con voz sibilante—. Ella misma te lo dirá, junto con otras cosas menos llamativas.

11

Se acercaba el poniente.

—Bien —dijo Aliyat—, será mejor que lo dejemos. Tengo otros deberes.

—También yo. Y debo reflexionar sobre lo que me has revelado en esta ocasión —dijo Bonnur, arrastrando la voz.

Ninguno de los dos se levantó de los taburetes donde estaban sentados. De pronto, él se sonrojó, agachó la mirada y exclamó:

—Mi señora tiene… tiene una extraordinaria inteligencia.

Fue casi como una caricia.

—No, no —objetó ella—. En una larga vida, aun una persona estúpida aprende algo.

Notó que Bonnur rompió una barrera para mirarla a los ojos.

—Es difícil creer que seas vieja.

—Llevo bien mis años. —¿Cuántas veces había repetido esa frase? Cuan mecánica se había vuelto. —Todo lo que has visto… —siguió impulsivamente—: El cambio de fe. ¡Te obligaron a alejarte de Cristo!

—No tengo nada que lamentar.

—¿De veras? ¿Ni siquiera la libertad que has perdido, la libertad que han perdido tus amigos, la simple libertad de mirarte…?

Por un instante ella quiso silenciarlo. Nada cubría la puerta salvo una cortina de abalorios. Sin embargo, la cortina ahogaba un poco el sonido, y más allá se extendían corredores y habitaciones desiertas hasta la parte habitada, y él había hablado en voz baja y gutural, mientras las lágrimas le brillaban en las pestañas.

—¿A quién le interesa ver a una vieja? —exclamó Aliyat, sabiendo que lo estaba provocando.

—¡No lo eres! No tendrías que ocultarte detrás de ese velo. Lo noté cuando olvidaste encorvarte y simular temblores.

—Parece que me has observado con atención —dijo ella, combatiendo un mareo.

—No puedo evitarlo —confesó Bonnur.

—Sientes demasiada curiosidad. —Como si otra criatura le guiara la lengua y las manos—: Será mejor que la aplaquemos. Observa.

Se apartó elyashmak. Él suspiró. Ella se lo puso de nuevo y se levantó.

—¿Estás satisfecho? Guarda silencio, o tendremos que suspender estas reuniones. A mi señor no le agradaría eso.

Se marchó, y su hija le salió al encuentro en el harén.

—Mamá, ¿dónde estabas? Gutne no me deja jugar con el león de paño.

Aliyat trató de armarse de paciencia. Tenía que amar a esa niña. Pero Thirya era quejumbrosa, enfermiza y se parecía a su padre.

12

A veces la monotonía de los días se quebraba, cuando Zabdas daba a Aliyat materiales para estudiar y preparar informes. En ese cuarto apartado, ella trataba de comprender lo que leía, pero las palabras se le escapaban reptando como gusanos. Dos veces se encontró allí con Bonnur. La segunda vez se quitó el velo desde el principio, y llevaba una bata de tela ligera.

—El calor es agobiante —le dijo—, y soy sólo una abuela, no, una bisabuela.

No avanzaron demasiado. A menudo se hacía un silencio entre ambos.

Los días pasaron muy lentamente, y ella perdió la cuenta. ¿Qué importaba el número? Cada cual era igual al anterior, salvo por riñas y molestias y, de noche, sueños. ¿Satanás inducía algunos de ellos? En tal caso, le estaba agradecida.

Luego Zabdas la llamó a su oficina.

—Tus consejos se han vuelto inservibles —gruñó—. ¿Al fin empiezas a chochear?

Ella contuvo la furia.

—Lamento, mi señor, que últimamente no se me haya ocurrido ninguna idea. Trataré de mejorar.

—¿De qué vale? Ya no sirves para nada. Furja, en cambio, entibia mi cama, y sin duda pronto dará fruto. —Zabdas agitó la mano con desdén—. Bien lárgate. Ve a esperar a Bonnur. Te lo mandaré. Tal vez al menos puedas persuadirlo de enmendar sus hábitos soñadores. Por todos los santos… Por las barbas del Profeta, lamento mis promesas a ambos.

Aliyat atravesó la parte vacía de la casa apretando los puños. En el cuarto de reuniones caminó de un lado a otro. Era una jaula. Se detuvo ante la ventana y miró a través del enrejado. Desde allí veía el antiguo templo de Bel. El sol furibundo desteñía la piedra caliza. Los capiteles de bronce de las columnas del pórtico ardían. El calor hacía temblar los bajorrelieves del santuario. Durante mucho tiempo había estado en desuso, vacío como ella. Ahora lo estaban restaurando. Había oído de cuarta o quinta mano que los árabes planeaban transformarlo en fortaleza.

¿Pero esas potestades estaban totalmente muertas? Bel de la tormenta, Jarhibol del sol, Aglibol de la luna, Ashtoreth de la concepción y el nacimiento, de terrible belleza, la que había descendido al infierno para recobrar a su amante: invisibles, caminaban por la tierra sin ser vistos; gritaban desde el cielo sin ser oídos; el mar que Aliyat nunca había conocido le tronaba en el pecho.

Una pisada, un chasquido de abalorios. Se dio media vuelta. Bonnur se paró en seco. Brillaba de sudor. Aliyat sintió el olor en el calor y el silencio, olor de hombre. Estaba húmeda con su propia transpiración; se le pegaba el vestido.

Se desató el velo y lo arrojó al suelo.

—Mi señora —dijo él con voz sofocada—, oh, mi señora.

Aliyat avanzó. Sus caderas se meneaban con vida propia. Jadeaba.

—¿Qué quieres de mí, Bonnur?

Los ojos de gacela se movían de izquierda a derecha, arrinconados.

Bonnur retrocedió un paso, alzó las manos para defenderse.

—No —suplicó.

—¿No qué? —rió ella. Se plantó ante Bonnur y él tuvo que encararse a su mirada—. Tenemos cosas que hacer, tú y yo.

Si es sabio, estará de acuerdo. Se sentará y me preguntará cuál es el mejor modo de regatear con un caravanero. No le dejaré ser sabio.

13

—Tengo asuntos en Tripolis —dijo Zabdas—. Tal vez me demore unas semanas. Iré con Nebozabad, quien partirá dentro de pocos días.

Aliyat se alegró de haberse dejado el velo para ir a su oficina.

—¿Mi señor desea informarme de qué asunto se trata?

—No tiene sentido. Tus consejos ya no sirven, al igual que el resto. Te informo en privado para decirte lo que es obvio, que en mi ausencia debes permanecer en el harén y ocuparte de los asuntos propios de una esposa.

—Desde luego, mi señor.

Ella y Bonnur ya habían pasado dos tardes juntos.

14

Thirya se despertó.

—Mamá…

Aliyat contuvo su furia.

—Calla, querida —susurró—. Duérmete. —Y tuvo que esperar mientras la niña se movía y gemía, hasta que al fin la cama se aquietó.

¡Al fin!

Sus pies la guiaron por la oscuridad. Se aferró la bata por si rozaba algo. Pensó: Así abandonan sus tumbas los muertos sin reposo. Pero ella iba hacia la vida. Ya sentía fluir sus calientes jugos. Su olfato bebía el aroma de cedro de su deseo. Nadie más se despertó, y un harén tan pequeño y austero no tenía guardias. Sus dedos palparon las paredes, guiándola, hasta que la llevaron al último corredor. No, no corras, no hagas ruidos innecesarios. Las cuentas de la puerta de abalorios la rodearon como serpientes. La ventana enmarcaba estrellas. Una fresca brisa del desierto soplaba desde allí. Se le aceleró el pulso. Se quitó la bata y la arrojó a un lado.

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