Robert Silverberg - El hombre en el laberinto

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El hombre en el laberinto: краткое содержание, описание и аннотация

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Una raza de arañas de extraordinaria inteligencia, de arañas pensantes, lo había transformado en un nuevo Minotauro. El representaba la única —y la última— esperanza del género humano, y era indispensable encontrarlo. Pero un objetivo semejante suponía internarse en un superlaberinto y realizar un trayecto cuyos riesgos y secretos excedían toda imaginación.
El hombre en el laberinto

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— Nunca más estaré cerca de la Tierra — replicó Muller.

Capítulo XIII

1

Pasó tres semanas asimilando todo lo que se sabía de los gigantescos seres extragalácticos. Insistió en no ir a la Tierra y en que su retorno no se hiciera público. Le alojaron en un búnker en la Luna y vivió discretamente a la sombra de Copérnico, moviéndose como un robot por unos corredores de acero gris, alumbrados por cálidas antorchas. Le mostraron todos los cubos. Proyectaron muchas reconstrucciones en módulos sensoriales. Muller escuchaba. Absorbía. Dijo muy poco.

Se mantenían a distancia, como habían hecho en el viaje desde Lemnos. Pasaban días enteros sin que viese a un ser humano. Cuando llegaban hasta él, se mantenían a más de diez metros de distancia.

No se quejó.

La excepción era Boardman, que lo visitaba tres veces por semana e insistía en estar dentro de la zona del dolor. A Muller eso le parecía despreciable. Boardman parecía tratarlo con condescendencia, con su voluntaria y totalmente innecesaria sumisión al sufrimiento.

— Preferiría que no vinieses — le dijo durante su quinta visita —. Podemos hablar por la pantalla o podrías quedarte en la puerta.

— No me importa estar cerca.

— Pero a mí sí — replicó Muller —. ¿Nunca se te ha ocurrido que estoy empezando a encontrar tan odiosa a la humanidad como la humanidad me encuentra a mí? El tufo de tu cuerpo carnoso, Charles, se me clava en la nariz. Y no es sólo el tuyo, es el de todos. Desagradable. Nauseabundo. Hasta la expresión de vuestras caras. Los poros. Sus estúpidas bocas abiertas. Las orejas. Mira de cerca una oreja, Charles. ¿Has visto alguna vez algo más repulsivo que esa tacita rosada y arrugada? ¡Me dais asco, todos!

— Lamento que pienses así — dijo Boardman. Las sesiones informativas continuaron. Después de una semana, Muller estuvo listo para emprender su misión; pero no: primero tenían que alimentarlo con todas las informaciones del banco. Absorbió la información con impaciencia creciente. Todavía perduraba una sombra de su antigua personalidad, que consideraba la misión como un desafío fascinante, digno de ser aceptado. Iría. Serviría, como antes. Cumpliría su obligación.

Eventualmente, dijeron que podía partir.

Desde la Luna lo llevaron por impulso hasta un punto situado fuera de la órbita de Marte, donde lo trasladaron a una nave hiperespacial, ya programada para despedirlo hasta el exterior de la galaxia. Solo. En aquel viaje no tendría que preocuparse por las molestias que su presencia pudiera causar a la tripulación. Había varias razones para esto: la más importante era que, oficialmente, se consideraba una misión suicida, y puesto que la nave podía hacer el viaje sin necesidad de tripulación hubiese sido temerario arriesgar vidas…, además de la suya, por supuesto. Pero él era un voluntario. Además había pedido hacer el viaje solo.

No vio a Boardman durante las cinco semanas anteriores a la partida ni había visto más a Ned Rawlings desde su vuelta de Lemnos. Muller no lamentaba la ausencia de Boardman, pero a veces deseaba poder pasar otra hora con Rawlings. Era un chico que prometía. Tras la incoherencia y la confusa ingenuidad, Muller vislumbraba las simientes de la madurez.

Desde la cabina de su pequeña y esbelta nave vio a los técnicos flotando en el espacio y disponiéndose a cortar las comunicaciones. Estaban volviendo a su propia nave. Escuchó un mensaje de Boardman, un Boardman muy especial. «Ve y cumple con tu deber. La humanidad… », etcétera, etcétera. Muller agradeció amablemente sus palabras.

El canal de comunicación quedó cortado.

Unos instantes más tarde, Muller entró en el hiperespacio.

2

Los seres gigantescos se habían apoderado de tres sistemas situados en los márgenes de la galaxia; cada estrella tenía dos planetas colonizados por la Tierra. La nave de Muller se dirigía hacia una estrella verdosa cuyos mundos habían sido colonizados sólo cincuenta años antes. El quinto planeta, seco como el hierro, pertenecía a una sociedad colonizadora del Asia Central, que estaba tratando de establecer una serie de culturas nómadas donde se pudieran practicar las virtudes pastorales. El sexto, que presentaba una mezcla de culturas y ambientes más parecidos a los de la tierra, estaba ocupado por representantes de media docena de sociedades colonizadoras, cada una en un continente. Las relaciones entre esos grupos, a menudo complicadas y difíciles, habían dejado de tener importancia en los últimos doce meses, ya que ambos planetas estaban bajo el control de supervisores extragalácticos.

Muller salió de la trayectoria hiperespacial a veinte segundos luz del sexto planeta. Automáticamente.

Su nave se estacionó en una órbita de observación y los aparatos comenzaron a informas. Las pantallas mostraban la imagen de la superficie. Las placas de superposición le permitían comparar la configuración de las instalaciones que había abajo con la que habían tenido antes de ser conquistadas por los Extragalácticos. Las imágenes ampliadas eran muy interesantes, las imágenes originales a en la pantalla de color violeta; las ampliaciones recientes en rojo. Muller observó que, alrededor de cada una de las colonias, y sin tener en cuenta su planta original, había surgido una red de calles angulares y avenidas zigzagueantes. Instintivamente notó que aquella geometría era totalmente extranjera. Lo que observaba trajo a su memoria el lívido recuerdo del laberinto, y aunque aquellos esquemas no se parecían a los del laberinto tenían en común su falta de una pauta predecible. Rechazó la posibilidad de que el laberinto de Lemnos hubiese sido construido por los seres radiales. Lo que captaba era la similitud entre diferencias totales. Los seres extraños construían de maneras extrañas.

A siete mil kilómetros de distancia del planeta, estaba en órbita una cápsula resplandeciente, con un eje más grande que el otro, que tenía, aproximadamente, la masa de una gran nave de transporte interestelar. Muller descubrió una cápsula similar alrededor del quinto mundo. Los supervisores.

Para él era imposible comunicarse con cualquiera de las cápsulas ni con los planetas; todos los canales estaban bloqueados. Empujó caprichosamente los controles durante más de una hora, ignorando las advertencias del cerebro de la nave, que le repetía que era inútil. Finalmente se rindió a la evidencia.

Acercó su nave a la cápsula más próxima. Le sorprendió que la nave siguiera estando bajo su control. Los proyectiles destructores que se habían acercado a los supervisores habían sido desviados por éstos, pero él podía maniobrar. ¿Un signo esperanzador?

¿Estaba siendo observado? ¿El ser podía distinguirlo de un arma destructora? ¿O lo estaría ignorando?

Desde una distancia de un millón de kilómetros ajustó su velocidad con la del satélite y puso su nave en una órbita de estacionamiento alrededor de él. Entró en la cápsula de lanzamiento. Se lanzó al vacío y entró en la oscuridad.

3

El extragaláctico se apoderó de él. No había duda. La cápsula de lanzamiento estaba programada para una órbita que lo acercara al satélite a su debido tiempo, y Muller descubrió rápidamente que se estaba desviando de dicha órbita. Las desviaciones nunca son accidentales. Su cápsula estaba acelerando más velozmente de lo programado; eso quería decir que había sido atrapada y estaba siendo atraída. Lo aceptó. Mantenía una calma helada; no esperaba nada y estaba preparado para todo. La cápsula empezó a bajar. Vio el bulto brillante del satélite.

Piel contra, piel metálica, los vehículos se encontraron, se tocaron, se unieron.

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