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Robert Silverberg: Tiempo de cambios

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Robert Silverberg Tiempo de cambios

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En Borthan, un planeta colonizado cientos de años atrás, la humanidad vive en paz, sin embargo el precio pagado parece demasiado elevado: nada es considerado más obsceno que el compartir los propios sentimientos con otro humano, y se ha prohibido el uso de la palabra “yo”. Kinnall Darival es un hombre que lo tiene todo en la vida para ser feliz. Solo una cosa le perturba: las convenciones sociales le impiden expresar sus sentimientos a la persona amada. Cuando conoce a Scxhweiz, un comerciante de la Tierra, este le ofrece una sustancia mágica capaz de derribar los muros entre las almas de los hombres. El sistema de valores de Darival se trastoca y experimenta cada vez más dudas que le conducirán a ser un proscrito entre los suyos y a provocar el dolor entre aquellos a los que ama.

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Subimos y subimos y subimos, hasta que los generadores de nuestros terramóviles jadearon en el aire frío y tuvimos que detenernos con frecuencia para deshelar los conductos de energía, y la cabeza nos dio vueltas por falta de oxígeno. Cada noche descansábamos en uno de los campamentos mantenidos para el uso de septarcas viajeros, pero los alojamientos no eran regios ni mucho menos, y en uno de ellos, donde todo el personal de sirvientes había perecido unas semanas antes en un alud, tuvimos que abrirnos paso cavando montículos de hielo para entrar. Todos los de la partida éramos gente de la nobleza, y todos cavamos menos el septarca mismo, para quien trabajar con las manos habría sido pecaminoso. Por ser uno de los más corpulentos y fuertes, cavé más vigorosamente que nadie, y por ser joven y temerario me esforcé más de lo que podía, y me desplomé sobre mi pala y quedé tendido en la nieve medio muerto durante una hora, hasta que me encontraron. Mi padre vino a verme cuando me estaban curando, y me miró con una de sus escasas sonrisas. Entonces creí que era un gesto de cariño, y esto aceleró mucho mi recuperación, pero después llegué a comprender que lo más verosímil era que fuese un signo de desprecio.

Esa sonrisa me alentó durante todo el resto de nuestra subida a las Huishtor. Ya no me inquieté más por pasar la montaña, pues sabía que lo haría, y del otro lado mi padre y yo cazaríamos juntos el ave-punzón en las Tierras Bajas Abrasadas saliendo juntos, protegiéndonos mutuamente del peligro, colaborando en el rastreo y en el ataque final, conociendo una intimidad que nunca había existido entre nosotros durante mi niñez. De eso hablé una noche a mi hermano vincular, Noim Condorit, que iba conmigo en mi terramóvil, y que era la única persona en el universo a quien podía decir tales cosas.

—Uno espera ser elegido para el grupo de caza del propio septarca — dije —. Uno tiene motivos para pensar que se le pedirá. Y que se terminará con la distancia entre padre e hijo.

—Sueñas — respondió Noim Condorit —. Vives en fantasías.

—Uno podría desear más estímulo de su hermano vincular — repliqué.

Noim siempre fue un pesimista; ignoré su acritud y conté los días que faltaban para llegar a la Puerta de Salla. Cuando llegamos a ella, el esplendor del lugar me tomó por sorpresa. Toda la mañana y media tarde habíamos estado subiendo el amplio pecho de la montaña Kongoroi, una cuesta de treinta grados, envueltos en la sombra de la gran cúspide doble. Me parecía que ascenderíamos eternamente, y que la Kongoroi seguiría cerniéndose sobre nosotros. Entonces nuestra caravana viro a la izquierda, y los vehículos desaparecieron uno a uno al otro lado de un nevado pilón a la orilla del camino; llegó el turno de nuestro coche, y cuando pasamos el recodo vi algo asombroso: una amplia brecha en la pared de la montaña, como si una mano cósmica hubiera arrancado una esquina de la Kongoroi. Por esa abertura entraba la luz del día en un estallido resplandeciente. Esa era la Puerta de Salla, el milagroso paso por donde llegaron nuestros antepasados cuando entraron por vez primera en nuestra provincia, tantos cientos de años atrás después de vagabundear por las Tierras Bajas Abrasadas. Hacia allí nos lanzamos jubilosamente, avanzando de a dos y hasta de a tres coches por la nieve compacta, y antes de acampar para la noche vimos el extraño esplendor de las Tierras Bajas. Abrasadas, extendido asombrosamente allá abajo.

Todo el día siguiente, y el que vino después, bajamos la cuesta occidental de la Kongoroi, arrastrándonos con una lentitud cósmica por un camino que poco espacio nos podía ofrecer: si uno se descuidaba al mover la palanca, su coche caería en un abismo infinito. En esa faz de las Huishtor no había nieve, y la roca viva, azotada por el sol, tenía un aspecto entumecedor, opresivo. Adelante todo era tierra roja. Hacia el desierto bajamos, dejando el invierno y entrando en un mundo sofocante donde cada aliento hormigueaba en los pulmones, donde unos secos vientos levantaban el suelo en nubes, donde extraños animales de aspecto deforme huían aterrados al paso de nuestra cabalgata. Al sexto día llegamos a los cazaderos, un paraje de ásperas escarpas muy por debajo del nivel del mar. Ahora no estoy a más de un día de viaje de ese sitio. Aquí anidan las aves-punzón; durante todo el día recorren las ardientes llanuras, buscando carne, y al crepúsculo regresan, dejándose caer a tierra en extraño vuelo espiral para penetrar en sus casi inaccesibles madrigueras.

Al ser distribuido el personal, fui uno de los trece elegidos para acompañar al septarca.

—Uno comparte tu alegría — me dijo solemnemente Noim, con tantas lágrimas en sus ojos como yo en los míos, pues él sabía del dolor que la frialdad de mi padre me había causado.

Al amanecer partieron los grupos de caza, nueve, en nueve direcciones.

Se considera vergonzoso matar un ave-punzón cerca de su nido. El pájaro, cuando regresa, suele ir cargado de carne para sus pichones, por lo tanto es torpe y vulnerable, privado de toda su soltura y potencia. Matar uno cuando cae a plomo no cuesta mucho, pero solamente un cobarde exhibicionista lo intentaría. (¡Exhibicionista! ¡Miren cómo se me burla mi propia pluma! ¡Yo, que he revelado más de mí que diez hombres de Borthan juntos, sigo usando inconscientemente la palabra como un insulto! Pero dejémoslo así.) Quiero decir que la virtud de cazar reside en los riesgos y dificultades de la persecución, no en el logro del trofeo, y nosotros cazamos el ave-punzón como un reto a nuestra habilidad, no por su mísera carne.

Por eso salen los cazadores a las Tierras Bajas Abrasadas, donde aun en invierno el sol es devastador, donde no hay árboles que den sombra ni arroyuelos que alivien la sed. Se dispersan, un hombre aquí, dos allá, apostándose en esa lisa extensión de estéril tierra roja, ofreciéndose como presa al ave-punzón. El ave-punzón vuela a inconcebibles alturas se eleva tanto que sólo se ve como un negro rasguño en la brillante cúpula del cielo; hace falta una vista muy penetrante para divisarla aunque la extensión de sus alas duplica el largo de un cuerpo humano. Desde tan alto sitial, el ave-punzón explora el desierto en busca de animales incautos. Nada, por pequeño que sea, escapa a sus relucientes ojos, y cuando descubre una buena presa, desciende entre el aire turbulento hasta detenerse sobre el suelo a la altura de una casa. Entonces inicia su vuelo mortal, volando bajo, lanzándose en una serie de violentos círculos, trenzando un nudo de muerte alrededor de su víctima, que todavía no sospecha nada. Tal vez el primer vaivén abarque una extensión equivalente a media provincia, pero cada vuelta sucesiva es más y más reducida, mientras aumenta la aceleración, hasta que al final el ave-punzón se ha convertido en un — terrible motor fatal que llega rugiendo desde el horizonte a una velocidad de pesadilla. Entonces la presa se entera de la verdad, pero no es un saber que guarde durante mucho tiempo: un batir de potentes alas, el silbido de una forma vigorosa y esbelta que atraviesa el aire caliente y pesado, y luego esa única lanza mortífera y larga que brota de la huesuda frente del pájaro, llega al blanco y la víctima cae, envuelta en las negras y agitadas alas. El cazador confía en derribar su ave-punzón mientras ésta vuela casi en los límites de la visión humana; lleva consigo un arma diseñada para tiro de largo alcance, y es puesto a prueba al apuntar: debe ser capaz de calcular la interacción de trayectorias a tan grandes distancias. El peligro de cazar aves-punzón reside en que no se sabe jamás si se caza o se es cazado, ya que no se puede divisar a un ave-punzón en su vuelo mortal hasta que asesta su golpe.

Así que seguí adelante. Así que estuve de pie desde el amanecer hasta el mediodía. El sol hizo lo que quiso con mi piel pálida de invierno, con la parte que me atreví a descubrir; estaba casi todo envuelto en ropas de caza de blando cuero carmesí, dentro de las cuales hervía. Bebía de la cantimplora no más a menudo de lo que exigía la supervivencia, pues imaginaba tener encima las miradas de mis compañeros, y no quería revelarles ninguna debilidad. Estábamos dispuestos en un doble hexágono, con mi padre solo entre ambos grupos. La casualidad quiso que yo ocupara la punta del hexágono más cercana a él. pero su lugar estaba separado del mío por una distancia mayor que la recorrida por una lanza emplumada cuando la arroja un hombre, y en toda la mañana el septarca y yo no cambiamos una sola sílaba. Los pies plantados firmes, él observaba el cielo, con el arma lista. Si alguna vez bebió mientras esperaba, no lo vi hacerlo. Yo también examinaba el cielo hasta que me dolieron los ojos, hasta que sentí que unas hebras gemelas de ardiente luz me perforaban el cerebro y martilleaban el fondo del cráneo. Más de una vez imaginé ver que en lo alto aparecía a la vista la oscura astilla de la silueta de un ave- punzón, y en una ocasión, apresurado y sudoroso, estuve a punto de levantar mi arma, lo cual me habría traído vergüenza, ya que no se debe disparar hasta que se ha establecido prioridad para apuntar, anunciando con un grito ese derecho de propiedad. No disparé, y después de pestañear y abrir los ojos nada vi en el cielo. Esa mañana las aves-punzón parecían hallarse en otra. A mediodía mi padre dio una señal, y nos separamos más en el llano, manteniendo la formación. Tal vez las aves-punzón nos veían demasiado juntos y por eso no se acercaban. Mi nueva posición era sobre un pequeño montículo de tierra, casi en forma de seno de mujer, y al situarme allí me dominó el miedo. Me suponía terriblemente expuesto y en inminente peligro de ser atacado por un ave-punzón. A medida que el temor penetraba en mi espíritu, me convencí de que un ave-punzón describía en ese mismo instante círculos fatales alrededor de mi mogote, y que en cualquier momento su arpón me perforaría los riñones mientras yo contemplaba estúpidamente el metálico cielo. Tan fuerte se hizo esta premonición que tuve que esforzarme para no ceder terreno; me estremecía, lanzaba miradas rápidas y furtivas por encima de los hombros, procuraba tranquilizarme apretando la culata del arma, aguzaba los oídos para sentir cómo se acercaba mi enemigo, en la esperanza de girar y hacer fuego antes de que me atravesara. Por esta cobardía me reprochaba severamente, al punto de agradecer que Stirron hubiera nacido antes que yo, puesto que evidentemente yo era inepto para heredar la septarquía. Me recordaba que ningún cazador había muerto así desde hacía tres años. Me preguntaba si era verosímil que muriera tan joven, durante mi primera cacería, cuando otros, como mi padre, cazaban desde hacía treinta temporadas y estaban indemnes. Quería saber por qué sentía ese miedo avasallador, cuando todos mis tutores habían procurado enseñarme que el yo es un vacío, y la inquietud por la propia persona un pecado de maldad. ¿Acaso mi padre no corría igual riesgo allá lejos, al otro lado de la llanura herida por el sol? Y ¿no arriesgaba él mucho más que yo siendo como era un septarca y nada menos que un septarca pnnapal, mientras que yo era sólo un muchacho? Así acorralé al miedo hasta expulsarlo de mi húmeda lanza, y examiné el cielo sin pensar en la lanza que podía apuntarme a la espalda, y en pocos minutos mi anterior inquietud me pareció un absurdo. Allí permanecería de pie durante días, si hacía falta, sin temor. De inmediato tuve la recompensa por este triunfo sobre mí mismo: en el brillante resplandor del cielo distinguí una oscura forma flotante, una muesca en el firmamento, y esta vez no era ilusión, ya que mis jóvenes ojos divisaron alas y punzón. ¿La veían los demás? ¿Me correspondía tratar de cazarla? Si la mataba yo, ¿me palmearía el septarca, llamándome su hijo preferido? Entre los demás cazadores, todo era silencio.

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