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Robert Silverberg: Tiempo de cambios

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Robert Silverberg Tiempo de cambios

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En Borthan, un planeta colonizado cientos de años atrás, la humanidad vive en paz, sin embargo el precio pagado parece demasiado elevado: nada es considerado más obsceno que el compartir los propios sentimientos con otro humano, y se ha prohibido el uso de la palabra “yo”. Kinnall Darival es un hombre que lo tiene todo en la vida para ser feliz. Solo una cosa le perturba: las convenciones sociales le impiden expresar sus sentimientos a la persona amada. Cuando conoce a Scxhweiz, un comerciante de la Tierra, este le ofrece una sustancia mágica capaz de derribar los muros entre las almas de los hombres. El sistema de valores de Darival se trastoca y experimenta cada vez más dudas que le conducirán a ser un proscrito entre los suyos y a provocar el dolor entre aquellos a los que ama.

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Mi espalda es ancha, y mi pecho amplio. En casi todas partes me crece un denso felpudo de pelo oscuro y áspero. Tengo brazos largos y manos grandes. Mis músculos están bien desarrollados y sobresalen bajo mi piel. Me muevo con soltura para mi tamaño, con ágil coordinación; me destaco en deportes, y siendo más joven arrojé la vara emplumada hasta el otro lado del Estadio Manneran, una proeza que nadie había logrado hasta aquel entonces.

En su mayoría, las mujeres me consideran atractivo; todas menos aquellas que prefieren un tipo de hombre más endeble y las que temen la fuerza, el tamaño y la virilidad. Seguramente el poder político que antes poseí me ayudó a llevar a mi lecho muchas compañeras, pero no hay duda de que las atraje tanto por el aspecto de mi cuerpo como por alguna otra cosa más sutil. La mayoría quedó decepcionada conmigo. Músculos abultados y piel hirsuta no hacen un amante experto, ni un miembro genital voluminoso como el mío es garantía alguna de éxtasis. No soy ningún campeón de la cópula. Ya ves no te oculto nada. Hay en mí cierta impaciencia constitucional que sólo se expresa exteriormente durante el acto carnal; cuando penetro en una mujer me veo velozmente arrastrado, y pocas veces puedo mantener la proeza hasta que llega el placer de ella. A nadie, ni siquiera a un drenador, he confesado antes esta deficiencia, ni preví jamás que lo haría. Pero muchas mujeres de Borthan se han enterado de esta gran falla mía del modo más inmediato posible, en su propio perjuicio, y sin duda algunas de ellas, rencorosas, han hecho circular la noticia para disfrutar de una broma mezquina a expensas mías. Por eso lo hago constar aquí, en aras de la perspectiva. No quisiera que pienses en mí como un gigante hirsuto y potente, sin que también sepas con qué frecuencia mi carne ha traicionado mis deseos. Quizá esta deficiencia mía haya sido una de las fuerzas que moldeó mis destinos hacia este día en las Tierras Bajas Abrasadas, y tú debes conocerla.

5

Mi padre era septarca hereditario de la provincia de Salla en nuestra costa oriental. Mi madre era la hija de un septarca de Glin; él la conoció en una misión diplomática, y según se dijo, el acoplamiento de ambos quedó determinado desde el momento en que se miraron. El primer hijo que les nació fue mi hermano Stirron, ahora septarca de Salla en el sitio de nuestro padre. Yo le seguí dos años más tarde, después de mí hubo tres más, todas niñas. Dos de éstas viven todavía. Mi hermana menor fue muerta por invasores de Glin, hace veinte lunas.

Conocí poco a mi padre. En Borthan, cada cual es un desconocido para cada cual, pero habitualmente uno está menos alejado de su padre que de los demás; no así en el caso del anciano septarca. Entre nosotros se alzaba un muro impenetrable de formalidad. Al hablar con él utilizábamos las mismas fórmulas de respeto que otros súbditos empleaban. Sus sonrisas eran tan infrecuentes que creo poder recordar cada una de ellas. Una vez, y esto fue inolvidable, me alzó a su lado en su tosco trono de madera negra, me dejó tocar el viejo almohadón amarillo y me llamó por mi nombre infantil; fue el día en que murió mi madre. Por lo demás, me ignoraba. Yo lo temía y lo amaba, y me agazapaba temblando detrás de las columnas de la corte, mirando cómo impartía justicia, pensando que si me veía allí me haría destruir, y sin embargo incapaz de privarme del espectáculo de mi padre en su majestuosidad.

Extrañamente, era un hombre de cuerpo delgado y modesta estatura, a quien mi hermano y yo sobrepasábamos ya siendo muchachos. Pero en él había una terrible fuerza de voluntad que lo conducía a superar todos los obstáculos. Una vez, siendo yo niño, llegó a la septarquía cierto embajador, un hombre del oeste, corpulento y ennegrecido por el sol, que en mi memoria parece tan grande como la montaña Kongoroi; probablemente fuera alto y ancho como yo lo soy ahora. Durante el banquete, este embajador tragó demasiado vino azul, y dijo ante mi padre, sus cortesanos y su familia:

—Uno quisiera mostrar su fuerza a los hombres de Salla, a quienes quizá pueda enseñar algo de lucha cuerpo a cuerpo.

—Aquí hay uno a quien quizá no haya que enseñar nada — replicó mi padre con súbita furia.

—Que se presente — dijo el enorme extranjero, levantándose y quitándose la capa.

Pero mi padre, sonriendo — y al ver esa sonrisa sus cortesanos temblaron —, dijo al jactancioso visitante que no sería justo hacerle competir mientras el vino le nublaba la mente, lo cual, por supuesto, enfureció al embajador de manera indecible. Los músicos intervinieron para aliviar la tensión, pero la cólera de nuestro visitante no disminuyó, y al cabo de una hora, cuando se le hubo disipado un poco la borrachera, insistió de nuevo en conocer al paladín de mi padre. Ningún hombre de Salla sería capaz de resistir su fuerza, decía nuestro huésped.

Entonces el septarca dijo:

—Yo, yo mismo pelearé contigo.

Esa noche, mi hermano y yo estábamos sentados en el extremo opuesto de la larga mesa, entre las mujeres. Desde el trono llegó la brutal palabra «yo», en la voz de mi padre, y un instante más tarde, «yo mismo». Éstas eran obscenidades que Stirron y yo habíamos susurrado con frecuencia, entre risas contenidas, en la oscuridad de nuestro dormitorio, pero nunca habíamos imaginado oírlas lanzadas por los propios labios del septarca en la sala de banquetes. Escandalizados, reaccionamos de modo diferente; Stirron se sacudió convulsivamente y volcó su copa; yo solté una aguda risita de turbación y deleite sólo contenida a medias, que me valió un instantáneo bofetón de una camarera. Mi risa no era más que la máscara de mi horror interior. Apenas podía creer que mi padre supiera estas palabras, y mucho menos que las dijera en esa augusta compañía. «Yo, yo mismo pelearé contigo.» Y mientras me mareaban aún las reverberaciones de las formas prohibidas de hablar, mi padre se adelantó velozmente, dejando caer su capa se enfrentó con el corpulento embajador, y se trabó en lucha con él, y lo sujetó por un codo y una cadera en una diestra llave sallana, y lo hizo rodar casi de inmediato sobre el pulido suelo de piedra gris. El embajador lanzó un grito terrible, porque una pierna le salía extrañamente de la cadera, en un ángulo aterrador, y dolorido y humillado golpeó el suelo una y otra vez con la palma de la mano. Tal vez ahora la diplomacia se practique de modos más refinados en el palacio de mi hermano Stirron.

El septarca murió cuando yo tenía doce años y empezaba a sentir la primera arremetida de mi virilidad. Yo estaba a su lado cuando le llegó la muerte. Para eludir la época de las lluvias en Salla, solía ir todos los años a cazar el ave-punzón en las Tierras Bajas Abrasadas, en este mismo distrito donde ahora me oculto y espero. Nunca había ido con él, pero en esa ocasión se me permitió acompañar a la partida de caza, porque ya era un joven príncipe y debía aprender las destrezas correspondientes a mi clase. Stirron, que como futuro septarca tenía que dominar otras habilidades, quedó como regente, en ausencia de nuestro padre de la capital. Bajo un cielo lúgubre y pesado, cargado con nubes de lluvia, la expedición de unos veinte terramóviles salió de la Ciudad de Salla rumbo al oeste, cruzando la campiña, empapada, chata, de invernal desnudez. Ese año las lluvias fueron implacables; desgastaron la valiosa y delgada capa fértil de tierra y dejaron al aire los pétreos huesos de nuestra provincia. En todas partes los agricultores reparaban sus diques, pero en vano; yo veía correr los henchidos ríos, a los que la perdida riqueza de Salla coloreaba de un pardo amarillento, y casi lloré al ver que un tesoro tan grande era arrastrado al mar. Cuando nos internamos en Salla Occidental, el angosto camino empezó a trepar por las laderas de la cordillera de Huishtor, y pronto estuvimos en un territorio más seco y más frío. donde los cielos daban nieve y no lluvia, y los árboles eran meros manojos de varas sobre la deslumbrante blancura. Subimos penetrando en las Huishtor, siguiendo el camino a Kongoroi. A nuestro paso, los lugareños salían a entonar bienvenidas al septarca. Ahora las desnudas montañas se alzaban como dientes purpúreos desgarrando el cielo gris, y hasta en nuestros terramóviles herméticamente cerrados temblábamos, aunque la belleza de aquel tempestuoso lugar me distraía de mis incomodidades. Grandes escudos chatos de piedra leonada, con estrías, flanqueaban el escarpado camino, y apenas si había tierra, ni crecían árboles o arbustos, salvo en sitios protegidos. Mirábamos atrás y veíamos allá abajo toda Salla, como su propio mapa, la blancura de los distritos occidentales, el oscuro racimo de la populosa costa oriental, todo reducido, irreal. Nunca había estado antes tan lejos de mi casa. Aunque ahora nos habíamos internado en las tierras altas, como a mitad de camino entre el mar y el cielo, aún teníamos por delante los picos interiores de las Huishtor, que para mis ojos formaban una ininterrumpida muralla de piedra que abarcaba el continente de norte a sur. Las nevadas cimas sobresalían escabrosas sobre aquel continuo parapeto elevado de roca desnuda: ¿debíamos pasar por encima, o habría algún camino para atravesarlas? Conocía la Puerta de Salla, y nuestra ruta iba en esa dirección, pero de algún modo la puerta me parecía puro mito en ese momento.

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