—Tengo la esposa más bendecible que se pueda imaginar.
—¿Hijos?
—Un chico y una chica. Tendremos una segunda chica el año próximo.
—¿Amigos?
—Suficientes —dice Siegmund—. Y, sin embargo, hay este sentimiento de descomposición. Algunas veces toda mi piel hormiguea. Como si fragmentos de desintegración surgieran a través de todo el edificio y vinieran a pegarse a mí. Un gran desasosiego. ¿Qué me está ocurriendo?
—Algunas veces —dice el santificador—, aquellos que como nosotros viven en las monadas urbanas experimentan lo que se llama crisis de confinamiento espiritual. Los límites de nuestro mundo, es decir de nuestro edificio, se hacen demasiado reducidos. Nuestros recursos internos empiezan a parecer inadecuados. Nos sentimos dolorosamente frustrados en nuestras relaciones con aquellos a quienes hasta ahora habíamos querido y admirado. El resultado de algunas de estas crisis es a veces violento: de ahí el fenómeno neuro. Otros prefieren abandonar la monurb y buscar una nueva vida en las comunas, lo cual por supuesto es otra forma de suicidio, ya que somos incapaces de adaptarnos a tan duro medio ambiente. Bueno, en cuanto a los otros que no enloquecen ni se separan físicamente de la monurb, ocasionalmente emprenden lo que yo llamaría una migración interna, sumergiéndose en sus propias almas, considerando desde todos los ángulos como una violación de su propio espacio físico cualquier otra realidad externa. ¿Tiene esto algún significado para ti? —Como sea que Siegmund asiente dubitativamente, el santificador sigue hablando con suavidad—: Entre los líderes de este edificio, la clase ejecutiva, aquellos que han sido llamados a servir a sus semejantes a través de la bendecida tarea de conducirlos, este proceso es particularmente doloroso, llegando incluso a provocar un colapso de valores y una ausencia total de motivación. Pero es algo que puede ser curado fácilmente.
—¿Fácilmente?
—Te lo aseguro.
—¿Curado? ¿Cómo?
—Lo haremos inmediatamente, y podrás salir de aquí sano y liberado, Siegmund. El camino de la curación viene a través de dios, ¿sabes?, de dios considerado como la fuerza integradora que hace un todo del entero universo. Y yo voy a mostrarte a dios.
—Va a mostrarme a dios —repite Siegmund, sin comprender.
—Sí. Sí. —El santificador, agitándose a su alrededor, oscurece la capilla, apagando las luces y conectando los opacificadores. Del suelo surge una silla en forma de copa donde se sienta Siegmund, recostado. Desde su posición, mira hacia arriba. El techo de la capilla, descubre, es una simple gran pantalla. En la vítrea pantalla de color verdoso aparece una imagen del cielo. Hay tantas estrellas como granos de arena. Un trillón de puntos de luz. La música surge de ocultos altavoces: los entremezclados sonidos de un grupo cósmico. Distingue los mágicos sonidos de un vibrastar, las oscuras resonancias de un arpa cometaria, las salvajes acometidas de un buceador orbital. Luego todo el grupo tocando a la vez. Quizá Dillon Chrimes sea uno de ellos. Su amigo de aquella deprimente noche. Sobre las profundidades del cielo Siegmund ve ahora el brillo anaranjado de el destello nacarado de Júpiter. ¿Así, pues, dios es un espectáculo de luz acompañado por un grupo cósmico? Qué trivial. Qué vacío.
El santificador, hablando por sobre la música, dice:
—Lo que ves es una transmisión directa desde la planta mil. Es el cielo sobre nuestra monurb en este mismo instante. Sumérgete en el cono negro de la noche. Acepta la fría luz de las estrellas. Ábrete a la inmensidad. Lo que estás viendo es dios. Lo que estás viendo es dios.
—¿Dónde?
—Por todas partes. Inmanente y eterno.
—No puedo verlo.
La música suena más alto. Siegmund se halla ahora encerrado en una jaula de denso sonido. La escena astronómica aumenta de intensidad. El santificador dirige la atención de Siegmund hacia aquel grupo de estrellas y hacia aquel otro, urgiéndole a sumergirse en la galaxia. La monurb no es el universo, murmura. Más allá de estas brillantes paredes se halla esta inmensa grandiosidad, y esto es dios. Que él pueda arrastrarte consigo y curarte. Entrégate. Entrégate. Entrégate. Pero Siegmund no quiere entregarse. Pregunta si el santificador no obtendría mejores efectos suministrándole algún tipo de droga, un multiplexer o algo parecido que hiciera más fácil el poder abrirse al universo. Pero el santificador se burla de la idea. Uno puede alcanzar a dios sin ayuda química. Simplemente por el éxtasis. La contemplación. La inmersión en el infinito. La búsqueda de esquemas divinos. Medita en las fuerzas en equilibrio, las bellezas de la mecánica celeste. Dios está dentro y fuera de nosotros. Entrégate. Entrégate. Entrégate.
—Sigo sin sentirlo —dice Siegmund—. Estoy encerrado dentro de mi propia cabeza.
Una nota de impaciencia penetra en el tono del santificador. ¿Qué es lo que no funciona contigo?, parece estar diciendo. ¿Por qué no puedes? Es una perfectamente buena experiencia religiosa. Pero contigo no funciona. Al cabo de media hora Siegmund se levanta, agitando la cabeza. Sus ojos le duelen a fuerza de mirar las estrellas. Es incapaz de dar el místico salto. Autoriza una transferencia de crédito a la cuenta del santificador, le da las gracias, y sale de la capilla. Quizá dios estaba hoy en otro lado.
El alivio del consultor. Un terapeuta totalmente secular, que basa su trabajo en los ajustes metabólicos. Siegmund siente aprensión ante la idea de ir a verle; siempre ha mirado como a alguien anormal a todos aquellos que acudían al consultor, y le duele tener que unirse a este grupo. Pero debe poner fin a su agitación interior. Y Mamelón insiste. El consultor al que visita es sorprendentemente joven, quizá treinta y tres años, con un rostro comprimido, cortante y fruncido, y ojos sin asomo de generosidad. Conoce la naturaleza de los males de Siegmund casi antes de que éste se los describa.
—Y cuando se encontró usted en aquella fiesta en Louisville — pregunta—, ¿qué efecto le causó saber que sus ídolos no eran exactamente lo que usted creía?
—Me vació —dice Siegmund—. Mis ideales, mi escala de valores, mis reglas de vida. Todo dejó de parecerme válido. Nunca hubiera imaginado que fuesen así. Creo que fue entonces cuando empezaron los problemas.
—No —dice el consultor—, fue entonces cuando emergieron a la superficie. Existían ya antes. En usted, enterrados, esperando a que algo los empujara afuera.—¿Cómo puedo aprender a luchar contra ellos? —No puede. Ha de someterse a una terapia. Le enviaré a los ingenieros morales. Un ajuste a la realidad le servirá.
Tiene miedo de ser cambiado. Le meterán en un tanque y le dejarán flotar durante días o semanas, mientras enturbian su mente con sus misteriosas substancias y le susurraran cosas y masajean su dolorido cuerpo y alteran las fijaciones de su cerebro. Y cuando salga estará curado y se sentirá equilibrado y será diferente. Otra persona. Su identidad como Siegmund habrá desaparecido junto con su angustia. Recuerda a Áurea Holston, cuyo número había salido en el sorteo para poblar la nueva Monurb 158 y que no quería ir, y el modo como fue persuadida por los ingenieros morales de que no era malo abandonar su monurb natal. Y cómo había salido del tanque, dócil y plácida, un vegetal en lugar de una neurótica. No lo harán conmigo, piensa Siegmund.
Esto marcará también el fin de su carrera. Louisville no acepta a los hombres que han sufrido crisis. Encontrarán algún puesto subalterno para él en Boston o Seattle, algún trabajo administrativo menor, y le olvidarán. Un joven que prometía tanto. Varios informes de ajustes a la realidad le llegan cada semana a Monroe Stevis. Stevis se lo dirá a Shawke y a Freehouse. ¿Habéis oído lo del pobre Siegmund? Dos semanas en el tanque. Una especie de depresión nerviosa. Sí, triste. Muy triste. Hay que apartarlo, por supuesto.
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