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Robert Silverberg: El mundo interior

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Robert Silverberg El mundo interior

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Este es el año 2381, y esta es la Mónada Urbana 116: 885.000 seres humanos viven alojados en las mil plantas de esta gigantesca torre, una obra maestra de ingeniería de la nueva humanidad. En este mundo interior nadie siente deseos de abandonar existe la perfecta felicidad: se desconocen las inhibiciones, los traumas y las frustraciones: el equilibrio emocional es mantenido a toda costa; los descontentos son enfermos... Y la Mónada Urbana 116 es tan solo una de las cincuenta y una torres que forman la constelación Chipitts, la cual a la vez, es tan solo una de las muchas constelaciones semejantes que hay por toda la Tierra. Un planeta que ha conseguido eliminar las guerras y albergar a setenta mil millones de habitantes en su pequeña superficie. Sin embargo, no siempre resulta tolerable la vida fácil, planificada... Nominado para el premio Hugo en 1972.

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Este acceso de autocomplaciencia le da nuevas fuerzas para reemprender su camino a través de los infinitos campos de la comuna con renovado vigor. Pero las monurbs parecen estar siempre a la misma distancia. Un efecto de la perspectiva. Sus cansados ojos. ¿Y se está dirigiendo realmente, piensa, hacia la 116? Sería una buena jugada de su sentido de la orientación penetrar en la constelación urbana a la altura de la 140 o 145 o algo así. Si, se dice a sí mismo, se está moviendo en ángulo en relación con su verdadero camino, la divergencia, por pequeña que sea, puede ser inmensa al final de su marcha, dejándole ante una espantosamente larga hipotenusa que recorrer. No tiene forma de saber cuál de las monurbs que tiene ante él es la suya propia. Simplemente tiene que seguir adelante.

La luna se esfuma. Las estrellas palidecen. El alba está próxima.

Ha alcanzado la zona de tierras no cultivadas que separan el borde de la comuna de la constelación Chipitts. Sus piernas arden, pero se fuerza a sí mismo a continuar. Está ya tan cerca de los edificios que éstos parecen flotar, sin base que los sustente, en el aire. Los cuidados jardines están a la vista. Los robots jardineros realizan serenamente sus tareas. Los capullos se abren a la primera luz del día. La suave brisa matutina está cargada de perfumes. El hogar. El hogar. Stacion. Micaela. Descansar un poco antes de acudir a la entrecara. Buscar una excusa plausible.

¿Cuál es la Monurb 116?

Las torres no llevan números. Los que viven en su interior saben muy bien dónde viven. Medio tambaleándose, Michael se acerca al edificio más próximo. Sus fachadas están iluminadas por la radiante luz del amanecer. Mira hacia arriba, a lo largo de mil pisos. La delicadeza, la complejidad de sus miríadas de diminutas estancias. Bajo sus pies yacen las misteriosas raíces, los generadores de energía, las enormes plantas de procesado, las recónditas computadoras, todas las ocultas maravillas que mantienen con vida a la monurb. Y sobre ellas, irguiéndose como el tallo de una inmensa planta, está la maravillosamente intricada monurb. Con sus centenares de miles de vidas entrelazadas, artistas e intelectuales, músicos y escultores, soldadores y conserjes. Sus ojos están húmedos. El hogar. El hogar. ¿Pero es esto? Avanza hacia la compuerta. Levanta su muñeca, mostrando el pase de salida. La computadora está autorizada a admitirle bajo su demanda.

—¡Si esta es la Monurb 116 —dice—, abre! Soy Michael Statler. — No ocurre nada. Los identificadores lo escrutan, pero todo sigue cerrado—. ¿Qué edificio es éste? —pregunta. Silencio—. ¡Vamos — exclama—, dime dónde estoy!—Ésta es la Monada Urbana 123 de la constelación Chipitts —dice la voz de un invisible amplificador.

¡123! ¡Tantos kilómetros aún hasta su hogar!

Pero no tiene otra alternativa que continuar. Ahora el sol está por encima del horizonte, y está pasando rápidamente del rojo al dorado. Si esto es el este, entonces ¿dónde está la Monurb 116? Intenta calcular con su entumecida mente. Debe ir hacia el este. ¿Sí? ¿No? Avanza fatigosamente a través de la interminable serie de jardines que separan la 123 de su vecina del este, e interroga al altavoz de la compuerta. Sí: está es la Monurb 122. Prosigue. Los edificios están situados formando diagonales, a fin de que no se hagan sombra mutuamente, y él avanza hacia el centro de la constelación, llevando cuidadosamene la cuenta, mientras el sol asciende en el cielo y derrama su calor sobre él. Se siente mareado por el hambre y el cansancio. ¿Es ésta la 116? No, debe haberse equivocado en su cuenta; permanece cerrada para él. ¿Ésta, entonces?

Sí. La compuerta se abre silenciosamente cuando él muestra su pase. Michael se encarama a su interior. Aguarda a que la puerta se cierra tras él. Ahora debe abrirse la interior. Aguarda. ¿Y bien?

—¿Por qué no te abres? —pregunta—. Aquí. Aquí. Identifica esto —muestra en alto su pase. Quizá se trate de algún proceso de descontaminación previa. Nunca se sabe lo que uno puede traer del exterior. Y finalmente la puerta se abre.

Luces en sus ojos. Un brillo cegador.

—Quédese donde está. No intente cruzar la puerta de entrada —la fría voz metálica le inmoviliza. Parpadeando, Michael avanza medio paso, entonces se da cuenta de su imprudencia y se detiene. Una nube de olor dulzón le rodea. Le están rociando con algo. Un producto que se fija rápidamente, formando sobre su cuerpo una película de seguridad. Las luces descienden de intensidad. Hay unas siluetas bloqueando su paso: cuatro, cinco. Policías.

—¿Michael Statler? —pregunta uno de ellos.

—Tengo un pase —dice Michael, inseguro—. Todo está en regla. Puede usted verificarlo. Yo…

—Está usted arrestado. Alteración del programa, salida ilegal del edificio, manifestación indeseable de tendencias antisociales. Tenemos órdenes de inmovilizarle inmediatamente después de su regreso al edificio. Llevarle con nosotros. Asegurarnos de que la sentencia se cumpla.

—Espere un minuto. Tengo derecho a apelar, ¿no? Solicito ver…

—Su caso ya ha sido considerado y transmitido a nosotros para las disposiciones finales —hay una nota de inexorabilidad en el tono del policía. Ahora están a su lado. No puede moverse. Se halla aprisionado bajo la película que se solidifica progresivamente. Y los microorganismos alienígenas que lleva consigo se hallan aislados con él. ¿Hacia la tolva? No. No. Por favor. ¿Pero qué otra cosa podía esperar? ¿Qué otra salida para él? ¿Creía que podía engañar a la monurb? ¿Puede uno repudiar toda una civilización y esperar reintegrarse tranquilamente a ella cuando lo desee? Ahora le están colocando en una especie de volquete. Empieza a ver las cosas borrosas a través de la película—. Bueno, no queda más que grabar todo el procedimiento, muchachos. Llevémosle junto a los identificadores. Así. Ya está.

—¿Puedo ver a mi esposa al menos? ¿A mi hermana? Creo que no hay ningún mal en que les hable por última vez…

—Amenazas a la armonía y estabilidad, peligrosas tendencias antisociales, extracción inmediata del medio ambiente a fin de prevenir la posible extensión de sus esquemas regresivos —como si llevara consigo una infección de rebeldía. Ha visto estas cosas antes: el juicio sumarísimo, la ejecución instantánea. Y nunca lo ha imaginado.

Micaela. Stacion. Artha.

Ahora la película se ha endurecido por completo. No puede ver nada a su través.

—Escúcheme —dice—, sea lo que sea lo que me ocurra, quiero que sepan que he estado allí fuera. He visto el sol y la luna y las estrellas. No era Jerusalén, no era el Taj Mahal, pero era algo. Ustedes nunca lo han visto. Ni lo verán jamás. Las posibilidades de afuera. La perspectiva de expandir el alma. ¿Qué pueden comprender ustedes de todo esto?

Oye apagados ruidos al otro lado de la membrana lechosa que lo contiene. Le están leyendo los artículos más importantes del código legal. Explicándole cómo ha traicionado la estructura de la sociedad. La necesidad de erradicar la fuente del peligro. Las palabras se funden y se mezclan hasta convertirse en ininteligibles. El volquete vuelve a ponerse en marcha.

Micaela. Stacion. Artha.

Os quiero.

—Adelante, abrid la tolva —claramente, inconfundiblemente, sin ambigüedades.

Oye el rumor de la marea. Siente el sonido de las olas estallando contra los brillantes granos de arena. Nota el gusto del agua salada. El sol está alto; el cielo es luminosamente claro, de un azul purísimo. No siente remordimientos. Le hubiera sido imposible abandonar de nuevo el edificio; si me hubieran dejado seguir viviendo, hubiera sido únicamente ba-jo las condiciones de constante vigilancia. Los miles de millones de ojos de la monurb espiándole. Todo el resto de su vida colgando en la entrecara. ¿Para qué? Esto es lo mejor. Haber vivido un poco, aunque haya sido sólo un poco. Haber visto. La danza, la hoguera, el olor de las cosas creciendo. Y ahora se siente tan cansado, desde todos los ángulos. De nuevo empujan el volquete. Hacia dentro, y luego hacia abajo. Adiós. Adiós. Desciende serenamente. Mentalmente ve las verdeantes escarpaduras de Capri, el muchacho, la cabra, la botella de fresco y dorado vino. Bruma y delfines, púas y guijarros. ¡Dios bendiga! Se ríe en el interior de su capullo. Yendo hacia abajo. Adiós. Micaela. Stacion. Artha. Una última visión del edificio llega hasta él, sus 885.000 personas moviéndose pálidas a través de los atestados corredores, flotando hacia arriba y hacia abajo en los ascensores y descensores, apretujándose en los centros sónicos y en los Centros de Realización Somática, enviando miríadas de mensajes a lo largo de los circuitos de comunicación, pidiendo sus comidas, hablando con los demás, haciendo reservas, negociando. Procreando. Creciendo y multiplicándose. Centenares de miles de personas en entrecruzadas órbitas, cada una de ellas describiendo su minúscula trayectoria en el interior de la gigantesca torre. Qué hermoso es este mundo y todo lo que contiene. Las monurbs al amanecer. Los campos de cultivos. Adiós.

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