Robert Silverberg - El mundo interior

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Este es el año 2381, y esta es la Mónada Urbana 116: 885.000 seres humanos viven alojados en las mil plantas de esta gigantesca torre, una obra maestra de ingeniería de la nueva humanidad. En este mundo interior nadie siente deseos de abandonar existe la perfecta felicidad: se desconocen las inhibiciones, los traumas y las frustraciones: el equilibrio emocional es mantenido a toda costa; los descontentos son enfermos... Y la Mónada Urbana 116 es tan solo una de las cincuenta y una torres que forman la constelación Chipitts, la cual a la vez, es tan solo una de las muchas constelaciones semejantes que hay por toda la Tierra. Un planeta que ha conseguido eliminar las guerras y albergar a setenta mil millones de habitantes en su pequeña superficie. Sin embargo, no siempre resulta tolerable la vida fácil, planificada...
Nominado para el premio Hugo en 1972.

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—Artha —suplica—, no me rechaces. Es una locura. Si solamente…

—¡Animal!

—Déjame mostrarte lo mucho que te amo…

—¡Lunático!

La rodilla de ella asciende repentinamente por entre sus piernas. El hace una finta, intentando evitar el golpe, pero sólo lo consigue en parte. No se trata de un juego. Si realmente desea tomarla, tendrá que vencer su resistencia. Inmovilizarla. ¿Tomar a una mujer inconsciente? No. No. No ha llevado bien las cosas. Se siente invadido por la tristeza. Su deseo le abandona repentinamente. Gira sobre sí mismo, soltándola, y queda de rodillas junto a la ventana, mirando al suelo, la respiración entrecortada. Anda, ve a decirles a los viejos lo que he intentado hacer. Ofréceme a tus dioses. Desnuda, de pie frente a él, el rostro ceñudo, ella recoge su ropa. Su respiración es jadeante.

—En una monurb —dice él—, cuando alguien inicia avances sexuales, es considerado como algo altamente impropio el rehusársele —su voz tiembla de vergüenza—. Me sentía atraído hacia usted, Artha. Pensé que usted también se sentía atraída por mí mismo. La sola idea de que alguien pudiera rehusárseme… No podía llegar a comprender…

—¡Qué clase de animales son ustedes!

Él es incapaz de sostener su mirada.

—En nuestro contexto, tiene sentido. No podemos tolerar situaciones explosivamente frustrantes. No hay lugar para los conflictos en una monurb. Pero aquí… aquí es diferente, ¿no?

—Mucho.

—¿Podrá perdonarme?

—Aquí nos unimos solamente con aquellos a quienes amamos realmente —dice ella—. No nos abrimos a cualquiera que nos lo pida. No es algo sencillo. Hay rituales de aproximación. Hay que emplear intermediarios. Es muy complicado. ¿Pero cómo podía saber usted todo esto?—Exacto. ¿Cómo podía saberlo?

La voz de ella vibra de irritación y exasperación.

—¡Nos estábamos comprendiendo tan bien! ¿Por qué ha tenido que tocarme?

—Usted misma lo ha dicho. No lo sabía. No lo sabía. Estábamos los dos juntos… me sentía atraído hacia usted… era lo más natural para mí que…

—Y era también natural para usted violarme cuando me he resistido.

—Me he detenido a tiempo, ¿no?

Una amarga sonrisa.

—Es una forma de hablar. Si usted llama a eso detenerse. Si usted llama a eso a tiempo.

—Es difícil para mí comprender su resistencia, Artha. Creía que estaba jugando su juego conmigo. Al principio no he creído que estuviera rechazándome. —Mira de nuevo hacia ella. Sus ojos la contemplan con una mirada a la vez despectiva y triste—. Ha sido un malentendido, Artha. ¿No podemos volver media hora atrás? ¿Intentar como si nada hubiera ocurrido?

—Siempre recordaré sus manos sobre mi cuerpo. Siempre recordaré sus manos desnudándome.

—No sea rencorosa. Intente verlo todo bajo mi punto de vista. El abismo cultural que existe entre los dos. La diferente apreciación de las cosas. Yo…

Ella agita lentamente la cabeza. No hay esperanza de que olvide.

—Artha…

Ella sale. Él se queda solo, sentado en el polvo. Una hora más tarde le traen la cena. Llega la noche; como sin prestarle atención a la comida, rumiando su amargura. Atormentado por la vergüenza. Y, sin embargo, insiste en que no es totalmente culpa suya. El choque de dos culturas irreconciliables. Era algo tan natural para él. Era tan natural. Y la melancolía. Estaban tan próximos el uno del otro antes de que todo aquello ocurriera. Tan cercanos.

Unas horas después de la puesta del sol se inicia la construcción de una nueva hoguera en la plaza. Observa torvamente aquella actividad. Así pues, ella ha ido a los viejos del poblado y les ha contado su ataque. Un ultraje; la consuelan y le prometen venganza. Ahora seguramente le sacrificarán a su dios. Su última noche de vida. Toda la agitación de su existencia convergiendo en aquel día. Nadie le preguntará por su último deseo. Morirá miserablemente, con su cuerpo sucio. Lejos del hogar. Tan joven. Vibrando con deseos insatisfechos. No haber visto nunca el mar.

¿Y qué está ocurriendo ahora? Una máquina agrícola se acerca al fuego, un gigante, nueve metros de altura, con ocho largos y articulados brazos, seis piernas con varios codos, una enorme boca. Algún tipo de recolectora tal vez. Su metálica piel de color marrón pulido refleja las oscilaciones de los rojos dedos del fuego. Como un poderoso ídolo. Moloch-Baal. Ve su propio cuerpo elevado entre aquellos grandes brazos. Su cabeza acercándose a la metálica boca. Los aldeanos cabrioleando a su alrededor en un frenético ritmo. La gruesa y maltratada Mucha cantando estáticamente mientras él es sumergido en la horrenda abertura. La glacial Artha regocijándose de su triunfo. Su pureza recuperada con el sacrificio. Los sacerdotes salmodiando. No, por favor. No. Pero quizá esté equivocado. La noche anterior, durante el rito de esterilidad, había creído que estaban castigando a la mujer encinta. Y, en cambio, era la que recibía el mayor honor. ¡Pero qué malévola se ve esa máquina! ¡Qué asesina!

La plaza está ahora llena de gente. Es un gran acontecimiento.

Escucha, Artha, todo ha sido tan sólo un malentendido. Creía que tú me deseabas, y estaba actuando en el contexto de las costumbres de mi sociedad, ¿puedes entenderlo? El sexo no es una cosa complicada entre nosotros. Es como intercambiar sonrisas. Un ligero toque de las manos. Cuándo dos personas están juntas y existe una atracción, hacen el amor, ¿por qué no? Realmente, yo tan sólo quería proporcionarte algo de placer. Nos estábamos comprendiendo tan bien. Realmente.

El sonido de tambores. Los atrozmente chillones gañidos de los desentonados instrumentos de viento. La danza orgiástica está empezando. ¡Dios bendiga, quiero vivir! Aparecen sacerdotes y sacerdotisas con sus máscaras de pesadilla. No hay la menor duda, la rutina acostumbrada. Y yo soy el plato fuerte esta noche.

Pasa una hora, y otra, y la escena en la plaza es cada vez más frenética, pero nadie viene a buscarle. ¿Se habrá equivocado de nuevo? ¿Le concierne el ritual de esta noche tan poco como el de la noche anterior?

Un ruido en su puerta. Oye girar la cerradura. La puerta se abre. Los sacerdotes vienen a por él. Así pues, el fin está cerca. Se anima a sí mismo, deseándose un fin indoloro. Morir por razones metafóricas, convertirse en un lazo místico entre la comuna y la monurb… le suena como algo improbable e irreal. Pero no puede dejar de creer un poco en ello. Artha entra en la celda.

Cierra apresuradamente la puerta y apoya la espalda contra ella. Lo único que ilumina la estancia es la vacilante luz de las llamas entrando a través de la ventana; puede ver su rostro tenso y decidido, su cuerpo rígido. Esta vez lleva un arma. No quiere dejarle ninguna oportunidad.

—¡Artha! Yo…

—Quieto. Si quiere seguir viviendo, baje la voz.

—¿Qué está ocurriendo fuera?

—Preparan al dios de las cosechas.

—¿Para mí?

—Para usted.

—Les ha dicho que he intentado… violarla, supongo. Y éste es mi castigo. Muy bien. Muy bien. No es justo, pero, ¿qué otra cosa puedo esperar?

—No les he dicho nada —murmura ella—. Ha sido su decisión. La han tomado al ponerse el sol. No ha tenido nada que ver conmigo.

Parece sincera. Se sorprende.

Ella continúa:

—Van a conducirle hasta el dios a medianoche. Ahora están rogando para que le reciba. Es una larga plegaria —pasa cuidadosamente a su lado, como temiendo que se eche de nuevo sobre ella, y mira a través de la ventana. Asiente ensimismada con la cabeza. Se gira—. Muy bien. Nadie se dará cuenta. Venga conmigo, y no haga el menor ruido. Si soy descubierta con usted, tendré que matarle y decir que estaba intentando escapar. De otro modo me matarán a mí también. Vamos. Vamos.

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