—Bastante buenas —repite él lúgubremente—. Maravilloso. —El distante mar. El ceniciento cono del Vesubio. Jerusalén. El Taj Mahal. Tan lejanos ahora como las estrellas. El mar. El mar. Aquella hedionda celda. Se ahoga en desesperación. Artha intenta animarle. Se acuclilla junto a él en el sucio suelo. Sus ojos son cálidos, afectuosos. Su primitiva brusquedad militar ha desaparecido. Manifiesta afecto hacia él. Como si deseara conocerle mejor, ahora que ha superado la barrera de las diferencias culturales que al principio habían hecho de él un extraño. Y lo mismo ocurre con él en relación a ella. Los obstáculos se van consumiendo. El mundo de ella no es el de él, pero Michael cree que puede aceptar algunas de sus poco familiares premisas. Intentar un acercamiento. Él es un hombre, ella una mujer, ¿no? Esto es lo fundamental. Todo lo demás es fachada. Pero a medida que ella habla, él se hunde cada vez más en una nueva convicción de lo distintos que son ambos, ella de él, él de ella. Le pregunta acerca de ella y ella le dice que no está casada. Sorprendido, él le explica que no hay gente no casada en las monurbs una vez superada la edad de doce o trece años. Ella le dice que ella tiene treinta y uno. ¿Cómo alguien tan atractivo no se ha casado nunca?
—Tenemos suficientes mujeres casadas aquí —responde ella—. No tengo ninguna razón para casarme.
¿Pero ella no quiere tener niños? No, en absoluto. La comuna tiene asignado un número determinado de madres. Ella tiene otras responsabilidades a que dedicarse. ¿Cuáles? Ella le explica que forma parte del equipo que mantiene las relaciones comerciales con las monurbs. Es por eso por lo que habla su lengua tan bien; mantiene frecuentes relaciones con las monurbs, discutiendo los intercambios de sus productos con objetos manufacturados, transmitiendo las peticiones de piezas de recambio para la maquinaria de la comuna e información técnica para los especialistas del poblado, y cosas así.
—Puede que ocasionalmente yo haya conectado alguna de sus llamadas —dice él—. Algunas de las conexiones que superviso corresponden al nivel de aprovisionamiento. Si algún día vuelvo a casa, la escucharé, Artha. —La sonrisa de ella es deslumbrante. Empieza a sospechar que el amor está floreciendo en aquella celda.
Ella le hace preguntas acerca de la monurb.
No ha penetrado nunca en ninguna de ellas; todos los contactos con las monadas urbanas se realizan a través de los canales de comunicación. Es evidente que siente una enorme curiosidad. Quiere que él le describa los apartamentos residenciales, los sistemas de transporte, los ascensores y descensores, las escuelas, las diversiones. ¿Quién prepara la comida? ¿Quién decide qué profesión elegirán los niños? ¿Puede uno ir de una ciudad a otra? ¿Dónde meten a toda la nueva gente? ¿Cómo se las arreglan para no odiarse los unos a los otros, viviendo tan apiñados?¿No se sienten como prisioneros? Miles de personas agitándose como abejas en una colmena… ¿cómo pueden soportarlo? Y el aire viciado, la pálida luz artificial, la separación del mundo natural. Algo incomprensible para ella: una vida tan apretada, tan comprimida. Y él intenta contarle cosas de la monurb, cómo incluso él, que ha elegido huir, la sigue amando pese a todo. El sutil equilibrio de necesidades y deseos, el elaborado sistema social diseñado para minimizar las fricciones y frustraciones, el sentido de comunidad en el interior de cada ciudad y pueblo, la glorificación de la paternidad, las colosales mentes mecánicas en la columna de servicios que aseguran la coordinación de la delicada interacción de los ritmos urbanos… todo lo que hace que el edificio aparezca como un poema sobre las relaciones humanas, un milagro de civilizada armonía. Sus palabras notan. Artha parece cautivada. El sigue hablando, en un arrebato narrativo, describiendo las áreas de limpieza y excreción, las plataformas de descanso, las pantallas y los terminales de datos, el reciclado y reprocesado de la orina y excrementos, la combustión de los desechos sólidos, los generadores auxiliares que producen energía eléctrica partiendo del excedente de calor corporal acumulado, los renovadores de aire y sistemas de circulación, la complejidad social de los distintos niveles del edificio, aquí la gente de mantenimiento, allí los trabajadores industriales, universitarios, artistas, ingenieros, técnicos computadores, administradores. Los dormitorios para ciudadanos de edad avanzada, los dormitorios para recién casados, las costumbres matrimoniales, la generosa tolerancia hacia los demás, los severos mandamientos contra todo egoísmo. Y Artha asiente, y cuando él deja un comentario a medio terminar acaba por él la frase en su prisa por oír la siguiente, y su rostro brilla enrojecido por la excitación, y se siente cautivada por el lirismo de su relato acerca del edificio. Se da cuenta por primera vez en su vida de que no es necesariamente brutal y antihumano amontonar cientos de miles de seres humanos en una única estructura para que pasen allí toda su vida. Mientras habla, Michael se pregunta si no se está dejando arrastrar excesivamente por su propia retórica; las palabras que surgen de él pueden sonar como las de un apasionado propagandista de un modo de vida acerca del cual, después de todo, siente serias dudas. Pero sigue describiendo, y con implicaciones ensalzadoras, la monurb. No puede condenarla. No hay ningún otro camino para el desarrollo de la humanidad. La necesidad de la ciudad vertical. La belleza de la monurb. Su maravillosa complejidad, su intrincada textura. Sí, de acuerdo, también hay belleza fuera de ella, lo admite, ha salido en busca de ella pero es una locura pensar que la monurb es algo repulsivo, algo que hay que deplorar. Es magnífica en sí misma. La única solución a la crisis de población. La heroica respuesta al inmenso desafío. Y Michael tiene la impresión de que está penetrando en Artha a través de sus palabras. La perspicaz, la fría mujer de la comuna, educada bajo el cálido sol. Su intoxicación verbal se transforma ahora en algo explícitamente sexual: se está comunicando con Artha está alcanzando su mente, están tan próximos el uno del otro en una forma que ninguno de los dos hubiera creído posible el día anterior, y él interpreta su nueva proximidad corno algo físico. El erotismo natural del habitante de la monurb; todos accesibles a todos en cualquier momento. Confirmar su proximidad con un abrazo directo. Le parece que esta es la más razonable extensión de su comunión espiritual, de la conversación a la copulación. Están ahora tan cerca el uno del otro. Sus brillantes ojos. Sus pequeños senos. Le recuerda a Micaela. Se inclina hacia ella. Su mano izquierda se desliza alrededor de sus hombros, sus dedos descienden por su piel y descubren su más próximo seno. Sus labios recorren la línea de su mandíbula, buscando el lóbulo de su oreja. Su otra mano se enreda en su cintura. Su cuerpo apretado contra el de ella, una congruente aproximación. Y entonces:
—No. Quieto.
—No lo impidas, Artha —apartando ahora la roja y brillante prenda. Apretando el pequeño y duro seno. Buscando su boca—. Estás tan tensa. ¿Por qué no te relajas? El amar es algo bendecido. El amar es…
—¡Quieto!
De nuevo inflexible. Una orden seca y tajante. Intentando liberarse de sus brazos.
¿Es está la manera habitual de hacer el amor en la comuna? ¿Pretender resistencia? Ella sujeta su ropa, le empuja con su codo, intenta levantar su rodilla. Él la rodea con sus brazos y la aplasta contra el suelo. Acariciándola. Besándola. Murmurando su nombre.
—¡Suélteme!
Es realmente una nueva experiencia para él. Una mujer reluctante, toda ella nervios y huesos, combatiendo sus avances. En la monurb podría ser llevada a la muerte por ello. Frustrando blasfemamente a un compañero ciudadano. Pero esto no es la monurb. Esto no es la monurb. Su resistencia le excita más; lleva ya varios días sin mujer, el mayor período de abstinencia que puede recordar, y esto le lleva hasta el paroxismo. No hay delicadeza posible; necesita tomarla, tan rápido como sea posible. Artha, Artha, Artha. El nombre es un gruñido primitivo en sus labios. Está luchando como un diablo. Afortunadamente esta vez ha venido desarmada. ¡Cuidado, los ojos! Resoplando y jadeando. Una ráfaga salvaje de golpes con los puños. El espeso y salado gusto de la sangre en sus labios. Mira en lo profundo de los ojos de ella y se siente asombrado. Hay un brillo rígidamente asesino en sus ojos. Cuanto más lucha, más la desea. ¡Una salvaje! Si es así como lucha, ¿cómo hará el amor? Introduce su rodilla entre sus piernas, forzándola lentamente a separarlas. Ella intenta gritar; él aplasta sus labios con su boca; los dientes de ella buscan su carne. Sus uñas arañan su espalda. Es sorprendentemente fuerte.
Читать дальше