Robert Silverberg - El mundo interior

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Este es el año 2381, y esta es la Mónada Urbana 116: 885.000 seres humanos viven alojados en las mil plantas de esta gigantesca torre, una obra maestra de ingeniería de la nueva humanidad. En este mundo interior nadie siente deseos de abandonar existe la perfecta felicidad: se desconocen las inhibiciones, los traumas y las frustraciones: el equilibrio emocional es mantenido a toda costa; los descontentos son enfermos... Y la Mónada Urbana 116 es tan solo una de las cincuenta y una torres que forman la constelación Chipitts, la cual a la vez, es tan solo una de las muchas constelaciones semejantes que hay por toda la Tierra. Un planeta que ha conseguido eliminar las guerras y albergar a setenta mil millones de habitantes en su pequeña superficie. Sin embargo, no siempre resulta tolerable la vida fácil, planificada...
Nominado para el premio Hugo en 1972.

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Oscuridad.

El viaje ha terminado. La fuente del peligro ha sido erradicada. La monurb ha tomado las necesarias medidas protectoras, y un enemigo de la civilización ha sido eliminado.

CAPÍTULO SÉPTIMO

Esto es el fondo. Siegmund Kluver vaga incómodo entre los generadores. El peso del edificio le estruja opresivamente. El silbante sonido de las turbinas le desasosiega. Se siente desorientado, un vagabundo en las profundidades. Qué enorme es esta estancia: una inmensa caja enterrada en el suelo, tan grande que los globos de luz en su techo apenas logran iluminar el distante suelo de cemento. Siegmund avanza por un angosto pasadizo a media altura entre el suelo y el techo. La palaciega Louisville está a tres kilómetros por encima de su cabeza. Moquetas y cortinajes, incrustaciones de maderas exóticas, las trampas del poder, muy lejos ahora. No había pensado llegar hasta aquí, no tan abajo. Su proyectado destino esta noche era Varsovia. Pero de algún modo ha llegado hasta aquí. Como si quisiera ganar tiempo. Siegmund se siente aterrado. Buscando una excusa para no hacerlo. Si tan sólo supieran. Su cobardía interior. Algo impropio de Siegmund.

Pasa sus manos a lo largo de la barandilla del pasadizo. Metal frío, dedos temblorosos. Hay aquí un constante resonar del aire, como una sorda y potente respiración de todo el edificio. No está lejos del final de las tolvas que conducen los desechos sólidos hasta la planta de energía: desechos de todas clases, trajes viejos, cubos de datos usados, envoltorios y paquetes, cadáveres, ocasionalmente cuerpos aún vivos, recorriendo hacia abajo las espirales de los conductos y cayendo en los compactores. Y avanzando luego por las cintas rodantes hacia las cámaras de combustión. La liberación del calor produciendo energía eléctrica: todo se aprovecha, nada se pierde. Ésta es una hora punta en el consumo de electricidad. Cada apartamento está iluminado. Siegmund cierra los ojos y recibe la visión de las 885.000 personas de la Monada Urbana 116 unidas por una enorme maraña de tendido eléctrico. Un gigantesco tablero de distribución humano. Y yo no estoy conectado a él. ¿Por qué no estoy conectado a él? ¿Qué me ha ocurrido? ¿Qué me está ocurriendo? ¿Qué me va a ocurrir? Atraviesa lentamente el pasadizo y sale fuera de la sala de generadores. Entra en un túnel de bruñidas paredes; tras aquellos pulidos paneles sabe que corren las líneas de transmisión llevando la energía hacia los circuitos de distribución. Y aquí está la planta de reprocesado: los destiladores de orina, las cámaras de reconversión fecal. Toda la compleja infraestructura gracias a la cual vive la monurb. No hay allí ningún otro ser humano más que él. El secreto peso de la soledad. Siegmund se estremece. Tendría que subir rápidamente a Varsovia. Pero continúa su deambular a través de las entrañas del edificio como un escolar estudiando. Ocultándose de sí mismo. Los fríos ojos de los identificadores electrónicos lo escrutan desde centenares de protegidas cavidades en los suelos y paredes y techos. Soy Siegmund Kluver de Shanghai, planta 787. Tengo quince años y cinco meses. El nombre de mi esposa es Mamelón, mi hijo se llama Janus, mi hija Perséfona. He sido asignado a trabajar como consultante en Louisville. Tengo acceso a todos lados, y dentro de los próximos doce meses recibiré indudablemente la noticia de mi promoción a los más altos niveles administrativos de esta nómada urbana. Y deberé alegrarme de ello. Soy Siegmund Kluver de Shanghai, planta 787. Se inclina ante los identificadores. Saludo a todos. Saludo a todos. El futuro líder. Pasando nerviosamente su mano por su rizado pelo. Hace ya una hora que está vagando por aquí. Tendría que subir de nuevo. ¿De qué tiene miedo? A Varsovia. A Varsovia.

Oye la voz de Rhea Shawke Freehouse, como una grabación profundamente enterrada en su cerebro. Si yo fuera tú, Siegmund, me relajaría e intentaría divertirme un poco más. No te preocupes de lo que piense la gente, o parezca pensar, acerca de ti. Empápate en la naturaleza humana, intenta volverte más humano tú mismo. Ve por todo el edificio; haz algunas rondas nocturnas en Varsovia o Praga, tal vez. Observa cómo vive la gente sencilla. Perspicaces palabras. Una mujer inteligente. ¿Por qué tener miedo? Vamos, arriba. Arriba. Ya empieza a ser tarde.

Inmóvil frente a una puerta con el rótulo de PROHIBIDO EL PASO que conduce a uno de los centros de computación, Siegmund pierde algunos minutos estudiando el temblor de su mano derecha. Luego se gira y corre apresuradamente hacia el ascensor y lo programa para la planta sesenta. El centro de Varsovia.

Aquí los corredores son estrechos. Hay muchas puertas. Una especie de compresión en la atmósfera. Es una ciudad de una densidad de población extraordinariamente alta, no sólo a causa de que sus habitantes son bendecidos en su fecundidad, sino también porque muchas de las áreas de la ciudad están ocupadas por plantas industriales. Aunque el edificio es mucho más ancho aquí que en los niveles superiores, los ciudadanos de Varsovia están apretujados en una zona residencial relativamente estrecha. Aquí están las máquinas que fabrican otras máquinas. Troqueladoras, tornos, calibradoras, duplicadoras, rectificadoras, prensas. Gran parte del trabajo está programado y automatizado, pero quedan aún multitud de tareas para ser realizadas por manos humanas: cargar las cintas rodantes, transportar y almacenar, conducir las carretillas elevadoras, seleccionar los productos terminados hacia sus destinos. El año anterior Siegmund había apuntado a Nissim Shawke y Kipling Freehouse que gran parte del trabajo humano que se realiza en los niveles industriales podría ser efectuado perfectamente por máquinas; en lugar de emplear miles de personas en Varsovia, Praga y Birmingham, podrían preparar un programa de actuación totalmente automatizado, con unos pocos supervisores para revisar los productos finales y unos pocos hombres de mantenimiento para cubrir las emergencias y reparar las máquinas. Shawke le había dirigido una sonrisa condescendiente.

—Pero si no tienen trabajo, ¿qué van a hacer con sus vidas todas esas pobres gentes? —había respondido—. ¿Crees que podríamos convertirlos en poetas, Siegmund? ¿O en profesores de historia urbana? Creamos deliberadamente trabajo para ellos, ¿no comprendes? —Y Siegmund se había sentido azorado por su ingenuidad. Uno de los pocos errores que había cometido en su análisis de la metodología del gobierno. Todavía se siente incómodo ante el recuerdo de esa conversación. En una sociedad ideal, piensa, todo el mundo debería realizar un trabajo que tuviera sentido para él. Ve la nómada urbana como una sociedad ideal. Pero algunas consideraciones prácticas acerca de las limitaciones humanas se interponen a este esquema. Pero. El trabajo en Varsovia es una mancha en su teoría.

Hay que elegir una puerta. 6021. 6023. 6025. Es extraño ver apartamentos con cuatro dígitos. 6027, 6029. Siegmund apoya su mano en un pomo. Duda. Se siente frenado por una repentina timidez. Imaginando, al otro lado, a un velludo, musculado y resoplante marido de clase trabajadora, a una cansada, gastada, deformada esposa de clase trabajadora. Y él penetrando en su intimidad. La resentida mirada de ellos posándose en sus ropas que gritan un más alto nivel. ¿Qué ha venido a hacer aquí ese dandy de Shanghai? ¿Acaso no tiene la menor descendencia? Y así. Siegmund está casi a punto de abandonar. Luego se da fuerzas a sí mismo. No se atreverán a rehusarle. No se atreverán a mostrarse groseros. Abre la puerta.

La habitación está a oscuras. Tan sólo la lamparilla nocturna; sus ojos se habitúan, y ve a una pareja en la plataforma de descanso y a cinco o seis pequeños en sus camitas. Se acerca a la plataforma. Se detiene junto a los durmientes. La imagen que se había hecho de los ocupantes de la estancia era completamente errónea. Podrían ser no importa qué joven pareja de recién casados de Shanghai, Chicago, Edimburgo. Retiremos las ropas, dejemos que el sueño erradique las expresiones faciales que denotan la posición en la matriz social, y quizá las distinciones de clase y ciudad desaparezcan. Los desnudos durmientes tienen tan sólo unos pocos años más que Siegmund… él quizá diecinueve, ella posiblemente dieciocho. El hombre es delgado, de estrechos hombros y músculos nada espectaculares. La mujer es neutra, standard, de cuerpo agradable, suaves cabellos rubios. Siegmund toca ligeramente su hombro. Un reborde óseo tiende la piel. Unos ojos azules aletean y se abren. El miedo dejando paso a la comprensión: oh, un rondador nocturno. Y la comprensión dejando paso a la confusión: el rondador nocturno lleva ropas propias de las partes altas del edificio. La etiqueta exige una introducción.

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