—Siegmund Kluver —dice Siegmund—. Shanghai.
La lengua de la chica pasa rápidamente por sus labios.
—¿Shanghai? ¿Realmente?
El marido despierta. Parpadea, sorprendido.
—¿Shanghai? —dice—. ¿A qué ha venido hasta aquí abajo, en?
No hostil, tan sólo curioso. Siegmund alza los hombros, como diciendo: Un capricho, una ocurrencia. El marido sale de la plataforma. Siegmund le asegura que no es necesario que se vaya, que no le importa que se quede, pero evidentemente este tipo de cosas no se practican en Varsovia: la llegada del rondador nocturno es la señal para que el marido se vaya. Se pone una suelta túnica de algodón sobre su pálido y casi imberbe cuerpo. Una nerviosa sonrisa: hasta luego, amor. Y fuera. Siegmund se queda solo con la mujer.
—Nunca me había hallado antes con alguien de Shanghai —dice ella.
—No me has dicho tu nombre.
—Ellen.
Se tiende al lado de ella. Acaricia su suave piel. Le llega el eco de las palabras de Rhea. Empápate en la naturaleza humana. Observa cómo vive la gente sencilla. Se siente tenso. Su carne está misteriosamente invadida por una extensa red de finas fibras doradas. Penetrando en los lóbulos de su cerebro.—¿En qué trabaja tu marido, Ellen?
—Ahora es conductor de una carretilla elevadora. Antes había sido cableador, pero se accidentó realizando un revestimiento. Una sobrecarga.
—Trabaja duro, ¿no?
—El jefe del sector dice que es uno de sus mejores hombres. Yo también creo que es bueno —una risita contenida—. ¿Cuántas plantas tiene Shanghai? Está en algún lugar por la 700, ¿no?
—De la 761 a la 800. —Acaricia su cadera. El cuerpo de ella se estremece: ¿miedo o deseo? Tímidamente, se quita sus ropas de noche. Quizá desee terminar pronto. Aquel alarmante extranjero de las plantas superiores. O quizá no esté habituada a los preámbulos. Un medio diferente. Pero él siente deseos de hablar un rato antes. Observa cómo vive la gente sencilla. Está aquí para aprender, no tan sólo para tomar. Mira a su alrededor: los muebles simples y vulgares, sin elegancia ni estilo. Pero diseñados por los mismos artífices que proveen a Louisville y a Toledo. Para mantener en su lugar el gusto de las clases inferiores. Una especie de capa de grisor lo cubre todo. Incluso a la chica. Podría estar ahora con Micaela Quevedo. Podría estar con Principessa. O con. O quizá con. Pero estoy aquí. Busca alguna pregunta que hacer. Algo que le descubra la esencial humanidad de esta oscura persona a la que un día ayudará a dirigir. ¿Lees mucho? ¿Cuáles son tus programas favoritos en la pantalla? ¿Qué tipo de comida te gusta más? ¿Haces algo dentro de tus posibilidades para que tus hijos puedan ascender en el edificio? ¿Qué piensas de la gente de abajo, de Reykjavik? ¿Y de los de Praga? Pero no dice nada. ¿Para qué? ¿Qué puede aprender? Hay barreras infranqueables entre ellos. La acaricia en silencio. Ella le devuelve las caricias. Pero él se siente insensible.
—No te gusto —dice ella tristemente.
Él se pregunta cuan a menudo utiliza ella el baño.
—Estoy un poco cansado —dice—. He tenido tanto trabajo estos días.
Aprieta su cuerpo contra el de ella. Su calor quizá le anime un poco. Los ojos de ella se clavan en los suyos. Unas lentillas azules abiertas a la nada. Besa el hueco de su garganta.
—¡Hey, me haces cosquillas! —dice ella, contorsionándose. Cálida, húmeda, preparada. Pero él no. No puede.
—¿Quieres algo especial? —pregunta ella— Si no es demasiado complicado quizá pueda.
Él agita su cabeza. No está interesado en látigos y cadenas y correas. Sólo lo habitual. Pero no puede. Su fatiga es sólo un pretexto; lo que le incapacita es su sentido de la soledad. Solo entre 885.000 personas. Y no puedo alcanzarla. No a este nivel. No físicamente. El engreído de Shanghai, incapaz, impotente. Ahora ella ya no siente respeto hacia él. Tampoco simpatía. Toma su fracaso como un signo de desprecio. Él querría contarle cuántos centenares de mujeres ha tomado en Shanghai y en Chicago e incluso en Toledo. El modo en que es considerado como un hombre endiabladamente viril. Hace que ella se gire de espaldas y se aprieta de nuevo, desesperadamente, contra su frío dorso.
—Mira —dice ella—, no sé realmente lo que pretendes, pero…
Es inútil. Ella se retuerce indignada. Él la suelta. Se levanta, se viste. Su rostro arde. Cuando llega a la puerta se gira. Ella está sentada impúdicamente, mirándole con aire burlón. Le hace un gesto con tres dedos, sin duda una escabrosa obscenidad allí.
—Sólo quiero decirte algo —murmura él—. El nombre que te he dado cuando he entrado… no es el mío. No es absolutamente el mío —y sale apresuradamente. Ya es suficiente de empaparse de la naturaleza humana. Ya es suficiente de Varsovia.
Toma el ascensor al azar hasta la 118, Praga; sale fuera, recorre la mitad del ancho del edificio sin entrar en ningún apartamento ni hablar con nadie de los que encuentra; entra en otro ascensor; sube hasta la 173, Pittsburgh; permanece un tiempo en un corredor, escuchando el bombeo de la sangre en los capilares de sus sienes. Luego penetra en un Centro de Realización Somática. Pese a lo tardío de la hora hay gente utilizando sus distintos servicios: una docena aproximadamente en la piscina a torbellinos, cinco o seis agitándose en la noria, unas cuantas parejas en el copulatorio. Sus ropas de Shanghai despiertan miradas curiosas en algunos de ellos pero nadie se le acerca. Sintiendo que el deseo regresa a él, Siegmund se dirige indefinidamente al copulatorio, pero a su entrada se desanima y da media vuelta. Con los hombros caídos, sale lentamente del Centro de Realización Somática. Ahora toma las escaleras, sube pesadamente por la larga espiral que recorre las mil plantas de la Monada Urbana 116. Mira hacia arriba, a través de la extraordinaria hélice, y ve los niveles prolongándose hacia el infinito, con hileras de luces brillando sobre él y marcando cada descansillo. Birmingham, San Francisco, Colombo, Madrid. Se aferra a la barandilla y mira hacia abajo. Sus ojos se hunden en un profundo pozo en espiral Praga, Varsovia, Reykjavik. Un alucinante vértice; un monstruoso pozo marcado por la luz de un millón de globos de luz brillando como copos de nieve. Inicia obstinadamente la ascensión de la miríada de escalones. Se siente hipnotizado por lo mecánico de sus movimientos. Antes de darse cuenta de ello, ha ascendido ya cuarenta plantas. Está empapado en sudor, los músculos de sus piernas están agarrotados y doloridos. Empuja la puerta de acceso y entra en el corredor principal. Esta en la planta 213. Birmingham. Dos hombres con el risueño aspecto característico de los rondadores nocturnos en su regreso a casa le detienen y le ofrecen algún tipo de excitante, una pequeña cápsula translúcida que contiene un oscuro y oleoso líquido color naranja. Siegmund acepta la cápsula sin una palabra y la engulle sin ninguna pregunta. Palmean sus bíceps en prueba de camaradería y siguen su camino. Inmediatamente empieza a sentir náuseas. Manchas luminosas rojas y azules vibran ante sus ojos. Se pregunta vagamente qué es lo que le han dado. Espera la llegada del éxtasis. Espera. Espera.
Lo primero que nota cuando recobra el conocimiento es la débil luz del amanecer filtrándose hasta sus ojos a través de sus cerrados párpados, y que se halla en una estancia desconocida, tendido en una especie de malla metálica que oscila y se balancea. Un hombre joven y alto con largos cabellos rubios está inclinado sobre él, y Siegmund puede oír su propia voz diciendo:
—Ahora sé por qué uno se vuelve neuro. Un día descubres que todo lo que te rodea es demasiado para ti. Toda esa gente pegada a tu piel. Puedes sentirla contra ti. Y…
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