Robert Silverberg - El mundo interior

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Este es el año 2381, y esta es la Mónada Urbana 116: 885.000 seres humanos viven alojados en las mil plantas de esta gigantesca torre, una obra maestra de ingeniería de la nueva humanidad. En este mundo interior nadie siente deseos de abandonar existe la perfecta felicidad: se desconocen las inhibiciones, los traumas y las frustraciones: el equilibrio emocional es mantenido a toda costa; los descontentos son enfermos... Y la Mónada Urbana 116 es tan solo una de las cincuenta y una torres que forman la constelación Chipitts, la cual a la vez, es tan solo una de las muchas constelaciones semejantes que hay por toda la Tierra. Un planeta que ha conseguido eliminar las guerras y albergar a setenta mil millones de habitantes en su pequeña superficie. Sin embargo, no siempre resulta tolerable la vida fácil, planificada...
Nominado para el premio Hugo en 1972.

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—Sí —le dice a Mamelón—. Creo que iré de ronda nocturna.

Pero no se levanta de su plataforma de descanso. Permanece inmóvil durante unos minutos. El impulso le ha fallado. No siente deseos de ir; finge estar durmiendo, esperando que Mamelón se duerma también. Unos minutos más. Abre cautelosamente un ojo, entreabriendo apenas los párpados. Sí está dormida. Qué hermosa es, qué noble se la ve durmiendo. Su distinguida complexión, su pálida piel, la cascada de sus negros cabellos. Mi Mamelón. Mi tesoro. Pero su deseo de ella ha menguado en lo últimos tiempos. ¿Un desinterés nacido de la fatiga? ¿Una fatiga nacida del desinterés?

La puerta se abre, y charles Mattern entra.

Siegmund observa al sociocomputador avanzar de puntillas hacia la plataforma y desvestirse sigilosamente. Los labios de Matterns están fruncidos, las aletas de su nariz dilatadas. Signos de excitación. Mattern anhela a Mamelón; algo se ha producido entre ellos en los dos últimos meses, sospecha Siegmund, algo más profundo que la simple ronda nocturna. Siegmund no se preocupa excesivamente por ello. Hasta el momento, ella es feliz. La agitada respiración de Mattern resuena por toda la estancia. Se acerca a Mamelón.

—Hola Charles —dice Siegmund.

Mattern es cogido por sorpresa, se sobresalta y sonríe nerviosamente.

—Intentaba no despertarte, Siegmund.

—Estaba despierto. Te observaba.

—Podrías haber dicho algo, entonces. Ahorrarme todas esas ridículas precauciones.

—Lo siento. No se me ha ocurrido.

Mamelón también se ha despertado. Se sienta, desnuda hasta la cintura. Un mechón de cabellos de ébano se enrosca deliciosamente a uno de sus senos. La blancura de su piel reluce pálidamente a la débil luz de la lamparilla de noche. Sonríe castamente a Mattern: la respetuosa hembra ciudadana, dispuesta a aceptar a su visitante nocturno.

—Charles —dice Siegmund—; ya que estás aquí, quería decirte que tengo un trabajo para ti. De parte de Stevis. Quiere saber si la gente pasa tanto tiempo con los santificadores y consultores como en los centros sónicos. Se trata de un doble diagrama que…

—Es tarde, Siegmund —la voz de Mattern es cortante—. Llámame mañana por la mañana.

—Sí. Claro. Claro —enrojeciendo, Siegmund se levanta de la plataforma de descanso. Sabe que no tiene por qué irse, incluso con un rondador nocturno viniendo a por Mamelón, pero no siente ningún deseo de quedarse. Como un marido de Varsovia, garantizando una superflua y no solicitada intimidad para los otros dos. Se viste apresuradamente. Mattern le recuerda que es libre de quedarse. Pero no. Siegmund se va, dando un ligero portazo. Casi echa a correr por el pasillo. Subiré a Louisville, a Scylla Shawke. Sin embargo, en lugar de programar la planta donde viven los Shawke, programa la planta 799, Shanghai. Charles y Principessa Mattern viven allí. No quiere correr el riesgo de enfrentarse a Scylla en su crispado estado. Un fallo podría ser costoso. Principessa será mejor. Es una tigresa. Una salvaje. Su vigor animal servirá para equilibrarle. Es la mujer más apasionada que conoce, aparte Mamelón. Y en una buena edad, madura pero no excesivamente. Siegmund se detiene ante la puerta de Principessa. Y de pronto se da cuenta de que es algo burgués, algo decididamente premonurbano, ir en busca de la mujer del hombre que está ahora con la propia esposa de uno. La ronda nocturna tendría que ser algo más aventurado, menos premeditado, una forma de extender el campo de experiencias vitales de uno. No importa. Empuja la puerta. Se siente aliviado y desanimado a la vez al oír sonidos de éxtasis en el interior. Hay dos personas en la plataforma: ve brazos y piernas que deben pertenecer a Principessa y, cubriéndola y emitiendo roncos gruñidos, a Jasón Quevedo en plena efervescencia. Siegmund cierra rápidamente. De nuevo solo en el corredor. ¿Dónde ir, ahora? El mundo es demasiado complicado para él esta noche. Su obvio próximo destino es el apartamento de los Quevedo. A por Micaela. Pero no duda de que allí habrá también un visitante. La frente de Siegmund se perla de sudor. No quiere vagar desesperadamente por toda la monurb. Sólo quiere dormir. La ronda nocturna se le aparece de repente como una abominación: forzada, innatural, compulsiva. La esclavitud de la absoluta libertad. En este momento miles de hombres recorren el titánico edificio. Cada uno determinado a cumplir un deber sagrado. Siegmund, arrastrando los pies, avanza a lo largo del corredor y se detiene junto a una ventana. Afuera hay luna nueva. El cielo llamea de estrellas. Las monurbs vecinas parecen estar más lejos que de costumbre. Sus ventanas brillan, miles de ellas. Se pregunta si es posible ver desde allí una comuna, lejos en el norte. Aquellos locos campesinos. El hermano de Micaela Quevedo, Michael, el que se volvió neuro, se supone que visitó una comuna. Quizá tan sólo sean historias. De todos modos, Micaela no se ha consolado aún de la desaparición de su hermano. Arrojado a las tolvas tan pronto como volvió a poner los pies en la monurb. Pero por supuesto no se puede permitir que un hombre así reasuma su vida anterior. Un obvio descontento, destilando venenos de insatisfacción y blasfemia. Pero fue un golpe terrible para Micaela, de todos modos. Estaba muy unida a su hermano. Eran gemelos. Pensaba que tendría derecho a un proceso formal en Louisville. Y de todos modos lo tuvo. Ella no quiere creerlo, pero lo tuvo. Siegmund recuerda que la documentación pasó a través suyo. Nissim Shawke redactó el decreto: si este hombre regresa alguna vez a la 116, será ejecutado inmediatamente. Pobre Micaela. Quizá existiera algo insano entre ella y su hermano. Podría preguntárselo a Jasón. Podría.

¿Dónde ir, ahora?

Se da cuenta de pronto de que lleva más de una hora parado ante la ventana. Vacila hasta las escaleras y desciende doce plantas casi sin darse cuenta. Mattern y Mamelón yacen dormidos, lado a lado. Siegmund se desviste y se reúne con ellos en la plataforma. Pero en un extremo, separado de ellos. Una dislocación más. Finalmente, consigue dormirse.

El desahogo de la religión. Siegmund va a ver a un santificador. La capilla está en la planta 770: una pequeña estancia abierta a una galería comercial, decorada con símbolos de fertilidad e incrustaciones de luz infusa. Entrando, se siente como un intruso. Nunca hasta entonces ha sentido impulsos religiosos. El abuelo de su madre era cristiano, pero todos en la familia asumían que esto era debido a que el viejo tenía instintos arcaicos. Las antiguas religiones tienen pocos seguidores, e incluso el culto a la bendición de dios, que es oficialmente apoyado por Louisville, atrae tan sólo a menos de un tercio de la población adulta del edificio, de acuerdo con las últimas estadísticas que Siegmund ha podido ver. Quizá las cosas hayan cambiado últimamente.

—Dios bendiga —dice el santificador—. ¿Cuál es tu dolor?

Es un hombre grueso, de piel tersa, con una complaciente cara redonda y ojos brillantes y joviales. Tendrá al menos unos cuarenta años. ¿Qué puede saber él de dolor?

—Estoy comenzando a no pertenecer —dice Siegmund—. Mi futuro está enmarañándose. Me siento desconectado. Nada tiene sentido a mi alrededor y mi alma está vacía.

J—Ah. Ansiedad. Anemia. Disociación. Pérdida de identidad. Son lamentaciones familiares para mí, hijo mío. ¿Que edad tienes?

—Quince años cumplidos.

—¿Status?

—Shanghai, en camino hacia Louisville. Quizá haya oído hablar de mí. Siegmund Kluver.

El santificador frunce los labios. Su mirada se ensombrece. Juguetea con los emblemas sagrados del collar que cuelga sobre su túnica. Ha oído hablar de Siegmund, sí.

—¿Te sientes realizado en tu matrimonio? —pregunta.

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