Robert Silverberg - Muero por dentro

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Muero por dentro: краткое содержание, описание и аннотация

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Muero por dentro es un clásico de referencia y una de las más inspiradas historias de su autor: en ella aborda un tema tan clásico como es la telepatía de manera sutil, ahondando en el lado oscuro del ser humano, rebosa soledad, devastación interior y sensibilidad.
Nombrado para el premio Nebula a la mejor novela en 1972.
Nombrado para el premio Hugo a la mejor novela en 1973.
Nombrado para el premio Locus en 1973.

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No hubo forma de huir. Ella llevó sus cartas al día siguiente.

—Éstas se conocen como cartas Zener —explicó solemnemente, levantándolas, abriéndolas en un abanico como si fuera Wild Bill Hickok a punto de darse a sí mismo una escalera del mismo palo.

Aunque David nunca había visto esas cartas, le eran tan familiares como las que usaban sus padres en sus interminables juegos de canasta.

—Fueron ideadas hace unos veinticinco años en la Universidad de Duke por los doctores Karl E. Zener y J. B. Rhine. También se las llama “cartas ESP”. ¿Quién puede decirme qué significaba “ESP”? —preguntó la señorita Mueller.

La mano rechoncha de Norman Heimlich agitándose en el aire.

—¡Percepción extrasensorial, señorita Mueller!

—Muy bien, Norman.

Fue mezclando las cartas con cierto desorden. Sus ojos, por lo general inexpresivos, brillaban con la intensidad de los de un jugador de Las Vegas.

Luego dijo:

—El mazo está compuesto de veinticinco cartas divididas en cinco “palos” o símbolos. Hay cinco cartas marcadas con una estrella, cinco con un círculo, cinco con un cuadrado, cinco con un dibujo de líneas ondeadas y cinco con una cruz o signo más. De no ser por esto parecerían naipes normales y corrientes.

Le dio el mazo a Bárbara Stein, otra de sus favoritas, y le pidió que copiara los cinco símbolos en la pizarra.

—La idea consiste en que el sujeto al que se examina mire cada una de las cartas, que estarán boca abajo, y trate de decir cuál es el símbolo que hay del otro lado. La prueba se puede realizar de distintas maneras. A veces, el examinador le echa un vistazo a cada carta primero; eso le da al sujeto la oportunidad de sacar la respuesta correcta de la mente del examinador, si puede. A veces, ni el sujeto ni el examinador ven las cartas previamente. A veces, se permite que el sujeto toque las cartas antes de adivinar el símbolo. A veces, se le vendan los ojos, y otras se le permite mirar el reverso de cada carta. Pero lo importante no es cómo se haga, el objetivo básico es siempre el mismo: que el sujeto determine qué dibujo hay en una carta que no puede ver, usando poderes extrasensoriales. Estelle, supón que el sujeto no tiene ningún poder extrasensorial y simplemente está adivinando. ¿Cuántos aciertos podríamos esperar que tuviera entre las veinticinco cartas?

Estelle, totalmente desprevenida, enrojeció y sin pensarlo dijo:

—Eh… ¿doce y medio?

Una cínica sonrisa por parte de la señorita Mueller, que se volvió a la melliza más inteligente, más afortunada:

—¿Beverly?

—¿Cinco, señorita Mueller?

—Correcto. Siempre se tiene una posibilidad entre cinco de adivinar el palo correcto, así que cinco respuestas correctas de veinticinco es simplemente cuestión de suerte. Desde luego, los resultados nunca son tan precisos. Una vez se pueden adivinar cuatro cartas de todo el mazo, y a la vez siguiente seis, y luego cinco, y luego quizá siete, y luego es posible que sólo tres; pero el promedio, tras llevar a cabo varias pruebas, debería ser de alrededor de cinco, siempre y cuando sea la suerte el único factor que actúa. De hecho, en los experimentos Rhine algunos grupos de sujetos han logrado un promedio de seis y medio o siete aciertos de veinticinco cartas después de muchas pruebas. Rhine piensa que sólo la percepción extrasensorial puede explicar este acierto superior al promedio. Y algunos sujetos han alcanzado resultados incluso mejores. Una vez hubo un hombre que acertó nueve cartas dos días seguidos. Unos días después acertó quince, después veintiuna de veinticinco. Es prácticamente imposible que eso haya sido sólo por casualidad. ¿Cuántos de ustedes piensan que sólo pudo haber tenido suerte?

Más o menos un tercio de las manos de la clase se levantaron. Algunas pertenecían a los estúpidos que no se daban cuenta de que era astuto mostrar interés por el tema que apasionaba a la profesora. Otras pertenecían a los incorregibles escépticos que despreciaban las maquinaciones tan cínicas. Una de las manos pertenecía a David Selig. Se limitaba a adoptar una postura que lo protegiera y le hiciera no sentirse en peligro.

La señorita Mueller dijo:

—Hoy haremos algunas pruebas. Víctor, ¿quieres ser nuestro primer conejillo de Indias? Ven aquí, junto a mi mesa.

Con una nerviosa sonrisa, Víctor Schlitz se encaminó hacia adelante arrastrando los pies. Se paró muy tieso junto a la mesa de la señorita Mueller mientras ésta mezclaba los naipes una y otra vez. Luego, echándole un vistazo a la carta de arriba, se la entregó a él.

—¿Qué símbolo? —preguntó.

—¿Círculo?

—Ya veremos. Que la clase no diga nada.

Le dio la carta a Bárbara Stein y le dijo que colocara una marca junto al símbolo correcto en la pizarra. Bárbara marcó el cuadrado. Rápidamente la señorita Mueller miró la siguiente carta. “Estrella”, pensó David.

—Ondas —dijo Víctor.

Bárbara marcó la estrella.

—Cruz.

¡Cuadrado estúpido! Cuadrado.

—Círculo.

Círculo. Círculo. En la clase se oyó un repentino murmullo de excitación ante el acierto de Víctor. La señorita Mueller pidió silencio con una mirada feroz.

—Estrella.

Ondas. Ondas, marcó Bárbara.

—Cuadrado.

Cuadrado, coincidió David. Otro murmullo, esta vez más suave.

Víctor terminó con todo el mazo. La señorita Mueller se había encargado de llevar la cuenta: cuatro aciertos. Ni siquiera tan bueno como el azar. Volvió a hacerle la prueba. Cinco. Muy bien, Víctor: puede que seas atractivo, pero poderes telepáticos no tienes. Los ojos de la señorita Mueller se pasearon por la clase. ¿Otro sujeto? Que no sea yo, rogó David. Dios, que no sea yo. No fue él. Llamó a Sheldon Feinberg. Acertó cinco la primera vez, seis la segunda. Bastante bien, pero nada espectacular. Luego Alice Cohen. Cuatro y cuatro. Terreno pedregoso, señorita Mueller. David, que había seguido cada vuelta de naipes, había acertado 25 de 25 todas las veces, pero él era el único que lo sabía.

—¿Quién es el siguiente? —dijo la señorita Mueller.

David se hundió en su asiento. ¿Cuánto faltaba para la campana de salida?

—Norman Heimlich —dijo la profesora.

Norman caminó con presunción hasta la mesa de la profesora. Ella le echó un vistazo a una carta. David, buscando en su mente, obtuvo la imagen de una estrella. Luego saltó a la mente de Norman y quedó estupefacto al detectar allí el brillo oscilante de una imagen, una estrella cuyas puntas se redondeaban perversamente para formar un círculo, y luego se volvía a convertir en estrella. ¿Qué era esto? ¿Acaso el odioso de Heimlich tenía una pizca del poder?

—Círculo —murmuró Norman.

Aunque no hubo suerte, acertó la siguiente (las ondas) y la que le siguió a ésa, el cuadrado. Ciertamente parecía estar recibiendo emanaciones, borrosas e indistintas, pero emanaciones al fin y al cabo, de la mente de la señorita Mueller. El gordo Heimlich tenía los vestigios del don, pero sólo los vestigios. David examinó su mente y la de la profesora y observó cómo las imágenes se volvían cada vez más nebulosas y desaparecían por completo en el décimo naipe, cuando la fatiga disipaba el débil poder de Norman. No obstante, acertó siete cartas. El mejor hasta el momento. La campana, rogó David. ¡La campana, la campana, la campana! Aún faltaban veinte minutos.

Un pequeño acto de compasión. Rápidamente, la señorita Mueller distribuyó hojas de examen. Haría una prueba a toda la clase a la vez.

—Diré números del uno al veinticinco —declaró—. Cada vez que digo un número, vosotros escribiréis el símbolo que creáis ver. ¿Listos? Uno.

David vio un círculo. Ondas, escribió.

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