Estrella. Cuadrado.
Ondas. Círculo.
Estrella. Ondas.
Cuando estaba a punto de finalizar la prueba, se le ocurrió que podría estar cometiendo un error táctico al no acertar ninguna respuesta. Se dijo a sí mismo que debía escribir dos o tres correctas, para disimular. Pero ya era demasiado tarde, tan sólo quedaban cuatro números; resultaría excesivamente llamativo acertar varios naipes seguidos después de haberse equivocado con todos los anteriores. Siguió cometiendo errores.
La señorita Mueller dijo:
—Ahora, entre los compañeros de mesa, os debéis intercambiar las hojas y marcar las respuestas. ¿Listos? Número uno: círculo. Número dos: estrella. Número tres: ondas. Nú-
mero cuatro…
Con la tensión reflejada en su rostro pidió los resultados. ¿Alguien había acertado diez o más? No, señorita. ¿Nueve? ¿Ocho? ¿Siete? Norman Heimlich tenía siete de nuevo. Se mostró muy satisfecho: Heimlich, el adivinador del pensamiento. David sintió aversión al darse cuenta de que Heimlich poseía aunque sólo fueran migajas del poder. ¿Seis? Cuatro alumnos tenían seis. ¿Cinco? ¿Cuatro? La señorita Mueller anotó con diligencia los resultados. ¿Algún otro número? Sidney Goldblatt comenzó a reír:
—Señorita Mueller, ¿qué le parece cero?
Se mostró sorprendida:
—¿Cero? ¿Hubo alguien que tuvo las veinticinco respuestas mal?
—¡David Selig!
En aquellos momentos David deseó que se lo tragara la tierra. Todas las miradas puestas en él. Risas crueles le atacaron. David Selig tuvo todas las respuestas mal. Era como decir, David Selig se mojó los pantalones, David Selig copió en el examen, David Selig se metió en el lavabo de chicas. Al tratar de ocultarse, se había puesto en evidencia. La señorita Mueller, mostrándose severa y profética, dijo:
—Un cero también puede ser muy significativo, chicos. Podría significar facultades extrasensoriales extremadamente fuertes, en lugar de la ausencia total de tales poderes, como podrían pensar.
¡Dios mío, facultades extrasensoriales extremadamente fuertes! La mujer siguió diciendo:
—Rhine habla de fenómenos tales como “desplazamiento hacia adelante” y “desplazamiento hacia atrás”, en los que una fuerza extrasensorial extraordinariamente poderosa podría concentrarse accidentalmente en una carta delante de la correcta, o una carta detrás, o incluso dos o tres cartas de distancia. Por lo tanto, aparentemente el sujeto obtendría un resultado por debajo del promedio, cuando en realidad está acertando perfectamente, ¡sólo que fuera del blanco! David, déjame ver tus respuestas.
—No estaba recibiendo nada, señorita Mueller. Tan sólo estaba tratando de adivinar y, al parecer, me equivoqué en todos los casos.
—Déjame ver.
Como si fuera camino del cadalso, le entregó su hoja. La señorita Mueller la colocó junto a la suya y trató de realinearla, buscando alguna correlación, alguna sucesión de desplazamientos. Pero lo impensado de sus respuestas intencionalmente incorrectas le protegió. Un desplazamiento hacia adelante de una carta le proporcionó dos aciertos; un desplazamiento hacia atrás de una carta le dio tres. Aunque no había nada significativo en todo aquello, la señorita Mueller no se daba por vencida.
—Me gustaría hacerte otra prueba —le dijo—. Haremos distintos tipos de experimentos. Un cero es fascinante.
De nuevo mezcló las cartas. Dios, Dios, Dios, ¿dónde estás? Ah. ¡La campana! ¡Salvado por la campana!
—¿Puedes quedarte después de clase? —preguntó.
Desesperado, sacudió la cabeza:
—Tengo una clase de geometría, señorita Mueller.
Cedió. Mañana, entonces. Haremos las pruebas mañana. ¡Dios! El pánico que le invadía le impidió dormir aquella noche, sudaba, temblaba; alrededor de las cuatro de la mañana vomitó. Tenía la esperanza de que su madre no lo enviara a la escuela, pero no tuvo esa suerte: a las siete y media estaba en camino. ¿Se olvidaría de la prueba la señorita Mueller? Pues no, la señorita Mueller no se había olvidado. Los fatídicos naipes estaban sobre su mesa. No habría modo de escaparse. Sin pretenderlo, se había convertido en el centro de atención. Muy bien, Duv, trata de ser más inteligente esta vez.
—¿Estas listo para comenzar? —preguntó ella levantando la primera carta. Vio un signo más en su mente.
—Cuadrado —dijo él.
Vio un círculo.
—Ondas —dijo.
Vio otro círculo.
—Cruz —dijo.
Vio una estrella.
—Círculo —dijo.
Vio un cuadrado.
—Cuadrado —dijo. Va una.
Llevó la cuenta con cuidado. Cuatro respuestas incorrectas, luego una correcta. Tres respuestas incorrectas, otra correcta. Espaciándolas falsamente al azar, se permitió cinco aciertos en la primera prueba. En la segunda tuvo cuatro. En la tercera seis. En la cuarta, cuatro. ¿Estoy haciendo un promedio demasiado exacto, se preguntó? ¿Debería acertar una sola esta vez? Pero la profesora estaba perdiendo interés.
—Sigo sin entender por qué ayer no acertaste ninguna, David —le dijo—. Pero me parece que no tienes ninguna facultad extrasensorial.
Trató de mostrarse desilusionado, incluso parecía disculparse. Lo siento, profe, no tengo ningún poder extrasensorial. Humildemente, el deficiente mental regresó a su asiento.
En un ardiente instante de revelación y comunión, señorita Mueller, pude haber justificado lo que durante toda su vida estuvo buscando: lo improbable, lo inexplicable, lo desconocido, lo irracional. Tenía que cuidar mi propio pellejo, señorita Mueller. Tenía que pasar inadvertido. ¿Podrá perdonarme? En lugar de decirle la verdad, la engañé, señorita Mueller, y le hice seguir dando vueltas a ciegas con el tarot, los signos del zodíaco, la gente de los platillos volantes, miles de vibraciones surreales, un millón de antimundos astrales apocalípticos, cuando el contacto de nuestras mentes quizá habría bastado para curar su locura. Un solo contacto conmigo, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos.
Estos días son los de la pasión de David, en los que se retuerce de dolor en su cama de clavos. Vayamos poco a poco, de ese modo duele menos.
Martes. Día de elecciones. El clamor de la campaña ha ensuciado el aire durante meses. El mundo libre está eligiendo a su nuevo y supremo líder. Los coches y camionetas con altavoces avanzan con gran estruendo por Broadway, vomitando consignas. ¡Nuestro nuevo presidente! ¡El hombre para todos los Estados Unidos! ¡Voten! ¡Voten! ¡Voten!¡Voten por X! ¡Voten por Y! Palabras vacías que se fusionan y confunden, que fluyen. Republócrata. Demicano. Bum.
¿Por qué tengo que votar? No votaré. Yo no voto. Con toda esa propaganda a mí no me convencen, no formo parte del montaje. Votar es asunto de ellos. Creo que fue en 1968, a finales de aquel otoño, cuando parado frente al Carnegie Hall, pensando en cruzar la calle y entrar en una librería que había allí, de repente, se detuvo todo el tránsito en la Cincuenta y Siete. Un enjambre de policías surgió de la acera como los guerreros de dientes de dragón plantados por Cadmo y, desde el este, una caravana de automóviles se acercó rugiendo y, ¡oh! en una limusina negra venía Richard M. Nixon, presidente electo de los Estados Unidos de América, saludando jovialmente a las masas congregadas. Por fin mi gran oportunidad, pensé. Miraré dentro de su mente y me enteraré de grandes secretos de Estado; descubriré qué es lo que hace que nuestros líderes sean distintos de los mortales comunes. Aunque miré dentro de su mente no les diré lo que encontré allí, sólo les diré que fue más o menos lo que debí haber supuesto que encontraría. A partir de ese día no he tenido nada que ver con la política o los políticos. Hoy me quedo en casa, no voy a votar. Que elijan al próximo presidente sin mi ayuda.
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