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Hal Clement: Misión de gravedad

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Hal Clement Misión de gravedad

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El planeta Mesklin es grande y muy denso. La gravedad en su superficie varía enormemente desde 3 g en el ecuador hasta 700 g en los polos. Los océanos son de metano líquido y la nieve es amoniaco congelado. En estas condiciones de pesadilla viven los mesklinitas, quienes han desarrollado una cultura y una sociedad perfectamente acorde con las condiciones de su entorno. Barlemann, un osado marinero mesklinita, acepta emprender un viaje imposible para salvar una costosa sonda terrestre averiada en el polo del planeta. Para los mesklinitas el viaje constituye una maravillosa oportunidad de descubrir la ciencia y avanzar en el camino del conocimiento, fuerza motríz que les guía a través de numerosas aventuras.

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No había nada cerca del domo, excepto vegetación. Evidentemente, el cohete aún no había llegado, y por un momento Barlennan pensó en aguardar donde estaba. Sin duda descendería al otro lado de la Colina. El Volador se encargaría de ello si Barlennan no había llegado. Aun así, nada podía impedir que la nave en descenso pasara por encima de su posición actual; Lackland no podría hacer nada al respecto si no sabía la posición exacta del mesklinita. Pocos terrícolas podían localizar un cuerpo de apenas cuarenta centímetros de longitud y cinco de diámetro reptando horizontalmente por una vegetación enmarañada a casi un kilómetro de distancia. No, le convenía ir hasta el domo, tal como el Volador había aconsejado.

Llegó con bastante rapidez, aunque ocasionales períodos de oscuridad lo demoraron un poco. Era de noche cuando llegó a su destino, aunque la luz de las ventanas había alumbrado bien el último tramo. Sin embargo, cuando hubo asegurado las cuerdas para subir a un lugar cómodo fuera de la ventana, el sol se había elevado por encima del horizonte, a su izquierda.

Lackland no estaba en la habitación correspondiente a esa ventana, y el mesklinita apretó el diminuto botón de llamada que habían instalado en la rampa. La voz del Volador resonó en un altavoz, al lado del botón.

— Me alegra que estés aquí, Barl. Pedí a Mack que aguardara tu llegada. Ahora le indicaré que descienda; llegará el próximo amanecer.

— ¿Dónde está ahora? ¿En Toorey?

— No; está flotando en el borde interior del anillo, a sólo mil kilómetros de altura. Ha estado allí desde antes del fin de la tormenta, así que no te preocupes si le haces esperar un poco más. Entretanto, sacaré las otras radios que te prometí.

— Como estoy solo, me convendría llevar una sola radio esta vez. Resulta difícil acarrearlas, pese a que son livianas.

— Quizá debamos esperar a que llegue el tanque para sacarlas. Entonces podré llevarte hasta la nave. El tanque está bien aislado, así que viajar en el exterior no te lastimará.

¿Qué te parece?

— Excelente. ¿Hacemos prácticas de idioma mientras esperamos o prefieres mostrarme más imágenes del lugar de donde vienes?

— Tengo algunas fotos. Tardaré unos minutos en cargar el proyector, así que ya habrá oscurecido cuando estemos listos. Un momento. Iré a la salita.

El altavoz calló y Barlennan fijó los ojos en la puerta que veía a un lado de la habitación. Pronto apareció el Volador, caminando erguido, como de costumbre, con la ayuda de miembros artificiales que llamaba muletas. Se acercó a la ventana, movió la enorme cabeza y conectó el proyector de películas. La pantalla hacia donde apuntaba la máquina estaba frente a la ventana; Barlennan, fijando un par de ojos en los actos del ser humano, se arrellanó en una postura que le permitiera observar cómodamente. Miraron en silencio mientras el sol trazaba un arco en el cielo. A pleno sol, la temperatura era templada, aunque no tanto como para iniciar un deshielo; el viento perpetuo del casquete de hielo del norte lo impedía. Barlennan estaba adormilado cuando Lackland terminó de conectar la máquina, caminó hasta su tanque de relajación y se metió dentro. Barlennan nunca había reparado en la membrana elástica que cubría la superficie del líquido y mantenía seca la ropa del hombre; si lo hubiera notado, habría modificado sus ideas sobre la naturaleza anfibia de los seres humanos. Lackland, flotando, tendió la mano hacia un panel y encendió dos interruptores. Las luces se apagaron y el proyector arrancó. Era un rollo de quince minutos, y no había terminado cuando Lackland tuvo que levantarse y coger las muletas, pues le informaron que el cohete estaba a punto de descender.

Barlennan tuvo que hacer un esfuerzo para dejar de mirar la pantalla.

— Preferiría mirar la película, pero quizá sea mejor que me habitúe a ver cosas voladoras — dijo —. ¿Por qué lado vendrá?

— Por éste, supongo. Le he dado a Mack una minuciosa descripción de nuestra posición, y él ya tenía fotos; además, por su rumbo sé que le convendrá aproximarse desde esa dirección. Me terno que en este momento el sol te impide ver bien, pero aún está a sesenta kilómetros de altura. Mira por encima del sol.

Barlennan siguió las instrucciones y aguardó. Durante un minuto no vio nada; luego captó un destello de metal veinte grados por encima del sol naciente.

— Altitud diez, distancia horizontal similar — informó Lackland en ese momento —. Lo tengo en pantalla.

El destello cobró más brillo, manteniendo el rumbo casi a la perfección. El cohete seguía un curso casi exacto hacia el domo. Poco después, los detalles fueron visibles…, o lo habrían sido si el resplandor del sol no lo hubiera ocultado todo. Mack revoloteó un instante a una distancia de un kilómetro por encima de la estación y otro tanto hacia el este; y, en cuanto Belrre se desplazó, Barlennan pudo ver las ventanillas y toberas del casco cilíndrico. El viento de la tormenta había amainado, pero una brisa tibia teñida de amoníaco derretido empezó a soplar desde el punto donde las llamaradas lamían el piso.

Las gotas de semilíquido salpicaron el caparazón ocular de Barlennan, pero el mesklinita continuó mirando la masa metálica que descendía. Tenía tenso cada músculo de su largo cuerpo, los brazos pegados a los costados, las pinzas cerradas con tanta fuerza como para desgarrar cables de acero. El corazón de cada uno de los segmentos del cuerpo le bombeaba con furia, y habría contenido el aliento si hubiera tenido un aparato respiratorio similar al de un ser humano. Intelectualmente, sabía que la cosa no caería, pero habiendo crecido en un ámbito donde una caída de quince centímetros era fatal, aun para el resistente organismo mesklinita, no le resultaba fácil controlar sus emociones.

Inconscientemente seguía esperando que el casco de metal se vaporizara de pronto para reaparecer desparramado en el suelo. A fin de cuentas, aún estaba a decenas de metros de altura…

Debajo del cohete, en el suelo ahora libre de nieve, la negra vegetación estalló de pronto en llamas. Negras cenizas volaron desde la zona de aterrizaje, y el suelo fulguró brevemente. Poco después, el cilindro reluciente se posó suavemente en el centro del terreno desnudo. Segundos irás tarde, el estruendo, que se había transformado en un rugido más ensordecedor que los huracanes de Mesklin, cesó de golpe. Barlennan se relajó casi dolorosamente, abriendo y cerrando las pinzas para calmar los retortijones.

— Si aguardas un momento, saldré con las radios — dijo Lackland. El capitán no le había visto salir, pero el Volador ya no estaba en la habitación —. Mack conducirá el tanque hasta aquí… Puedes verle venir mientras yo me pongo la escafandra.

Barlennan sólo pudo ver una parte del trayecto. Vio que la compuerta de carga del cohete se abría y el vehículo descendía; una buena ojeada le permitió comprender todo sobre él, o eso creía, excepto el funcionamiento de las orugas. Tenía el tamaño suficiente para albergar a varios miembros de la raza del Volador, a menos que estuviera atiborrado de maquinaria. Como el domo, tenía muchas y grandes ventanas; a través de una de ellas, el capitán vio, enfundada en su escafandra, la figura de otro Volador que, aparentemente, controlaba el vehículo. La máquina no hacía ruido suficiente para ser audible en el kilómetro de espacio que aún la separaba del domo.

Recorrió muy poca de esa distancia antes de la puesta del sol, y los detalles dejaron de ser visibles. Esstes, el sol más pequeño, aún estaba en el cielo y brillaba más que la luna llena de la Tierra, pero los ojos de Barlennan tenían sus limitaciones. El tanque proyectaba un intenso haz de luz hacia el domo, lo cual tampoco ayudaba. Barlennan esperó. A fin de cuentas, el vehículo aún estaba demasiado lejos para estudiarlo bien, incluso a plena luz del día, y sin duda llegaría a la Colina al amanecer.

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