Hal Clement - Misión de gravedad

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Misión de gravedad: краткое содержание, описание и аннотация

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El planeta Mesklin es grande y muy denso. La gravedad en su superficie varía enormemente desde 3 g en el ecuador hasta 700 g en los polos. Los océanos son de metano líquido y la nieve es amoniaco congelado. En estas condiciones de pesadilla viven los mesklinitas, quienes han desarrollado una cultura y una sociedad perfectamente acorde con las condiciones de su entorno. Barlemann, un osado marinero mesklinita, acepta emprender un viaje imposible para salvar una costosa sonda terrestre averiada en el polo del planeta. Para los mesklinitas el viaje constituye una maravillosa oportunidad de descubrir la ciencia y avanzar en el camino del conocimiento, fuerza motríz que les guía a través de numerosas aventuras.

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¿Podemos echar una ojeada a ese Cuenco? Ya hay luz suficiente para el visor.

Barlennan se dirigió hacia un lugar de la balsa cubierto por una tienda más pequeña, aferrándose a las cornamusas. Abrió la tienda y la plegó, exponiendo una zona libre de la cubierta; luego regresó, sujetó cuatro cables alrededor de la radio, los fijó a cornamusas situadas estratégicamente, alzó la tapa de la radio y empezó a desplazarla por la cubierta.

Pesaba un poco más que él, pese a que sus dimensiones lineales eran menores, pero no correría ningún riesgo de que el viento se la arrebatara. La tormenta no había amainado, y la cubierta temblaba. Con el ojo del aparato vuelto hacia el Cuenco, apuntaló el otro extremo con palos para que el Volador pudiera mirar hacia abajo. Luego se desplazó hacia el otro lado del Cuenco e inició su exposición.

Lackland tenía que admitir que el mapa del Cuenco era lógico y preciso. Su curvatura era muy semejante a la del planeta, como él había esperado. El error más grave era su forma cóncava, de acuerdo con la idea que tenían los nativos acerca de la forma de su mundo. Presentaba unos quince centímetros de diámetro y tres de profundidad en el centro. El mapa estaba protegido por una pátina transparente — probablemente hielo, supuso Lackland—, que formaba una superficie continua con la cubierta. Esto impedía ver los detalles con claridad, pero no podían alzarla sin que el cuenco se llenara de nieve de amoníaco. La nieve se estaba amontonando donde no soplaba el viento. Aquella playa estaba relativamente guarecida, pero tanto Lackland como Barlennan podían imaginar lo que ocurría allende las colinas que se alzaban paralelamente en el sur. El segundo estaba secretamente satisfecho de ser marino. El viaje terrestre por esos parajes resultaría engorroso durante miles de días.

— He tratado de mantener mis mapas actualizados — dijo, mientras se sentaba frente al «representante» del Volador —. Sin embargo, no intenté introducir cambios en el Cuenco porque las nuevas regiones que registramos mientras navegábamos hacia aquí no tenían extensión suficiente. Te puedo mostrar pocos detalles, pero tú querías una idea general del rumbo que seguiríamos al salir de aquí.

— Bien, en realidad, a mí me da lo mismo. Puedo comprar y vender en cualquier parte, y por el momento llevo pocas cosas a bordo salvo comida. Además, no me quedará mucha cuando haya terminado el invierno; así que había planeado, desde nuestra charla, navegar por un tiempo cerca de las zonas de poco peso y recoger vegetales que se pueden obtener aquí, materiales valiosos para las gentes del sur por su efecto sobre el sabor de la comida.

— ¿Especias?

— Si así denominas esos productos, sí. Los he transportado antes y saben bastante bien. Se pueden obtener buenas ganancia con una sola carga, como la mayoría de los bienes cuyo valor depende menos de su utilidad que de su rareza.

— ¿Debo entender, pues, que una vez que hayas cargado aquí no te importa mucho hacia dónde ir?

— En efecto. Si no me equivoco, tu misión nos llevará cerca del Centro, lo cual está bien… Cuanto más al sur vayamos, mejores precios obtendré. Y la duración adicional del viaje no representará un peligro, pues tú nos ayudarás como conviniste.

— Exacto. Eso es excelente, aunque ojalá hubiéramos podido encontrar algo para ofrecerte en pago, así no tendrías que perder tiempo recogiendo especias.

— Bien, tenemos que comer. Tú dices que vuestros cuerpos y, por ende, vuestros alimentos, están hechos de sustancias muy diferentes, así que no podemos ingerir lo que vosotros coméis. Con franqueza, no se me ocurre ninguna materia prima que yo no pudiera conseguir fácilmente en la cantidad deseada. Mi idea favorita es la de obtener alguna de vuestras máquinas, pero dices que habría que construirlas de nuevo para que funcionaran en nuestro mundo. Creo que hemos llegado al mejor acuerdo posible, dadas las circunstancias.

— Así es. Incluso esta radio fue construida específicamente para esta tarea, y tú no podrías repararla… Tu gente, a menos que esté yo muy equivocado, no posee las herramientas necesarias. Sin embargo, durante el viaje hablaremos nuevamente de esto; quizá las cosas que ambos aprendamos abran nuevas y mejores posibilidades.

— Sin duda — respondió cortésmente Barlennan.

No mencionó, por cierto, la posibilidad de que sus propios planes tuvieran éxito. El Volador no los habría aprobado.

2 — EL VOLADOR

El pronóstico del Volador era atinado: pasaron cuatrocientos días hasta que se produjo una pausa en la tormenta. Durante ese período, el Volador habló cinco veces con Barlennan por la radio, siempre iniciando la charla con un breve pronóstico meteorológico y continuando con una conversación más general de uno o dos días consecutivos.

Barlennan había notado, cuando aprendía el idioma de esa extraña criatura y realizaba visitas personales a su puesto de la Colina, cerca de la bahía, que parecía tener un ciclo vital extrañamente regular; descubrió que podía hallar al Volador durmiendo o comiendo a horas muy previsibles, que parecían cumplir un ciclo de ochenta días. Barlennan no era filósofo — pensaba, como la mayoría, que un filósofo era un soñador sin sentido práctico— y no se detuvo a analizar un hecho que concernía a una criatura exótica, aunque sin duda interesante. Nada en la experiencia del mesklinita lo capacitaba para deducir la existencia de un mundo que tardaba ochenta veces más en rotar sobre su eje.

— ¡Barl! — El Volador no se molestó con preliminares, sabiendo que el mesklinita siempre estaba cerca de la radio —. La estación de Toorey llamó hace unos minutos. Hay una zona relativamente despejada que se desplaza hacia nosotros. No saben cómo serán los vientos, pero pueden ver el suelo, así habrá buena visibilidad. Si tus cazadores quieren salir, yo diría que el viento no los arrastrará, siempre que esperen hasta que las nubes se hayan marchado durante veinte o treinta días. Después de eso, tendremos muy buen tiempo en un período de cien días. Me avisarán con antelación suficiente para que tu gente regrese a la nave.

— Pero, ¿cómo recibirán tu aviso?. Si yo les dejo llevar esta radio, no podré hablar contigo sobre nuestros asuntos, y de lo contrario… — Estuve pensando en ello — interrumpió Lackland —. Creo que será mejor que subas aquí en cuanto amaine el viento. Te daré otro equipo. Es preferible que tengas varios.

Cincuenta mil kilómetros tal como vuela el cuervo, como decimos por aquí, y no sé cuánto en barco o por tierra.

El giro de Lackland ocasionó una demora; Lackland le explicó que había querido decir «en línea recta» pero Barlennan quiso saber qué era un cuervo y qué era volar. Lo primero resultó bastante fácil de explicar. En cuanto a una criatura viviente que volara por sus propios medios, para Barlennan era más inconcebible y aterrador que «arrojar».

Consideraba que la capacidad de Lackland para viajar por el aire era algo tan exótico que, en realidad, no lo asimilaba del todo. Lackland, en parte, lo comprendía.

— Hay otra razón por la cual quiero reunirme contigo — dijo —. En cuanto el tiempo les permita aterrizar, traerán un tanque. Quizá si ves el aterrizaje del cohete te acostumbres un poco más a la idea de volar.

— Quizá — dijo Barlennan con un titubeo—, pero no sé si quiero ver el aterrizaje de tu cohete. Ya lo vi una vez, y no quisiera que algún tripulante estuviese presente en ese momento.

— ¿Por qué no? ¿Crees que el susto sería contraproducente?

— No — respondió con franqueza el mesklinita —. No quiero que ninguno de ellos me vea a mí tan asustado como pienso que estaré.

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