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Hal Clement: Misión de gravedad

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Hal Clement Misión de gravedad

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El planeta Mesklin es grande y muy denso. La gravedad en su superficie varía enormemente desde 3 g en el ecuador hasta 700 g en los polos. Los océanos son de metano líquido y la nieve es amoniaco congelado. En estas condiciones de pesadilla viven los mesklinitas, quienes han desarrollado una cultura y una sociedad perfectamente acorde con las condiciones de su entorno. Barlemann, un osado marinero mesklinita, acepta emprender un viaje imposible para salvar una costosa sonda terrestre averiada en el polo del planeta. Para los mesklinitas el viaje constituye una maravillosa oportunidad de descubrir la ciencia y avanzar en el camino del conocimiento, fuerza motríz que les guía a través de numerosas aventuras.

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— Me sorprendes, capitán — comentó jovialmente Lackland. — Sin embargo, entiendo tus sentimientos, y te aseguro que el cohete no pasará por encima de ti. Si esperas junto a la pared de mi domo, dirigiré al piloto por radio para cerciorarme de ello.

— Pero ¿cuánto se acercará?

— Pasará a bastante distancia, te lo prometo. No sólo por tu comodidad, sino por mi seguridad. Para aterrizar en este mundo, incluso en el Ecuador, será necesario que el piloto use mucha potencia. No quiero que la descarga me incendie el domo.

— De acuerdo, iré. Como dices, sería una comodidad disponer de más radios. ¿Qué es el «tanque» que mencionaste?

— Es una máquina que me llevará por tierra, de la misma forma que tu nave te llevará por mar. La verás dentro de pocos días, o de pocas horas.

Los amigos del Volador, instalados en la luna interior de Mesklin, habían profetizado correctamente. El capitán, agazapado en la popa, contó sólo diez amaneceres hasta que una claridad en la bruma y una mengua en el viento le indicaron, como de costumbre, que se aproximaba el ojo de la tormenta. Por su propia experiencia estaba dispuesto a creer, como había señalado el Volador, que el período de calma duraría cien o doscientos días.

Con un silbido que habría reventado los tímpanos de Lackland si el Volador hubiera podido oír una frecuencia tan alta, llamó la atención de sus tripulantes.

— Organizaremos dos grupos de caza. Dondragmer encabezará uno, y Merkoos, el otro; cada cual se llevará nueve hombres de su propia elección. Yo permaneceré en la nave para coordinar, pues el Volador nos dará más máquinas parlantes. Iré a la Colina del Volador en cuanto el cielo esté despejado; sus amigos traerán las máquinas de arriba, junto con otras cosas que necesitan, así que todos los tripulantes permanecerán cerca de la nave hasta mi regreso. ¿Acordamos salir treinta días después de mi partida?

— Pero ¿es conveniente que abandones la nave tan pronto? Los vientos aún serán fuertes.

El piloto era demasiado buen amigo para que la pregunta resultara impertinente, aunque algunos capitanes se habrían ofuscado ante semejante objeción. Barlennan agitó las pinzas de un modo que denotaba una sonrisa.

— Tienes razón. Sin embargo, quiero ahorrar tiempo, y la Colina del Volador está a sólo un kilómetro.

— Pero… — Además, está a favor del viento. Tenemos mucha cuerda en los armarios; me haré sujetar dos al arnés, y dos de los hombres aflojarán las cuerdas a través de las bitas a medida que avanzo. Terblannen y Hars se encargarán de ello bajo tu supervisión, Dondragmer. Es probable que yo pierda pie, pero si el viento cobrara tanta fuerza como para romper una buena cuerda marina, el Bree ya estaría kilómetros tierra adentro.

— Pero, con sólo perder pie…, supón que te elevaras en el aire… — Dondragmer aún estaba preocupado, y ese pensamiento turbó incluso a su capitán.

— Una caída, sí. Pero recuerda que estarnos cerca del Borde. Sobre el Borde, dice el Volador, y le creo cuando miró hacia el norte desde la cima de la Colina. Como algunos habéis descubierto, una caída aquí no significa nada.

— Pero ordenaste que actuáramos como si tuviésemos peso normal, para no crear hábitos que resultarían peligrosos cuando regresemos a una tierra habitable.

— Es verdad. De todas formas, esto no me creará hábitos, pues en un sitio razonable ningún viento me alzaría por los aires. De cualquier modo, haremos lo que he dicho.

Terblannen y Hars revisarán los cables… No, revísalos tú mismo. Llevará bastante tiempo.

Eso es todo por ahora. El grupo que está bajo el refugio puede descansar. El grupo de cubierta revisará anclas y correas.

Dondragmer, que pertenecía al segundo grupo, tomó la orden como un permiso para alejarse y procedió a cumplirla con su eficiencia habitual. También puso a algunos tripulantes a sacar nieve de los espacios entre las balsas, pues conocía de sobras las posibles consecuencias de un deshielo seguido de un congelamiento. Barlennan se relajó, preguntándose qué ancestro sería responsable de su costumbre de meterse en situaciones desagradables de las que no podía escabullirse con elegancia.

Porque la idea de la cuerda había sido una ocurrencia espontánea, y a lo largo de aquellos días, mientras esperaba a que se despejara el tiempo, Barlennan intentó convencerse de la sensatez de los argumentos que había esgrimido ante su primer piloto.

No estaba convencido ni siquiera cuando bajó hacia la nieve que se había acumulado contra las balsas, así que echó una mirada hacia sus dos tripulantes más vigorosos y los cabos que manipulaban antes de iniciar la marcha por la playa barrida por el viento.

Sin embargo, no parecían tan descabellados. Las cuerdas ejercían una ligera fuerza ascendente, pues la cubierta estaba varios centímetros por encima del nivel del suelo cuando partió; pero el declive de la playa pronto la compensó. Además, los árboles que servían como puntos de amarre para el Bree se multiplicaban tierra adentro. Eran ejemplares bajos y chatos, con ramas anchas, cortas y tentaculares, y troncos gruesos, en general similares a los de las tierras que conocía en las honduras del hemisferio sur de Mesklin. Aquí, sin embargo, las ramas se arqueaban tanto que a veces se separaban totalmente del suelo, relativamente libres en una gravedad inferior a dos centésimas de la gravedad de las regiones polares. Al final se apiñaban tanto, que las ramas se entrelazaban formando una maraña de cables pardos y negros que permitían asirse con firmeza. Al cabo de un tiempo, Barlennan prácticamente empezó a trepar hacia la Colina, utilizando las pinzas delanteras, aflojando las traseras y caracoleando con su cuerpo de oruga hasta avanzar casi como un geometrino. Los cables le causaban problemas, pero tanto los cabos como las ramas de los árboles eran bastante lisas, así que no se enredaron.

La playa se volvía bastante empinada después de los primeros doscientos metros; a la mitad de la distancia que esperaba recorrer, Barlennan estaba dos metros por encima del nivel de la cubierta del Bree. Desde allí veía la Colina del Volador aun siendo un mesklinita, es decir, un individuo cuyos ojos están muy cerca del suelo; hizo una pausa para contemplar la escena, como en tantas ocasiones.

La Colina del Volador se elevaba sobre la enmarañada llanura. Al mesklinita le resultaba imposible considerarla una estructura artificial, en parte por su monstruoso tamaño y en parte porque un techo que no fuera un retazo de tela era totalmente ajeno a sus ideas sobre arquitectura. Era un domo de metal reluciente de seis metros de altura y doce de diámetro, una semiesfera casi perfecta. Estaba tachonado de grandes zonas transparentes y tenía dos extensiones cilíndricas con puertas. El Volador había dicho que las puertas estaban construidas de tal modo que uno podía atravesarlas sin que el aire pasara de un lado al otro. Los portales tenían el tamaño suficiente para permitir pasar a aquella extraña y gigantesca criatura. Una de las ventanas inferiores estaba provista de una rampa improvisada que permitía a una criatura del tamaño y la constitución de Barlennan reptar hasta el panel para mirar hacia adentro. El capitán había pasado mucho tiempo en esa rampa mientras aprendía a hablar y entender el idioma del Volador; había visto los extraños artefactos y muebles que poblaban la estructura, aunque ignoraba el uso de la mayor parte de ellos. El Volador parecía ser una criatura anfibia. Al menos, pasaba mucho tiempo flotando en un tanque lleno de líquido. Eso era razonable, teniendo en cuenta su tamaño. Barlennan no conocía ninguna criatura nativa de Mesklin que fuera mayor que los de su propia raza y no habitara en mares o lagos. Sin embargo, teniendo en cuenta solamente el peso, esas criaturas podrían existir en las vastas e inexploradas regiones próximas al Borde. Esperaba no toparse con ninguna mientras estuviera en la costa. Tamaño significaba peso, y una vida de condicionamiento le impedía pensar que el peso no era una amenaza.

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