Hal Clement - Misión de gravedad

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Misión de gravedad: краткое содержание, описание и аннотация

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El planeta Mesklin es grande y muy denso. La gravedad en su superficie varía enormemente desde 3 g en el ecuador hasta 700 g en los polos. Los océanos son de metano líquido y la nieve es amoniaco congelado. En estas condiciones de pesadilla viven los mesklinitas, quienes han desarrollado una cultura y una sociedad perfectamente acorde con las condiciones de su entorno. Barlemann, un osado marinero mesklinita, acepta emprender un viaje imposible para salvar una costosa sonda terrestre averiada en el polo del planeta. Para los mesklinitas el viaje constituye una maravillosa oportunidad de descubrir la ciencia y avanzar en el camino del conocimiento, fuerza motríz que les guía a través de numerosas aventuras.

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Desde esa nueva perspectiva se cumplió la predicción de Lackland: al cabo de meses de viaje y peligro, el objetivo de la expedición estuvo a la vista. Barlennan hizo subir el visor por la rampa para que los terrícolas también pudieran verlo; y, por primera vez en más de un año terrícola, el rostro de Rosten perdió su hosquedad habitual. No había mucho que ver; tal vez una pirámide egipcia, laminada de metal y situada a cierta distancia, habría presentando un aspecto similar al cono romo que se elevaba por encima de las piedras. No se parecía al cohete que Barlennan había visto antes; en realidad, no se parecía a ningún cohete que se hubiera construido a veinte años luz de la Tierra; pero evidentemente era algo que no pertenecía al paisaje normal de Mesklin, e incluso los expedicionarios que no habían pasado meses en la superficie del monstruoso planeta sintieron que se quitaban un peso de encima.

Barlennan, aunque complacido, no compañía el embeleso que ya alcanzaba niveles de euforia en Toorey. Estaba mejor situado para calcular lo que se interponía entre él y el cohete que quienes lo veían por televisión. La zona no parecía peor de la que ya habían atravesado, aunque desde luego tampoco era mejor. Además, ya no contarían con la ayuda de los terrícolas; y ni siquiera desde la nueva perspectiva lograba ver cómo mantendrían su línea de marcha durante los dos kilómetros que debían recorrer. Los humanos ya no conocían el rumbo, así que su método no funcionaría. ¿O si? El podía indicarles cuándo el sol estaba en la dirección correcta, y ellos lo llamarían cada vez que siguiera el mismo rumbo. Llegado el caso, un marinero podía apostarse allí y brindarle esa información sin molestar a los Voladores. Pero ahora contaba con una sola radio, y no podía tenerla en dos sitios al mismo tiempo. Por primera vez, Barlennan echo de menos el equipo que había dejado en manos de los moradores del río.

Luego pensó que quizá no necesitara una radio. El aire no era buen portador del sonido en ese lugar (la atmósfera más tenue de la meseta era la única peculiaridad que habían detectado los marineros), pero la voz mesklinita, como Lackland había señalado, era algo que había que oír para creer. El capitán decidió intentarlo; apostaría a un marinero en aquella plataforma de observación, encomendándole la misión de roncar con todas las fuerzas que sus músculos pudieran reunir alrededor del sifón natatorio cada vez que el sol pasara justo por encima del cono reluciente que constituía el objetivo de la expedición.

Marcarían el camino como antes, para que el vigía pudiera seguirlos cuándo los demás llegaran.

Barlennan expuso esta idea al grupo. Dondragmer señaló que, por la experiencia pasada, era posible que aun así se desviaran en exceso hacia un lado, pues no habría manera de realizar correcciones ante errores acumulados, como habían hecho con los terrícolas; el hecho de que la voz del vigía no resonara en dirección exactamente opuesta al sol no significaría nada en aquel paraje lleno de ecos. Sin embargo, admitió que era la idea más viable y que presentaba muchas probabilidades de conducirlos a su destino. Se escogió a un marinero, pues, para que actuara como vigía, y se reanudó el viaje en esa nueva dirección.

Ninguno de ellos se consideraba aún experimentado en viajes terrestres como para calcular con precisión la distancia recorrida, y todos estaban habituados a tardar mas de lo previsto; el grupo, pues, recibió una grata sorpresa cuándo un cambio en el paisaje rompió la monotonía del desierto de piedra. No era exactamente el cambio que habían esperado, pero aun así les llamó la atención.

Estaba justo frente a ellos, y por un instante algunos se preguntaron si por alguna razón incomprensible habrían andado en círculos. Una larga pendiente de tierra y canto rodado se extendía entre las rocas. Era casi tan alta como la rampa que habían construido para el puesto de observación, pero, al aproximarse, vieron que se extendía mucho más lejos a ambos lados. Cubría los pedrejones como una ola oceánica petrificada; aun los mesklinitas, nada habituados a los cráteres de explosiones o meteoritos, veían que el material había saltado desde mas allá de la pendiente.

Barlennan, que había visto aterrizar varias veces los cohetes de Toorey, comprendió la causa de ello incluso antes de que la partida llegara a la loma. En líneas generales, su suposición era correcta, aunque se equivocaba en los detalles.

El cohete se erguía en el centro de la oquedad cóncava que había cavado con el feroz chorro de las toberas. Barlennan recordó la nieve que se arremolinaba cuando el cohete de carga descendía cerca de la colina de Lackland. La potencia utilizada aquí para que esa máquina se posara debía de ser mucho mayor, a pesar de que la nave fuera mucho más pequeña. No había rocas grandes alrededor; solo algunas amontonadas en los costados del cuenco. El interior del terreno estaba libre de guijarros; el proyectil había horadado el suelo, de modo que de sus seis metros de longitud solo un par asomaban sobre las rocas que cubrían la planicie.

El diámetro de la base era casi tan grande como la altura, y no variaba durante dos tercios de la longitud. Esa parte, explicó Lackland cuando instalaron el visor ante el cráter, era la que albergaba el motor.

La parte superior de la máquina presentaba forma de huso y finalizaba en una punta roma; allí se encontraba el instrumental que representaba tan tremenda inversión en tiempo, esfuerzo intelectual y dinero por parte de muchos mundos. Había una serie de aberturas, pues no se habían molestado en hacer compartimentos herméticos. Los instrumentos que debían funcionar en el vacío o en una atmósfera especial estaban sellados individualmente.

— Dijiste una vez, cuando aquella explosión estropeó el tanque, que aquí debía de haber ocurrido algo similar — dijo Barlennan —. No veo indicios de ello; además, si los orificios que veo estaban abiertos cuando aterrizó, ¿cómo pudo el oxígeno causar una explosión? Me dijiste que entre los mundos no había aire, y que el que hubiera escaparía por cualquier orificio.

Rosten intervino antes de que Lackland pudiera responder. El y el resto del grupo estaban examinando el cohete en las pantallas.

— Barl tiene razón. Lo que causó el problema no fue una explosión de oxígeno. No sé que fue. Tendremos que estar alerta cuando entremos, con la esperanza de hallar el problema… De todos modos, no es algo crucial, salvo para quienes deseen construir otro artefacto similar. Propongo que nos pongamos a trabajar; me acosa una horda de físicos ávidos de información. Es una suerte que hayan encomendado esta expedición a un biólogo; a partir de ahora, ningún físico tendrá tiempo libre.

— Tus científicos tendrán que armarse de paciencia — exclamó Barlennan —. Pareces haber olvidado algo.

— ¿Qué?

— Ninguno de los instrumentos que quieres que ponga ante la lente de tu visor está a menos de dos metros del suelo; todos se encuentran entre paredes metálicas que sospecho nos resultará difícil de arrancar mediante la fuerza bruta, por blandos que parezcan vuestros metales.

— Tienes razón. Hay que volarlo. La segunda parte es fácil; casi todas las láminas externas están compuestas por paneles fáciles de extraer, y podemos mostrarte sin dificultad como hacerlo. En cuanto al resto… Hum… No tenéis escalerillas, y aunque las tuvierais, no podríais usarlas. Vuestro ascensor presenta el ligero inconveniente de que una cuadrilla debe instalarlo primero en la parte de arriba. Me temo que estoy atascado por ahora. Pero ya pensaremos en algo; hemos llegado demasiado lejos para desistir.

— Sugiero que te tomes desde ahora hasta que mi marinero llegue desde el puesto de observación para pensar. Si no tienes una idea mejor para entonces, pondremos en práctica la mía.

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