El viento no los molestó durante un trecho. Barlennan había seguido el camino más apropiado, subiendo por el costado del abanico de escombros. Las partes más lejanas estaban compuestas por partículas relativamente finas: arena y diminutos guijarros; a medida que trepaban, los fragmentos de roca aumentaban de tamaño. Todos comprendían la razón (el viento arrastraba los trozos más pequeños), y empezaron a preocuparse por el tamaño de las rocas que tendrían que escalar al llegar a la fisura.
Tardaron pocos días en llegar al costado de la fisura. El viento era un poco más fresco; a pocos metros, doblaba la esquina con un rugido que dificultaba la conversación. Se toparon con algunos remolinos que anunciaron lo que les esperaba; pero Barlennan se detuvo sólo un momento. Luego, cerciorándose de tener la mochila cerca y bien amarrada al arnés, se armó de coraje y avanzo contra el embate del viento. Los otros lo siguieron sin titubear.
Sus peores temores no se confirmaron, no fue necesario escalar grandes rocas. Había fragmentos enormes, pero sus pendientes estaban unidas por una rampa de material más fino, que el viento constante había acumulado en aquella zona relativamente guarecida.
Las rampas se superponían, y en caso contrario era posible avanzar de una a la otra a través del viento. Siguieron un trayecto tortuoso, pero fueron ascendiendo lentamente.
Tuvieron que desechar la idea de que el viento no era peligroso. Un marinero sintió hambre, se detuvo en lo que considero un refugio y trato de sacar comida de la mochila; entonces un remolino que rodeaba esa roca, quizá causado por la presencia del propio marinero, que perturbaba el equilibrio alcanzado tras meses y años de viento constante, embolso el contenedor abierto. Este actuó como un paracaídas, saco al desdichado marinero de su refugio y lo arrastro cuesta abajo. Desapareció en una nube de arena. Su compañero miró hacia otra parte; en la gravedad a la que se encontraban, una caída desde quince centímetros de altitud resultaba mortal, y habría muchas caídas semejantes antes de que su compañero llegara al fondo. Si no las había, su peso de cientos de kilos chocaría con fuerza contra las rocas provocando el mismo resultado. Los supervivientes clavaron los pies en el suelo y desistieron de comer hasta haber llegado a la cima.
Una y otra vez, el sol paso por delante de ellos, brillando a través de la hendidura. Una y otra vez, surgió detrás, alumbrando la abertura desde la dirección opuesta. Cada vez que las rocas resplandecían bajo su impacto directo, los escaladores estaban un poco más arriba; y un viento cada vez mas leve rozaba sus largos cuerpos. La fisura se hacia visiblemente más ancha, y la pendiente más suave. Ahora veían que el risco se abría hacia delante y a los costados; al fin, el camino se volvió casi horizontal y pudieron contemplar las anchas regiones de la meseta superior. El viento aún era intenso, pero no tan peligroso, y, cuando Barlennan viró a la izquierda, amainó todavía más. Aquí no era tan cortante como abajo; penetraba en la fisura desde todas partes, pero precisamente por eso su fuerza menguó deprisa cuando dejaron atrás la grieta. Al fin pudieron detenerse y abrir las mochilas para disfrutar de una comida por primera vez en trescientos días, un período largo incluso para los mesklinitas.
Una vez aplacada el hambre, Barlennan empezó a examinar la comarca. Había detenido al grupo a un costado de la grieta, casi en el borde de la meseta, y el terreno descendía formando una pendiente circular. Era un terreno desalentador. Las rocas eran más grandes, y habría que sortearlas, pues escalarlas era impensable. Incluso sería imposible mantener un rumbo entre ellas; sólo verían unos metros en cualquier dirección una vez que las rocas los rodearan, y el sol no servía de orientación. Sería preciso mantenerse cerca del borde (aunque no demasiado, pensó Barlennan conteniendo un escalofrío). El problema de hallar el cohete se resolvería cuando estuvieran en las inmediaciones; sin duda les ayudarían los Voladores.
El otro problema eran las vituallas. En las mochilas llevaban suficientes para un largo tiempo, quizá para los mil doscientos kilómetros de regreso hasta el lugar donde estaba el Bree, pero necesitaban un medio para reaprovisionarse, pues no les duraría todo el viaje de ida y vuelta ni bastaría para mantenerlos un tiempo cerca del cohete. Al principio, Barlennan no halló solución a este problema, pero pronto encontró una respuesta. Tras reflexionar detenidamente, decidió que era lo mejor. Una vez que hubo elaborado los detalles, llamó a Dondragmer.
El piloto se había mantenido en la retaguardia durante el arduo ascenso, resistiendo sin quejas las mordeduras de la arena aflojada por los demás, que el viento le arrojaba sin piedad. Sin embargo, no parecía desalentado por la experiencia; su resistencia, aunque no su fortaleza, era similar a la de Hars. Escucho las órdenes del capitán sin manifestar emociones, aunque sin duda lo decepcionaban por lo menos en un sentido. Una vez informado de sus deberes, llamó a los miembros de su cuadrilla y a la mitad de la del capitán. Se redistribuyeron las mochilas; toda la comida se entregó al grupo relativamente pequeño que se quedaba con Barlennan, y también toda la cuerda, excepto un tramo de longitud suficiente para enlazar los arneses de todo el grupo de Dondragmer. Habían aprendido de la experiencia, y no tenían intenciones de repetirla.
Una vez cumplidos estos preliminares, el piloto no perdió más tiempo; dio media vuelta y condujo a su grupo hacia la pendiente que acababan de trepar con tanto esfuerzo, y muy pronto la procesión enlazada por cuerdas desapareció en la cuesta que conducía a la hendidura. Barlennan se volvió hacia los demás.
— A partir de ahora tendremos que racionar estrictamente la comida. No intentaremos viajar deprisa, pues nos perjudicaría. El Bree debería llegar a nuestra anterior escala antes que nosotros, pero ellos tendrán que efectuar algunos preparativos antes de poder ayudarnos. Los dos que lleváis radios, no dejéis que nada les ocurra; son el único medio para averiguar si estamos cerca del cohete, a menos que alguien se ofrezca para mirar por encima del borde. Por cierto, quizás esto sea necesario, pero en tal caso lo haré yo.
— ¿Partiremos de inmediato, capitán?
— No. Aguardaremos aquí hasta saber si Dondragmer regreso a la nave. Si se presentan problemas, tendremos que recurrir a otro plan, y quizá debamos regresar. En tal caso, sería una pérdida de tiempo y esfuerzo avanzar más ahora.
Entretanto, Dondragmer y su grupo llegaron a la pendiente sin dificultad. Se detuvieron el tiempo necesario para que el piloto se cerciorase de que los arneses estaban bien atados a lo largo de la cuerda que llevaban; luego sujeto el suyo a retaguardia y ordenó comenzar el descenso.
La cuerda resultó ser buena idea; pues, pese a sus innumerables pies, los mesklinitas tenían mas dificultades en la tracción cuesta abajo que cuesta arriba. El viento no arrastraba a nadie, pues no llevaban mochillas de donde pudiera aferrarlos, pero aun así la marcha era dificultosa. Como antes, perdieron la noción del tiempo y respiraron aliviados cuando el camino se abrió ante ellos y pudieron virar a la izquierda, apartándose del viento. Aún miraba hacia abajo, lo cual resultaba agotador para los nervios mesklinitas, pero la peor parte del descenso ya estaba hecha. Tardaron tres o cuatro días en bajar el resto del camino y llegar al Bree. Los marineros de la nave los habían visto venir y comenzaron a hacer especulaciones, la mayoría trágicas, respecto al resto de la partida. Pronto los tranquilizaron, y el piloto comunicó su llegada a los hombres de Toorey para que estos retransmitieran la información a Barlennan. Luego arrastraron la nave hasta el río, lo cual resultó agotador, pues faltaba una cuarta parte de la tripulación y la abrumadora gravedad polar aplastaba las balsas contra la playa; pero al final lo consiguieron. La nave se trabo dos veces en los guijarros que no la habían detenido al ir en dirección contraria; utilizaron la cabria diferencial para desencallarla. Cuando el Bree estuvo nuevamente a flote, Dondragmer se paso buena parte del viaje corriente abajo examinando la cabria. Ya conocía el principio de construcción para fabricar una sin ayuda; sin embargo, aun no atinaba a deducir por que funcionaba. Varios terrícolas lo observaban divertidos, pero ninguno tuvo la descortesía de demostrarlo, ni a nadie se le ocurrió quitarle la oportunidad de resolver el problema por su cuenta.
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