Hal Clement - Misión de gravedad

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El planeta Mesklin es grande y muy denso. La gravedad en su superficie varía enormemente desde 3 g en el ecuador hasta 700 g en los polos. Los océanos son de metano líquido y la nieve es amoniaco congelado. En estas condiciones de pesadilla viven los mesklinitas, quienes han desarrollado una cultura y una sociedad perfectamente acorde con las condiciones de su entorno. Barlemann, un osado marinero mesklinita, acepta emprender un viaje imposible para salvar una costosa sonda terrestre averiada en el polo del planeta. Para los mesklinitas el viaje constituye una maravillosa oportunidad de descubrir la ciencia y avanzar en el camino del conocimiento, fuerza motríz que les guía a través de numerosas aventuras.

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La posición del cohete varado se conocía con suma precisión, con un error de menos de diez kilómetros. Los transmisores telemétricos — no todos los instrumentos servían para almacenar datos— habían continuado operando durante más de un año terrícola, desde el momento en que la nave no respondió a las órdenes de despegue; en ese período se habían tomado una cantidad astronómica de fotografías en la zona de los transmisores.

La atmósfera de Mesklin no interfería demasiado con la radio.

El Bree también podía ser localizado por radio, al igual que el grupo de Barlennan; los terrícolas se encargarían de guiar a ambos grupos, y eventualmente los conducirían hacia el proyectil varado. La dificultad consistía en obtener fotografías desde Toorey, ya que los tres objetivos estaban en el «borde» del disco tal como se veía desde la luna. Peor aún, la forma del planeta significaba que un ínfimo error en la determinación de la dirección de la señal podía entrañar una diferencia de miles de kilómetros en la superficie de ese mundo; la línea de la antena apenas rozaba la zona más plana del planeta. Para remediarlo, el cohete que había fotografiado el planeta fue lanzado una vez más, adoptando una órbita circular que cruzaba los polos a intervalos regulares.

Una vez que la órbita se fijó con precisión, pudieron establecer contactos bastante precisos con los diminutos transmisores que los mesklinitas llevaban consigo.

El problema se simplificó aún más cuando Dondragmer llevó el Bree hasta su escala anterior y estableció un campamento. Ahora había un transmisor fijo en el planeta, y esto permitiría indicar a Barlennan cuanta distancia le quedaba en cuanto lo preguntase. El viaje se volvió rutinario una vez más. Al menos, para quienes lo observaban desde arriba.

17 — ASCENSOR

Para Barlennan no tuvo nada de rutinario. La meseta superior era tal como parecía desde el principio: árida, pedregosa, yerma y desconcertante. Barlennan no se atrevía a alejarse del borde; una vez entre aquellos pedrejones, pronto perdería la orientación. No había colinas que sirvieran como hitos, o al menos ninguna que se viera desde el suelo.

Las rocas desperdigadas lo ocultaban todo a pocos metros de distancia, elevándose en todas direcciones excepto hacia el borde del risco.

El viaje en sí no era difícil. El terreno era uniforme, excepto por las piedras; simplemente, había que sortearlas. Mil doscientos kilómetros representa una larga marcha para un hombre, y aún más larga para una criatura de apenas cuarenta centímetros de longitud, que debe «caminar» ondulando como una oruga; además, los incesantes desvíos alargaban mucho más esa distancia.

La gente de Barlennan podía viajar a considerable velocidad, pero había muchos contratiempos.

El capitán empezó a preocuparse por las vituallas antes del fin del viaje. Había pensado que dejaba un amplio margen de seguridad cuando concibió el proyecto, pero pronto tuvo que modificar esa idea. Una y otra vez preguntó ansiosamente a los humanos cuánta distancia faltaba; a veces recibía una respuesta — siempre desalentadora—, y otras el cohete estaba al otro lado del planeta y la respuesta llegaba desde Toorey, pidiéndole que aguardara un rato hasta que tuvieran la posición precisa. Las estaciones de relé aún funcionaban, pero no se podían utilizar para tomar una lectura direccional con su radio.

Todavía les quedaban provisiones, aunque no demasiadas, cuando al fin llegaron a una posición donde los terrícolas no hallaron una diferencia significativa en la posición de las radios. Teóricamente, lo primero consistiría en proceder a la siguiente fase del plan de Barlennan para reaprovisionarse de comestibles; pero antes debían tomar una medida seria. Barlennan la había mencionado antes de la partida, pero nadie había prestado demasiada atención al asunto. Ahora no podían eludirlo.

Los terrícolas habían dicho que se encontraban tan cerca del Bree como podían estarlo; por lo tanto, tendrían comida a pocos cientos de metros. Sin embargo, antes de dar un solo paso para obtenerla, alguien tendría que mirar por encima del borde. Deberían ver donde estaban en relación con la nave, ensamblar aparejos para izar la comida y afrontar un precipicio de cien metros. Y tenían una excelente percepción de la profundidad.

Aun así, era preciso; y al final lo hicieron. Barlennan, como correspondía a su posición, fue el primero en dar ejemplo.

Se dirigió — aunque sin prisa, hay que admitirlo— hasta el limite y clavó la mirada en las colinas bajas y otros accidentes del terreno que se interponían entre el y el lejano horizonte. Lentamente bajó la vista, fijándola en objetos cada vez mas cercanos, hasta toparse con el borde de roca. Sin prisa, miró adelante y atrás, habituándose a ver cosas que ya estaban debajo de él. Luego, casi imperceptiblemente, se inclinó hacia delante para captar el paisaje del pie del risco. Durante un buen rato le pareció uniforme, pero logro concentrar la atención en los detalles nuevos para no pensar en el acto temerario que estaba realizando. Al final, el río se hizo visible, y Barlennan continuó con cierta rapidez. Allá estaba la margen opuesta, el lugar donde la mayoría de las partidas de caza habían desembarcado después de cruzar el río a nado; desde arriba podía distinguir las huellas sinuosas que habían dejado. Nunca había comprendido por que esas cosas se percibían con tanta nitidez desde lo alto.

Ahora veía la orilla más cercana y la marca que habían dejado al arrastrar el Bree; poco mas allá estaba el Bree, sin modificaciones, con los marineros tendidos en las balsas o moviéndose despacio en la orilla vecina. Por un instante, Barlennan se olvidó de la altura y avanzó un poco más para llamarlos. La cabeza le asomó sobre el borde.

Y miró directamente hacia abajo.

Había creído que subir al techo del tanque era la experiencia más espantosa — al principio— que había sufrido. Ahora no sabía si el risco era peor. Barlennan no supo cómo se alejó del borde, y nunca preguntó a sus hombres si había necesitado ayuda. Cuando recobró la compostura, estaba a dos metros del borde, aún temblando e inseguro de sí.

Tardó días en recobrar su personalidad normal y su lucidez.

Al final comprendió lo que tenía que hacer. Mirar el barco no había sido problema; la dificultad se presentaba cuando sus ojos seguían una línea entre su posición y aquel punto remoto de allá abajo. Los terrícolas se lo sugirieron, y Barlennan, tras recapacitar, lo aceptó. Eso significaba que era posible hacer todo lo necesario; podían hacer señas a los marineros de abajo y tirar de las cuerdas, mientras no mirasen hacia abajo en línea recta.

Mantener la cabeza a cierta distancia del borde era la clave de la cordura y la supervivencia.

Dondragmer no había visto la cara del capitán durante su breve aparición, pero sabía que el otro grupo había llegado a la cima del risco. Los Voladores lo habían mantenido al corriente. El y su tripulación comenzaron a escudriñar el borde de la pared de roca mientras los de arriba empujaban una mochila hasta el borde y la mecían de un lado a otro. Al fin la vieron desde abajo, casi exactamente encima del barco. Antes del mareo, Barlennan había notado que no estaban exactamente en el mismo lugar, y al mostrar la señal se había corregido el error.

— De acuerdo, os tenemos — informó Dondragmer en inglés, y la frase fue retransmitida por uno de los hombres del cohete.

El marinero, aliviado, dejó de agitar la mochila vacía, la apoyó en el borde para que continuara siendo visible y se alejó del abismo. Entretanto, desenrollaron la cuerda que habían llevado y sujetaron un extremo a una roca. Barlennan supervisó estrictamente la operación; si perdían la cuerda, los que estaban en la meseta se morirían de hambre. Una vez satisfecho, hizo llevar el resto del cable hasta el borde, y dos marineros empezaron a bajarlo despacio. Dondragmer seguía la operación, pero no apostó a nadie debajo para coger la cuerda. Si alguien se resbalaba arriba y la cuerda caía, quien estuviera abajo lo pasaría mal, por ligero que fuera el cable. Aguardó a que Barlennan le comunicara que ya habían desenrollado toda la cuerda; luego, él y los demás tripulantes fueron hasta el pie del risco para buscarla. El cable sobrante había formado un bulto en el duro suelo.

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