Robert Heinlein - Viernes

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Viernes: краткое содержание, описание и аннотация

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Viernes es su nombre. Es una mujer. Y es un mensajero secreto. Está empleada por un hombre al que únicamente conoce como "Jefe". Operando desde y a través de una Tierra de un futuro próximo, en la cual Norteamérica ha sido balcanizada en docenas de estados independientes, en donde la cultura ha sido extrañamente vulgarizada y el caos es la norma feliz, se enfrenta a una sorprendente misión que la hace ir de un lado para otro bajo unas órdenes aparentemente absurdas. De Nueva Zelanda al Canadá, de uno a otro de los nuevos estados desunidos de América, mantiene ingeniosamente su equilibrio con rápidas y expeditivas soluciones, de una calamidad y embrollo a otro. Desesperada por la identidad y las relaciones humanas, nunca está segura si se halla un paso por delante, o un paso por detrás, del definitivo destino de la raza humana. Porque Viernes es una Persona Artificial… la mayor gloria de la ingeniería genética.
Una de las mejores obras de Heinlein, lo cual es lo mismo que decir una de las mejores de toda la ciencia ficción…

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— Mire, si insiste en tratar esto como cosa particular suya, voy a tener que pedirle que me muestre su licencia y su certificado médico, y llevármela conmigo si alguna de las dos cosas no está en orden. No deseo hacer eso; tengo en casa una hija aproximadamente de su misma edad y me gusta pensar que un policía le va a dar siempre una oportunidad.

De todos modos, no parece estar usted en el negocio; cualquiera puede ver por su rostro que no está lo suficientemente curtida como para ello.

Pensé en mostrarle esa tarjeta de crédito dorada… dudo que ninguna callejera lleve una tarjeta de crédito dorada, en ningún lugar. Pero el hombre realmente parecía estar preocupándose por mí, y yo ya había humillado a suficientes personas por un día. Le di las gracias y subí a mi habitación.

La gente humana es tan engreída que cree que siempre puede descubrir a una PA…

¡bah! Ni nosotras mismas podemos descubrirnos mutuamente. Trevor era el único hombre que jamás hubiera encontrado con el que hubiera podido casarme con la conciencia completamente tranquila… y lo había echado de mi lado.

¡Pero era demasiado sensitivo!

¿Quién es demasiado sensitivo? Tú lo eres, Viernes.

Pero, maldita sea, la mayoría de los humanos ejercen la discriminación contra nosotros. Patea a un perro las suficientes veces, y se volverá terriblemente asustadizo.

Observen mi dulce familia neozelandesa, los malditos detestables. Probablemente Anita se sentía muy orgullosa de haberme engañado… al fin y al cabo yo no soy humana.

Tanteo del día: Humanos 9 — Viernes 0.

¿Dónde está Janet?

21

Tras un corto sueño que pasé de pie en una sala de subastas aguardando a ser vendida, desperté… desperté porque los posibles clientes estaban insistiendo en inspeccionar mis dientes y finalmente mordí a uno y el subastador empezó a darme latigazos y me despertó. El Bellingham Hilton parecía horriblemente agradable.

Entonces hice la llamada que hubiera debido hacer primero. Pero las otras llamadas debían ser hechas de todos modos, y esta llamada era demasiado cara y hubiera sido innecesaria si mi última llamada hubiera dado resultado. Además, no me gusta telefonear a la Luna; los intervalos me ponen nerviosa.

De modo que llamé al Ceres & South África, el banco del Jefe… o uno de ellos. El que se hace cargo de mi crédito y paga mis facturas.

Tras la confusión habitual con las voces sintéticas que parecían más deliberadamente frustrantes que nunca a través de la demora de la velocidad de la luz, conseguí finalmente a un ser humano, una hermosa criatura femenina que a todas luces (o al menos me lo pareció) había sido contratada para ser una decorativa recepcionista… un sexto de gravedad es mucho más efectivo que el mejor sujetador. Le pedí hablar con uno de los directivos del banco.

— Está hablando usted con uno de los vicepresidentes — respondió —. Ha conseguido convencer a nuestra computadora de que necesitaba la ayuda de un ejecutivo responsable. Lo cual es evidentemente un truco; esa computadora es más bien testaruda.

¿En qué puedo ayudarla?

Le conté una parte de mi increíble historia.

— De modo que me tomó un par de semanas entrar en el Imperio, y cuando lo hube conseguido todos mis códigos de contacto se habían avinagrado. ¿Tiene el banco algún otro código de llamada o dirección para mí?

— Lo comprobaremos. ¿Cuál es el nombre de la compañía para la cual trabaja?

— Tiene varios nombres. Uno de ellos es System Enterprises.

— ¿Cuál es el nombre de su patrón?

— No tiene ningún nombre. Es más bien viejo, corpulento, con un solo ojo, más bien inválido, y camina lentamente con ayuda de dos bastones. ¿Le vale esto?

— Veremos. Me ha dicho usted que rechazamos su tarjeta de crédito MasterCard librada a través del Banco Imperial de Saint Louis. Léame el número de la tarjeta, lentamente.

Lo hice.

— ¿Desea fotografiarla?

— No. Déme una fecha.

— Diez sesenta y seis.

— Catorce noventa y dos — respondió.

— Cuatro mil cuatro antes de Cristo — admití.

— Diecisiete setenta y seis — replicó.

— Dos mil doce — respondí.

— Tiene usted un horrible sentido del humor, señorita Baldwin. De acuerdo, se supone que usted es usted. Pero por si no lo es, le apuesto lo que quiera a que no sobrevive al siguiente control. Al señor Dos Bastones se supone que no le divierten los revientapuertas. Apunte este código de llamada. Luego léamelo.

Lo hice.

Una hora más tarde pasaba por delante del Palacio de la Confederación en San José, en dirección de nuevo al Edificio del Crédito Comercial de California, y firmemente resuelta a no meterme en ninguna lucha frente al palacio no importa qué asesinatos estuvieran a punto de cometerse. Me di cuenta de que de hecho estaba en el mismo punto exacto en que había estado — esto, ¿hacía dos semanas? — , y si aquel punto me enviaba a Vicksburg de nuevo iba a volverme apaciblemente loca.

Mi cita en el Edificio CCC no era con la MasterCard, sino con una firma de abogados en otra planta, una a la que había llamado desde Bellington tras obtener el código de la terminal de la firma a través de la Luna. Acababa de alcanzar la esquina del edificio cuando un voz me dijo casi al oído:

— Señorita Viernes.

Miré rápidamente a mi alrededor. Una mujer con el uniforme de los Taxis Amarillos.

Miré de nuevo.

— ¡Rubia!

— ¿No pidió un taxi, señorita? Cruce la plaza y baje aquella calle. No nos dejan aparcar aquí.

Cruzamos juntas la plaza. Empecé a hablar, rebosante de euforia. Rubia me susurró:

— Por favor, actúe como la pasajera de un taxi, señorita Viernes. El Jefe desea que no nos hagamos notar.

— ¿Desde cuándo me llamas señorita?

— Mejor así. La disciplina es muy estricta ahora. El hecho de que sea yo quien la recoja es un permiso especial, uno que no se me hubiera concedido si yo no hubiera sido capaz de asegurar que podía efectuar una identificación positiva sin necesidad de la voz.

— Bien. De acuerdo. Pero no me llames señorita cuando no tengas que hacerlo. Santo Dios, Rubia querida. Me siento tan feliz de verte que me echaría a llorar.

— Yo también. Especialmente cuando este lunes dijeron que había muerto. Lloré, de veras. Y otras también.

— ¿Muerto? ¿Yo? Ni siquiera he estado cerca de la muerte, en absoluto, en ningún lugar. Ni siquiera he corrido el más ligero peligro. Sólo estaba perdida. Y ahora os he encontrado.

— Me alegro de ello.

Diez minutos más tarde era introducida en el despacho del Jefe.

— Viernes presentándose, señor — dije.

— Llegas tarde.

— Tomé la ruta turística, señor. Mississippi arriba, en un barco de excursionistas.

— Eso he oído. Pareces ser la única superviviente. Quiero decir que llegas tarde hoy.

Cruzaste la frontera hacia California a las doce cero cinco. Ahora son las siete veintidós.

— Maldita sea, Jefe; tuve problemas.

— Se supone que los correos son capaces de enfrentarse a los problemas sin que eso disminuya su rapidez.

— Maldita sea, Jefe, no estaba de servicio. No era un correo, todavía estaba de permiso; no tienes nada que reprocharme. Si no te hubieras mudado sin avisarme, no hubiera tenido el menor problema. Estaba ahí, en San José, hace dos semanas, apenas a un salto de aquí.

— Hace trece días.

— Jefe, te estás parando en pequeñeces para no admitir que es culpa tuya, no mía.

— Muy bien, aceptaré las culpas, si las hay, a fin de dejar de discutir y perder el tiempo.

He hecho terribles esfuerzos intentando ponerme en contacto contigo, mucho mayores que la alerta de rutina que fue enviada a los demás operadores de campo que no se hallaban en el cuartel general. Lamento que esos esfuerzos especiales fracasaran.

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