Una tarjeta de crédito es una correa en torno a tu cuello. En el mundo de las tarjetas de crédito una persona no tiene intimidad… o en el mejor de los casos protege su intimidad únicamente con grandes esfuerzos y muchas trapacerías. Además de eso, ¿saben ustedes alguna vez lo que está haciendo la red de computadoras cuando meten su tarjeta en una ranura? Yo no. Me siento mucho más segura con dinero en efectivo. Nunca he oído de nadie que haya tenido mucha suerte discutiendo con una computadora.
Tengo la impresión de que las tarjetas de crédito son una maldición. Pero no soy humana, y probablemente me falte el punto de vista humano del asunto (en esto como en tantas, tantas otras cosas).
Partí a la mañana siguiente, vestida con un maravilloso traje pantalón de tres piezas color azul polvo vitrificado (estoy segura de que Janet debe lucir hermosa con él, y me hizo sentir hermosa también a mí, pese a la evidencia de los espejos), con la idea de alquilar un coche de caballos cerca de Stonewall, sólo para descubrir que tenía la opción de un ómnibus tirado por caballos o un VMA de los Ferrocarriles Canadienses, ambos partiendo de la estación del tubo, Perimeter y McPhillips, donde Georges y yo habíamos iniciado nuestra informal luna de miel. Aunque prefiero los caballos, elegí el medio más rápido.
Ir a la ciudad no significaba que pudiera recuperar mi equipaje, aún en tránsito en el puerto. ¿Pero era posible recogerlo de la consigna de tránsito sin ser detectada como una extranjera procedente del Imperio? Decidí reclamarlo desde fuera del Canadá Británico.
Además, esos bultos habían sido facturados en Nueva Zelanda. Si había podido vivir sin ellos durante tanto tiempo, podía vivir sin ellos indefinidamente. ¿Cuánta gente ha muerto porque no ha sido capaz de abandonar su equipaje?
Poseo este moderadamente eficiente ángel guardián que se sienta en mi hombro.
Hacía apenas unos días Georges y yo habíamos pasado directamente por el molinete adecuado, habíamos metido las tarjetas de crédito de Janet e Ian en la correspondiente ranura sin siquiera parpadear, y habíamos ido sin problemas a Vancouver.
Esta vez, aunque había allí una cápsula cargando pasajeros, me descubrí caminando más allá de los molinetes en dirección a la oficina de viajes del Turismo Britocanadiense.
El lugar estaba atestado, así que no había peligro de ningún empleado vigilando lo que yo estaba haciendo… pero aguardé hasta que pude conseguir una consola en un rincón.
Quedó una disponible; me senté y tecleé una cápsula para Vancouver, luego metí la tarjeta de Janet en la ranura.
Mi ángel guardián estaba despierto aquel día; arranqué la tarjeta de un tirón, la oculté rápidamente fuera de la vista de todo el mundo, y esperé que nadie se hubiera dado cuenta del olor a plástico quemado. Me alejé de allí, el paso rápido y el gesto conspicuo.
En los molinetes, cuando pedí un billete para Vancouver, el empleado estaba atareado leyendo la página deportiva del Winnipeg Free Press. Bajó ligeramente el periódico, me miró por encima de él.
— ¿Por qué no usa su tarjeta como todo el mundo?
— ¿No tiene billetes a la venta? ¿No es este dinero de curso legal?
— Ese no es el asunto.
— Lo es para mí. Por favor, véndame un billete. Y déme su nombre y número de empleado, según ese cartel que hay puesto a su espalda. — Le tendí el importe exacto.
— Aquí está su billete. — Ignoró mi petición de que se identificara; yo ignoré su falta de no cumplir con las especificaciones. No deseaba tener un careo con su supervisor; simplemente deseaba crear una diversión del hecho de mi conspicua excentricidad utilizando efectivo en vez de una tarjeta de crédito.
La cápsula estaba llena, pero no tuve que ir de pie; un Galahad surgido del siglo pasado se puso en pie y me ofreció su asiento. Era joven y no mal parecido, y claramente estaba mostrándose amable debido a que me había clasificado como poseyendo todas las cualidades femeninas apropiadas.
Acepté con una sonrisa, y él se quedó de pie junto a mí, y yo hice todo lo posible por pagarle su atención inclinándome un poco hacia adelante y dejándole mirar por la abertura de mi escote. El pareció sentirse pagado — no dejó de mirar durante todo el trayecto —, y a mí no me costó nada, y no hubo ningún problema. Aprecié su interés y la comodidad que me había proporcionado… sesenta minutos es mucho tiempo para permanecer de pie con las bruscas arrancadas de una cápsula exprés.
Cuando salimos en Vancouver me preguntó si tenía algún plan para comer. Porque, si no lo tenía, él conocía un lugar realmente grande, el Bayshore Inn. Y si me gustaba la comida china o japonesa…
Le dije que lo sentía, pero que tenía que estar en Bellingham al mediodía.
En vez de aceptar el rechazo, su rostro se iluminó.
— ¡Vaya feliz coincidencia! Yo también voy a Bellingham, aunque pensé que podía demorarme hasta después de comer. Podemos comer juntos en Bellingham. ¿Trato hecho?
(¿No hay algo en las leyes internacionales acerca de cruzar fronteras internacionales para propósitos inmorales? ¿Pero puede clasificarse realmente como «inmoral» el claro y directo estado de celo de este joven? Una persona artificial nunca comprende los códigos sexuales de la gente humana; todo lo que podemos hacer es memorizarlos e intentar no meternos en líos. Pero no es tan fácil; los códigos sexuales humanos son tan retorcidos como un plato de spaghettis).
Fracasado mi intento de echarlo, me vi obligada a decidir rápidamente si ser ruda con él o seguir adelante con sus evidentes propósitos. Me regañé a mí misma: Viernes, ya eres una chica crecida; deberías saberlo mejor. Si tu intención era no darle ninguna esperanza respecto a llevarte a la cama, el tiempo de echarte atrás era cuando te ofreció ese asiento en Winnipeg.
Hice un nuevo intento:
— Trato hecho — respondí —, si me permite pagar la cuenta, sin ninguna discusión. — Era un sucio truco por mi parte, y los dos sabíamos que, si él me dejaba pagar la comida, aquello cancelaba su inversión de una hora de estar de pie agarrándose y luchando contra las arrancadas de la cápsula. Pero el protocolo no le permitía reclamar su inversión; este acto de galantería se suponía que era desinteresado, caballeroso, sin expectativas de ninguna recompensa.
El sucio, rastrero, mañoso, concupiscente bribón procedió a saltarse el protocolo.
— De acuerdo — respondió.
Me tragué mi sorpresa.
— ¿Nada de discusiones después? ¿Es mi invitación?
— Ninguna discusión — aceptó —. Obviamente no desea usted hallarse bajo la obligación nominal del importe de una comida aunque yo fui quien primero hizo la invitación y por lo tanto debería esgrimir el privilegio del anfitrión. No sé lo que habré hecho para irritarla pero no voy a forzarla ni siquiera a la más trivial obligación. Hay un McDonald’s en el nivel de superficie cuando lleguemos a Bellingham; yo tomaré un Big Mac y una coca. Usted paga. Luego podremos ser amigos.
— Soy Marjorie Baldwin — respondí —; ¿cuál es su nombre?
— Me llamo Trevor Andrews, Marjorie.
— Trevor. Es un bonito nombre. Trevor, es usted sucio, tortuoso, rastrero y despreciable.
Así que lléveme al mejor restaurante en Bellingham, doblégueme con finos licores y comida de gourmet, y usted pagará la factura. Le daré una honesta oportunidad de cumplir sus sucios designios. Pero no creo que consiga llevarme a la cama; no me siento receptiva.
Eso último era una mentira; me estaba sintiendo receptiva y muy lanzada… si él hubiera poseído mi perfeccionado sentido del olfato se hubiera sentido seguro de ello. Del mismo modo que yo estaba seguro de que él estaba lanzado con respecto a mí. Un macho humano no puede disimular ante una hembra PA que tiene sus sentidos perfeccionados. Aprendí esto en la menarquía. Pero por supuesto nunca me siento ofendida por la lascivia del macho. Como máximo imito a veces el comportamiento de las mujeres humanas pretendiendo sentirme ofendida. No lo hago muy a menudo, y tiendo a evitarlo; no soy tan convincente como actriz.
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