Robert Heinlein - Viernes

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Viernes: краткое содержание, описание и аннотация

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Viernes es su nombre. Es una mujer. Y es un mensajero secreto. Está empleada por un hombre al que únicamente conoce como "Jefe". Operando desde y a través de una Tierra de un futuro próximo, en la cual Norteamérica ha sido balcanizada en docenas de estados independientes, en donde la cultura ha sido extrañamente vulgarizada y el caos es la norma feliz, se enfrenta a una sorprendente misión que la hace ir de un lado para otro bajo unas órdenes aparentemente absurdas. De Nueva Zelanda al Canadá, de uno a otro de los nuevos estados desunidos de América, mantiene ingeniosamente su equilibrio con rápidas y expeditivas soluciones, de una calamidad y embrollo a otro. Desesperada por la identidad y las relaciones humanas, nunca está segura si se halla un paso por delante, o un paso por detrás, del definitivo destino de la raza humana. Porque Viernes es una Persona Artificial… la mayor gloria de la ingeniería genética.
Una de las mejores obras de Heinlein, lo cual es lo mismo que decir una de las mejores de toda la ciencia ficción…

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— Entérate de las noticias, grandullón — respondí —. Eso fue la última semana. Han cambiado dos veces desde entonces. Ahora los turnos cambian al mediodía.

— Nadie nos lo notificó.

— ¿Deseas que el Superintendente te escriba una carta personal? Dame tu número de placa y le diré que lo haga.

— No te pongas insolente, muchacha. De buena gana te llevaría conmigo para comprobar eso que dices.

— Adelante. Un día de descanso para mí… mientras tú explicas por qué este tramo no ha sido mantenido.

— Oh, cállate. — Echaron a andar de vuelta a su vehículo.

— Hey, ¿alguno de vosotros tiene un porro? — pregunté.

— No fumamos cuando estamos de servicio — dijo el conductor —, y tú tampoco deberías.

— Que te zurzan — respondí educadamente.

El conductor fue a replicar, pero el otro cerró la portezuela, y despegaron…

directamente por encima de mi cabeza, obligándome a agacharme. No creo que les hubiera caído bien.

Regresé a la alambrada mientras llegaba a la conclusión de que Hannah Jensen no era una dama. No tenía excusa para mostrarse brusca con los Verdes simplemente porque eran indeciblemente odiosos. Incluso las viudas negras, los piojos y las hienas tienen derecho a vivir, aunque yo no pueda comprender por qué.

Decidí que mis planes no eran tan buenos como había creído; el Jefe no los aprobaría.

Cortar la alambrada a plena luz del día era demasiado llamativo. Mejor buscar un lugar adecuado, luego aguardar la noche, y entonces regresar a él. O pasar la noche siguiendo el plan número dos: comprobar la posibilidad de pasar bajo la alambrada en el río Roseau.

No era tan loca como para seguir el plan número dos. El tramo inferior del Mississippi no había sido demasiado frío, pera esos ríos del norte podían helar a un cadáver. Había comprobado el Pembina a última hora del día anterior. ¡Brrr! Un último recurso.

Así que elige un tramo de alambrada, decide exactamente cómo vas a hacerlo para cortarla, luego encuentra algunos árboles, envuélvete en algunas acogedoras hojas, y espera a que llegue la oscuridad. Ensaya cada movimiento, de modo que puedas pasar por esa alambrada como una meada por la nieve.

En este punto llegué a una pequeña altura y me di de bruces contra otro hombre de mantenimiento, tipo masculino.

Cuando te encuentres ante alguna duda, ataca.

— ¿Qué demonios estás haciendo, compañero?

— Estoy recorriendo la alambrada. Mi tramo de alambrada. ¿Qué estás haciendo tú, hermana?

— ¡Oh, por los clavos de Cristo! No soy tu hermana. Y tú estás o en el tramo equivocado o en el turno equivocado. — Observé intranquila que el bien vestido mantenedor de la alambrada llevaba un walkie-talkie. Bien, no había pensado en ello; todavía estaba aprendiendo el oficio.

— Y un infierno — respondió —. Según la nueva distribución de turnos yo entro al amanecer; soy relevado al mediodía. ¿Quizá por ti, eh? Sí, probablemente es eso; leíste mal la lista de turnos. Será mejor que llame y lo compruebe.

— Sí, hazlo — dije, avanzando hacia él.

Vaciló.

— Por otra parte, quizá…

Yo no vacilé.

No mato a todo el mundo con quien tengo alguna diferencia de opinión, y no deseo que nadie que lea estas memorias piense que sí lo hago. No hice más que ponerlo fuera de combate, temporalmente y no mucho; simplemente lo sumí en un sueño repentino.

Tomé una cinta adhesiva de mi cinturón y le até las manos a la espalda y los tobillos juntos. Si hubiera tenido algún esparadrapo quirúrgico ancho lo hubiera amordazado, pero todo lo que tenía era una cinta aislante de dos centímetros, y estaba más ansiosa por cortar la alambrada que por impedirle que se pusiera a chillarles a los coyotes y a las liebres pidiendo socorro. Me apresuré.

Un soldador lo suficientemente bueno como para reparar una alambrada puede cortar una alambrada… pero mi soldador era un poco mejor que eso; lo había comprado en la puerta de atrás de la Fargo… un láser cortaaceros aunque por fuera pareciera un soldador de oxiacetileno. En unos minutos había practicado un agujero lo suficientemente grande como para permitir pasar por él a Viernes. Empecé a pasar.

— ¡Hey, llévame contigo!

Dudé. El tipo estaba diciendo insistentemente que estaba tan ansioso de largarse de aquellos malditos Verdes como podía estarlo yo… ¡desátame!

Lo que hice a continuación sólo puede compararse en estupidez con lo que hizo la mujer de Lot. Tomé el cuchillo de mi cinturón, corté la cinta de sus muñecas, la de sus tobillos… pasé por el orificio que había practicado y empecé a correr. No esperé a ver si él pasaba o no también por el agujero.

Había uno de los raros bosquecillos de arbustos aproximadamente a un kilómetro al norte de mí; me dirigí hacia allá batiendo un nuevo récord de velocidad. Ese pesado cinturón de herramientas me lastraba; me lo quité sin disminuir la marcha. Un momento más tarde me desprendía de la gorra, y «Hannah Jensen» regresaba al País de la Fantasía mientras soldador, guantes y trastos de reparación se quedaban en el Imperio.

Todo lo que quedaba de ella era una cartera de la que dispondría cuando no estuviera tan apresurada.

Me metí entre los árboles, luego me volví y encontré un lugar desde donde observar el camino que había recorrido, mientras me daba cuenta con inquietud de que llevaba una cola tras de mí.

Mi anterior prisionero estaba aproximadamente a medio camino entre la alambrada y los árboles… y dos VMAs convergían sobre él. El que estaba más cerca de él llevaba la gran Hoja de Arce del Canadá Británico. Podía ver la insignia del otro mientras se dirigía directamente hacia mí, a través de la zona internacional.

El coche de la policía britocanadiense aterrizó; mi en otro tiempo huésped pareció rendirse sin discusión… razonable, puesto que el VMA del Imperio aterrizó inmediatamente después, al menos doscientos metros dentro de territorio britocanadiense… y sí, era de la Policía Imperial… probablemente el mismo que me había parado.

No soy abogado internacionalista, pero estoy segura de que algunas guerras han empezado por menos que eso. Contuve la respiración, extendiendo mi oído al limite, y escuché.

Tampoco había abogados internacionalistas entre aquellas dos fuerzas de policía; la discusión fue ruidosa pero no coherente. Los imperiales exigían que se les entregara al refugiado bajo la doctrina de persecución encarnizada, y un cabo de la Policía Montada estaba sosteniendo (correctamente, a mi modo de ver) que la persecución encarnizada se aplicaba tan sólo a los criminales cogidos in fraganti, pero el único «crimen» que había allí era haber entrado en el Canadá Británico por un lugar distinto a las puertas autorizadas, un asunto que no entraba en la jurisdicción de la Policía Imperial.

— ¡Y ahora saquen ese cascajo de suelo britocanadiense!

El Verde pronunció una no respuesta monosílaba que enfureció al Montada. Cerró la portezuela de un golpe y habló a través de su altavoz:

— Les arresto por violación del espacio aéreo y del suelo britocanadiense. Salgan y entréguense. No intenten despegar.

Inmediatamente los Verdes despegaron y se retiraron a toda prisa a su lado de la franja internacional… y desaparecieron. Lo cual podía ser exactamente lo que el Montada había pretendido que ocurriera. Me mantuve completamente inmóvil, pues ahora podían tener todo el tiempo que quisieran para dedicar su atención a mí.

Supongo concluyentemente que mi compañero de escapada me pagó entonces su billete a través de la alambrada: no hubo ninguna búsqueda en mi dirección. Seguro que me vio meterme en el bosquecillo. Pero es poco probable que los Montadas me hubieran visto. No dudo que al cortar la alambrada sonaron alarmas en las estaciones de policía de ambos lados de la frontera; eso era una pura rutina para los chicos de electrónica — incluso el señalar el lugar exacto de la brecha —, y era por eso por lo que había planeado hacerlo rápido.

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