Lo miré, esperando que fuera el número, pero era una lista de títulos de películas.
—En ninguna de ellas hay bebida —dijo—. Son unas tres semanas de trabajo. Con eso tendrás contento a Mayer durante algún tiempo.
—Gracias —dije, asombrado.
—Betsy Booth contraataca.
Debí de poner cara de tonto.
—Judy Garland. Andy Hardy se enamora. Ya te dije que he estado viendo un montón de películas. Por eso conseguí el trabajo. Una ayudante de localización tiene que conocer todos los escenarios, decorados y pruebas, y poder encontrarlos para que el hackólito no tenga que digitalizar otras nuevas. Ahorra memoria.
Señaló la pantalla.
— Historias de Filadelfia tiene una biblioteca pública, una redacción de periódico, una piscina, y un Packard del 1936 —sonrió—. ¿Recuerdas cuando dijiste que las películas nos enseñaban a actuar y nos daban líneas de diálogo que decir? Tenías razón. Pero te equivocabas en el papel que yo representaba. Dijiste que era Thelma Ritter, pero no es así. —Señaló la pantalla, donde estaban reunidos los invitados a la boda—. Era Liz.
Fruncí el ceño ante la pantalla, incapaz de recordar quién era Liz. ¿La precoz hermana pequeña de Katharine Hepburn? No, espera. La otra periodista, la doliente enamorada de Jimmy Stewart.
—He estado haciendo de Joan Blondell —añadió Heada—. Mary Stuart Masterson, Ann Sothern. La chica de la puerta de al lado, la secretaria enamorada de su jefe, sólo que el tipo nunca se fija en ella, sólo la considera una chiquilla. Él está enamorado de Tracy Lord, pero Joan Blondell le ayuda de todas formas. Haría cualquier cosa por él, incluso ver películas.
Se metió las manos en los bolsillos de su chaqueta y me pregunté cuándo había dejado de llevar el vestido blanco sin mangas y los guantes de seda rosa.
—La secretaria lo apoya —prosiguió Heada—. Lo cuida y le da consejo. Incluso le ayuda con sus amoríos, porque sabe que al final de la película acabará fijándose en ella, se dará cuenta de que no puede vivir sin ella, comprenderá que Katharine Hepburn no es para él y la secretaria le ha estado amando en secreto desde el principio. —Me miró—. Pero esto no es el cine, ¿verdad? —Me observó fijamente…
Su pelo ya no era rubio platino. Era castaño claro con mechas.
—Heada —dije.
—No importa. Ya lo he comprendido. Es lo que pasa por tomar demasiado klieg —sonrió—. En la vida real, Liz tendría que renunciar a Jimmy Stewart, contentarse con su amistad. Prueba para un nuevo papel. ¿Joan Crawford, tal vez?
Sacudí la cabeza.
—Rosalind Russell.
—Bueno, Melanie Griffith al menos. De todas formas, me marcho esta tarde, y sólo quería despedirme y que me desearas buena suerte.
—Te irá muy bien —dije—. Serás la dueña de ILMGM dentro de seis meses. —La besé en la mejilla—. Lo sabes todo.
—Sí.
Se encaminó hacia la puerta.
—«Cuídate, chico» —dijo.
La vi recorrer el pasillo y luego entré en la habitación, mirando la lista que me había dado. Había más de treinta películas. Casi cincuenta. Las que estaban cerca del final tenían unas notas: «Fotograma 14-1968, botella sobre la mesa» y «Fotograma 102-166, referencia a la cerveza».
Hubiese debido introducir las doce primeras, enviárselas a Mayer para calmarlo, pero no lo hice. Me quedé sentado en la cama, mirando la lista. Junto a Casablanca había escrito: «Imposible.»
—Hola —dijo Heada desde la puerta—. Es Tess Trueheart de nuevo. —Y se quedó allí, incómoda.
—¿Qué pasa? —pregunté, poniéndome en pie—. ¿Ha vuelto Mayer?
—Ella no está en 1950 —dijo, sin mirarme a los ojos—. Está en Sunset Boulevard. La vi.
—¿En Sunset Boulevard?
—No. En los deslizadores.
No en un tempomento paralelo. Ni en algún País de Nunca Jamás donde la gente atravesara las pantallas de cine. Aquí. En los deslizadores.
—¿Hablaste con ella?
Negó con la cabeza.
—Era la hora punta de la mañana. Volvía de ver a Mayer, y apenas la vi. Ya sabes cómo es la hora punta. Traté de abrirme paso entre la multitud, pero para cuando lo conseguí, ya se había bajado.
—¿Por qué querría bajarse en Sunset Boulevard? ¿La viste bajarse?
—Ya te he dicho que apenas la vi entre la multitud. Cargaba con todo su equipo. Pero tuvo que bajarse en Sunset. Fue la única estación por la que pasamos.
—Has dicho que llevaba equipo. ¿Qué clase de equipo?
—No lo sé. Equipo. Ya digo que…
—Apenas la viste. ¿Estás segura de que era ella?
Asintió.
—No quería decírtelo, pero resulta difícil librarse de un papel como el de Betsy Booth. Y es difícil odiar a Alis, después de todo lo que ha hecho. —Señaló sus reflejos en la pantalla—. Mírame. Libre de chooch, libre de klieg. —Se volvió y me miró—. Siempre quise trabajar en el cine y por fin lo he conseguido.
Volvió a perderse pasillo abajo.
—¡Heada, espera! —la llamé, y entonces me arrepentí temiendo que su cara estuviera llena de esperanza cuando se volviera, que hubiera lágrimas en sus ojos.
Pero era Heada, la que lo sabe todo.
—¿Cómo te llamas? —pregunté—. Sólo me has dado tu acceso, y nunca te he llamado más que Heada.
Ella me dirigió una sonrisa de sabiduría, de tristeza. Emma Thompson en Lo que queda del día.
—Me gusta Heada—dijo.
La cámara avanza a plano medio. Cartel de estación LATT. Pantalla romboidal, «Los Ángeles Intransit» con letras rosa. «Sunset Boulevard» en amarillo.
Cogí los opdisks de las rutinas de Alis y subí a los deslizadores. Estaban casi desiertos: sólo había un grupito de turatas con orejas de ratón, una Marilyn muy colgada, y Elizabeth Taylor, Sidney Poitier, Mary Pickford, Harrison Ford, saliendo uno por uno de la niebla dorada de ILMGM. Contemplé los carteles, esperando a Sunset Boulevard y preguntándome qué estaría haciendo Alis en aquel lugar. Allí no había nada más que la vieja autopista.
La Marilyn se me acercó tambaleándose. Su vestido blanco sin mangas estaba manchado y arrugado, y había una mancha roja de carmín junto a su oreja.
—¿Te apetece un ñaca? —dijo, no mirándome a mí, sino a Harrison Ford en la pantalla.
—No, gracias —respondí.
—Muy bien—dijo dócilmente—. ¿Y tú?
No esperó a que Harrison ni yo contestáramos. Se marchó y luego regresó.
—¿Eres ejeco de los estudios? —preguntó.
—No, lo siento.
—Quiero trabajar en el cine —anunció, y se marchó de nuevo.
Mantuve los ojos fijos en la pantalla. Ésta se volvió plateada durante un segundo entre dos anuncios, y me pude ver con aspecto limpio, responsable y sobrio. Jimmy Stewart en Caballero sin espada. No era de extrañar que me hubiera confundido con un ejeco.
El anuncio de la estación de Sunset Boulevard se encendió y me bajé.
La zona no había cambiado. Seguía sin haber nada aquí, ni siquiera luces. La autopista abandonada acechaba sombría a la luz de las estrellas, y pude ver un fuego muy lejos bajo uno de los árboles.
Me pareció imposible que Alis estuviera allí. Debió de descubrir a Heada y se bajó para que no averiguara dónde iba de verdad. ¿Adónde?
Había otra luz ahora, un fino haz blanco que oscilaba hacia mí. Delirantes, tal vez, en busca de víctimas. Volví a subir a los deslizadores.
La Marilyn seguía allí, sentada en el suelo, con las piernas abiertas, rebuscando en la palma abierta un puñado de pastis de chooch, illy, klieg. El único equipo que necesita una liberada, pensé, lo que al menos significa que Alis no se dedica a liberarse, y advertí que me sentía más aliviado desde que Heada me había dicho que había visto a Alis con todo aquel equipo, aunque no supiera dónde estaba. Al menos no se había convertido en una liberada.
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