El sonido del cono de escape y el roce de la vegetación en la parte baja de la barquilla, le hicieron regresar al mundo real. Bartan había pasado sobre la baranda y se apoyaba en el reborde exterior, estirándose hacia su mujer. Ella agarró su mano y en un segundo estuvo de pie junto a él. Toller la ayudó a saltar por encima de la baranda, maravillándose al comprobar que se producía un contacto corporal normal. Bartan volvió a bordo con un ágil movimiento y abrazó a Sondeweere.
Toller, Berise y Zavotle se acercaron espontáneamente a ellos, y los brazos se superpusieron, expresando la alegría de un abrazo múltiple. Éste terminó cuando los apoyos de la barquilla rebotaron contra el suelo, transmitiendo una trepidación a la plataforma.
—¡Arriba! —dijo Toller a Wraker, que al momento inició una descarga larga para reanimar la gigantesca estructura del globo que esperaba pacientemente arriba.
—¡Sí, sí! —exclamó Sondeweere, separándose del grupo y acercándose a Wraker con la mano derecha levantada en un gesto de saludo.
Éste respondió alargando su mano libre, pero el apretón esperado no se produjo: Sondeweere ignoró su mano y, antes de que ninguno de los que observaban pudiera reaccionar, cogió la cuerda roja que conectaba con la banda de desgarre del globo y tiró de ella hacía abajo con una fuerza terrible.
En el confinado microcosmos de la barquilla no hubo ninguna respuesta inmediata, pero Toller supo que el globo había sido asesinado. Por encima de él, un gran trapecio de lienzo se había separado de la corona del globo, y la cubierta estaba ya empezando a arrugarse y a combarse mientras el aire caliente que contenía era expulsado a la atmósfera. La nave estaba ahora condenada a aterrizar sobre Farland, y quizás a quedarse allí para siempre.
—¡Sondy! ¿Qué has hecho?
El grito angustiado de Bartan se oyó con toda claridad sobre el clamor de protestas consternadas. Se lanzó hacia ella con ambos brazos extendidos, como intentando evitar tardíamente que hiciese cualquier movimiento indebido; pero Sondeweere lo esquivó y se deslizó hacia una parte de la barquilla donde no había nadie.
«Sondeweere ha desaparecido», pensó Toller. «Entre nosotros tenemos a la supermujer simbonita».
—Lo he hecho por una razón importante —dijo ella, con voz firme y clara—. Si me escucháis durante…
Sus palabras se perdieron cuando la barquilla chocó contra el suelo en ángulo agudo, despidiendo los cuerpos y el equipo suelto contra uno de sus lados, antes de volver a quedar en posición horizontal.
—Sacad los montantes —gritó Toller, emergiendo de repente de sus meditaciones—. El globo se está cayendo sobre nosotros.
Dio un tirón a la cuerda que aguantaba el montante más próximo y empujó el delgado soporte fuera de la baranda, esperando evitar que el peso de la envoltura que se hundía cayese sobre él. La barquilla se estaba inundando de gas caliente que la boca del globo despedía hacia abajo. Un ruido crujiente le indicó a Toller que al menos uno de los otros montantes había sido ya sobrecargado.
Trepó por un lado, advirtiendo de reojo que los demás hacían lo mismo, y saltó al suelo. Se apartó unos metros —corriendo sobre lo que le pareció hierba normal— y se volvió para ver como se desmoronaba el globo. La enorme forma era aún lo bastante alta para ocultar parte del cielo, pero había perdido toda su simetría. Deformada, retorciéndose como un monstruo agonizante, se hundía a una velocidad creciente. La ligera brisa la empujó, apartándola de la barquilla, y quedó aleteando sobre la hierba, alzándose en curvas ondulantes producidas por el aire atrapado en su interior.
Siguió un breve silencio; después, los miembros de la tripulación se volvieron y se acercaron a Sondeweere. Su actitud no era amenazadora, ni siquiera resentida, pero los cursos de sus vidas habían sido profundamente alterados por su actuación inesperada y buscaban una explicación. Toller los veía bastante bien a pesar de la oscuridad, y advirtió que él era el único que llevaba espada. Obedeciendo a sus antiguos instintos, llevó la mano a la empuñadura del arma y miró a su alrededor, intentando penetrar en los pliegues de aquella noche tan extraña.
—No hay farlandeses en muchos kilómetros —dijo Sondeweere, dirigiéndose directamente a él—. No os he traicionado.
—¿Puedo ser tan osado como para preguntar porqué lo has hecho? —preguntó él con sarcasmo—. Te darás cuenta de que tenemos cierto interés en el asunto.
—Necesitamos saber… —añadió Bartan, con una voz temblorosa que indicaba que él —quizá más que nadie— estaba desolado por el giro de los acontecimientos.
Sondeweere llevaba una ceñida túnica blanca y la ajustó alrededor de su cuello antes de hablar.
—Os invito a meditar sobre dos hechos de suma importancia. El primero es que los simbonitas de este planeta conocen exactamente mi paradero en cada momento. Saben con precisión dónde estoy ahora, pero no sospechan nada ni llevarán a cabo ninguna acción, porque, afortunadamente para todos vosotros, soy de naturaleza inquieta y acostumbro a viajar por todas partes a cualquier hora. El segundo hecho —siguió Sondeweere, hablando con serena fluidez— es que los simbonitas me trajeron aquí en una nave que realiza la travesía interplanetaria en sólo unos minutos.
—¡Minutos! —dijo Zavotle—. ¿Sólo unos minutos?
—El viaje podría realizarse en segundos, o incluso en fracciones de segundo, pero para cortas distancias es más conveniente utilizar una velocidad moderada. Mi opinión es que si me hubiera elevado en esta nave espacial, los simbonitas se habrían dado cuenta de inmediato y nos habrían interceptado con su nave. Como ya os he dicho, no son homicidas por instinto, pero nunca permitirán que vuelva a mi planeta. Se hubieran limitado a forzar el descenso de la nave y, a consecuencia de ello, todos habríamos muerto.
—¿Sus armas son muy superiores a las nuestras? —preguntó Toller, tratando de imaginarse un enfrentamiento aéreo.
—La nave de los simbonitas no lleva armas propiamente dichas, pero cuando vuela está rodeada por un campo, llamado aura, que es incompatible con la vida. El concepto implícito no puedo explicároslo, pero estad seguros de que un encuentro con la nave simbonita habría provocado vuestras muertes. Tanto si los simbonitas lo desearan como si no, habríamos muerto.
Un silencio descendió sobre el grupo mientras asimilaban el mensaje de Sondeweere. De repente la brisa se hizo más fría, salpicando a las figuras silenciosas con gotas heladas de lluvia que atravesaron con facilidad sus ligeras ropas, y las nubes se deslizaron bajo las estrellas como las puertas de una prisión que se cerrasen. «Farland se regocija», pensó Toller, tratando de reprimir un estremecimiento.
Berise fue la primera en hablar, y al hacerlo su voz mostró una nota de inconfundible ira.
—Me parece que te has excedido al estropear nuestra nave —le dijo a Sondeweere—. Si nos hubieras contado la historia completa al subir a bordo, te habríamos bajado y, después, vuelto a Overland sin problemas.
—¿Habríais hecho eso? —Sondeweere le dirigió una sonrisa triste—. ¿Habría optado alguno de vosotros por ser tan… lógico?
—No puedo hablar en nombre de los demás, pero puedes estar segura de que yo sí —dijo Berise, y Toller intuyó al momento que la actitud estaba menos relacionada con la nave y el resultado de la expedición que con su rivalidad por el afecto de Bartan.
Encontró tiempo —a pesar de la extrema urgencia de la situación— para admirar una vez más la mentalidad femenina y sentir cierto miedo de Berise. Era otra Gesalla. Ahora se daba cuenta de que todas las mujeres se parecían a Gesalla de una u otra forma, y un hombre no era un rival apropiado para ellas, si se metía en el terreno que les era propio.
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