Esperaba que Bartan Drumme mostrase cierto grado de preocupación por el mismo tema, pero el joven no dio ningún signo de ello. Cuando no dormía o realizaba su turno en los mandos, pasaba el tiempo hablando con Berise y Wraker; con frecuencia bebiendo de uno de los odres de coñac que había incluido en su equipo. Berise también había llevado sus instrumentos de dibujo y se pasaba horas haciendo bocetos de los demás, o dibujando mapas del planeta al que se aproximaban; esto último principalmente en beneficio de Zavotle. Por su parte, el hombre menudo parecía estar deteriorándose a velocidad creciente. Echado sobre su colchoneta con los brazos apretados contra el estómago, raramente se animaba excepto cuando se comunicaba con Sondeweere. Si hubiera tenido ocasión, la habría interrogado durante horas; pero las visitas eran siempre breves y las instrucciones escuetas, como si otros muchos asuntos ocuparan su atención.
Inesperadamente, Toller llegó a trabar una gran amistad con el tripulante que menos conocía, Dakan Wraker. Aunque había nacido después de la Migración, el hombre —de hablar suave, de cabellos rizados e irónicos ojos grises— tenía un profundo interés por la historia del Viejo Mundo. Mientras ayudaba a Toller a engrasar y limpiar los rifles y las cinco espadas de acero que se habían llevado para la misión, le animaba a hablar durante largos ratos sobre la vida en Ro-Atabri, la antigua capital de Kolkorron, y el modo en que había extendido su influencia por todo el hemisferio. Se notaba que Wraker tenía intención de escribir un libro que ayudara a conservar la identidad de la nación.
—De modo que tenemos una pintora y un escritor en nuestra nave —dijo Toller—. Berise y tú podríais formar una sociedad.
—Me encantaría asociarme de cualquier forma con Berise —replicó él en voz baja—, pero me parece que tiene los ojos puestos en otro.
Toller frunció el ceño.
—¿Te refieres a Bartan? Pero si pronto se reunirá con su esposa…
—Una pareja bastante inadecuada, ¿verdad? Quizá Berise no vea ningún futuro en esa unión.
En los comentarios de Wraker, Toller reconoció un eco de sus propios pensamientos. De modo que, en apariencia, el único que no tenía dudas sobre las perspectivas del extraño matrimonio de Bartan era el propio Bartan. Medio borracho la mayor parte del tiempo, parecía vivir en un estado de euforia permanente, sustentada por la creencia de que cuando se encontrase de nuevo con Sondeweere todo sería como antes. Toller era incapaz de explicarse cómo el joven podía continuar alimentando esperanzas tan ingenuas, pero ¿podía alguno de ellos presumir de haber demostrado grandes dotes de predicción?
Toller advirtió que incluso cuando Sondeweere utilizaba una palabra que él nunca había oído antes, comprendía su significado. Era como si las palabras fuesen sólo un medio oportuno de transporte, cada una dotada de una multiplicidad de significados y conceptos complementarios. Cuando la mente le hablaba a la mente no se producían malentendidos, ni quedaban áreas de vaguedad.
Ningún hombre que escuchase la voz silenciosa de Sondeweere podía dejar de entender lo que decía…, y ella había predicho que la misión de rescate terminaría trágicamente.
Estaba oscuro cuando la nave planeó hacia la llanura; era el tipo de oscuridad que Toller había conocido sólo durante las horas de noche profunda. Mientras la nave conservaba aún cierta altura, en el misterioso paisaje negro se vieron retazos de luz aquí y allá, indicativos de ciudades o pueblos diseminados; pero ahora, con el aterrizaje ya próximo, la única luz provenía del cielo, e incluso la Gran Espiral sólo podía dotar de algún fugaz reflejo plateado a los parches de neblina que cubrían la tierra.
El aire estaba impregnado de humedad, y a Toller —habitante ecuatorial de un planeta bañado por el sol— le pareció desalentadoramente frío, con la malvada habilidad de extraer el calor de su cuerpo. Todos ellos se habían quitado el voluminoso traje espacial horas antes, y en aquellos momentos temblaban con la piel de gallina y se frotaban los brazos en un esfuerzo por calentarlos. El aire estaba también cargado con el olor de la vegetación, una esencia de verdor más fuerte y penetrante que cualquiera que Toller conociese, y esto le convenció, mucho más que sus otros sentidos, de que estaba cerca de la superficie de un planeta extraño.
De pie en la baranda de la barquilla, se sintió excitado, alborozado, fascinado, y también lamentó no tener la oportunidad de explorar Farland a pie y a la luz del día para apreciar sus maravillas. Si Sondeweere se encontraba con la nave de acuerdo a lo planeado, podrían recibirla a bordo dentro de unos segundos. Ni siquiera sería necesario que la barquilla tomase contacto con el suelo de Farland antes de que ascendiesen de nuevo hacia el cielo protegidos por la noche. A la mañana siguiente estarían lejos del alcance de la vista de cualquiera que se encontrase en tierra, en camino para su cita con el Kolkorron.
No era la primera vez que Toller frunciera el ceño con perplejidad ante aquello. Parecía haber una gran divergencia entre el curso real de los acontecimentos y las previsiones de un final desastroso de la aventura, que con tanta seguridad había hecho Sondeweere. Todo parecía ir bien. ¿Se debía a que ella había procurado mantener a sus supuestos rescatadores apartados de cualquier peligro, o habría otros factores en la situación que Toller no había considerado, y que ella decidió no revelar?
El elemento adicional de misterio, la sospecha de amenazas ocultas, funcionaba en él como una potente droga, acelerando su ritmo cardíaco y aumentando su ansiedad. Examinó la oscuridad de abajo, preguntándose si los enigmáticos simbonitas podrían haber interceptado y silenciado a Sondeweere, y si el lugar pensado para el aterrizaje podría estar invadido por soldados que los aguardaban.
Wraker lanzaba ahora ráfagas cortas y frecuentes al globo, reduciendo la velocidad de descenso al mínimo; y a medida que la tierra se acercaba, a Toller sus propios ojos empezaron a tenderle trampas maliciosas. La oscuridad ya no era homogénea, sino compuesta por miles de formas reptantes y serpenteantes, todas ellas con la posibilidad de ser lo que menos deseaba él que fuesen. Las formas se movían bajo la nave sin ruido y sin esfuerzo, manteniendo la velocidad de ésta, con los brazos alzados implorándoles que se acercasen para ser acuchillados y golpeados, cortados a hachazos y convertidos en pequeños trozos anónimos de carne y hueso.
Tuvieron la impresión de que pasaba mucho tiempo hasta que la oscuridad que los rodeaba se hizo penumbra y apareció algo que no era ambiguo: una mancha trémula de color gris claro que poco a poco fue palideciendo hasta convertirse en la figura de una mujer vestida de blanco.
—¡Sondy! —gritó Bartan Drumme, inclinándose por encima de la baranda junto a Toller—. ¡Sondy, estoy aquí!
—¡Bartan! —la mujer caminaba rápidamente para alcanzar la nave—. ¡Te veo, Bartan!
No fue ningún asombroso o aturdidor contacto telepático, sino la voz de una mujer cargada de comprensible excitación humana lo que abrumó a Toller con un montón de preguntas. De momento todo su interés por los seres superiores simbonitas había desaparecido, y no podía pensar en nada más que en el misterio de este encuentro.
Allí estaba una mujer que había nacido en su propio planeta y vivido una vida corriente antes de ser transportada a otro en extrañas circunstancias. Todos los dictados de la razón le decían que ella había escapado para siempre del alcance de los humanos; pero su esposo, trastornado por la pena y aturdido por la bebida, había inspirado un viaje a través de millones de kilómetros de espacio y —en contra de todas las previsiones— la había encontrado. Esa mujer, cuya voz temblaba con una emoción natural, estaba a sólo unos metros de él en la oscuridad, y Toller se quedó fascinado ante este hecho.
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