Bob Shaw - Las astronaves de madera

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Las astronaves de madera: краткое содержание, описание и аннотация

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Han pasado veinticinco años desde que los habitantes de Land se vieron obligados a trasladarse a Overland, el planeta hermano que comparte su atmósfera, donde ahora están establecidos en pequeñas comunidades distanciadas entre sí. Contra todo pronóstico, los que se quedaron en Land han conseguido la inmunidad contra la pterthacosis, la enfermedad que forzó la emigración. Su ambicioso soberano reclama derechos sobre Overland, iniciando una guerra que amenaza la vida de los emigrantes. Toller Maraquine, el protagonista de la primera parte, es llamado para organizar una defensa desesperada al frente de una flota de satélites y aeronaves hechos de madera.

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Escuchando la conversación, a Toller le asaltaba de vez en cuando una sensación de irrealidad. Tenía que recordarse a sí mismo que Sondeweere había sufrido una metamorfosis increíble, y que el grupo se encontraba en camino hacia una batalla con seres desconocidos por la posesión de una nave que había surgido de los milagros y la magia. Y además, que todos podían morir en las próximas horas. Los jóvenes guerreros parecían haber prescindido de ese pensamiento, confiados, como en otras ocasiones, en que la muerte no podría alcanzarlos.

«Seguid así todo el tiempo que podáis», les aconsejó mentalmente, sabiendo que la euforia que siempre lo había sostenido al aproximarse la batalla estaba totalmente ausente. ¿Era ésta la reacción de un hombre acostumbrado al sol en un planeta desolado y envuelto en niebla, cuyo frío húmedo y pegajoso penetraba hasta los huesos? ¿O se trataba de una premonición? ¿Era que la capacidad para gozar de cualquier tipo de placer se le negaba, en preparación para el desengaño final?

Durante una de sus miradas al paisaje desierto, su atención fue atraída por un edificio alejado que, si bien se adecuaba al paisaje de aquel planeta, no se parecía a nada que hubiera visto antes. Enclavado en un estrecho valle, era poco más que una silueta casi negra entre los grises oscuros; pero parecía enorme en comparación con las casas farlandesas y tenía numerosas chimeneas que arrojaban humo al cielo tenebroso.

—Una fundición de hierro que abastece a las fábricas de toda la región —explicó Sondeweere a su pregunta—. En Overland las distintas tareas pueden ser realizadas al aire libre, pero aquí, a causa del clima, es necesario tener un recinto cerrado. Los nativos de Farland habrían edificado estructuras similares a su debido tiempo, pero los simbonitas han acelerado el proceso de industrialización. Es uno de los crímenes contra la naturaleza en general, y contra la gente de este planeta en particular.

«Pero tú eres una simbonita», pensó Toller. «¿Cómo puedes criticar las actividades de los de tu propia especie?».

La pregunta, que le llegó como de lejos, fue desplazada de inmediato por otras, menos especulativas, que habían empezado a abrumar su mente. Antes, sin adentrarse en su dimensión intelectual, se había representado una imagen simplista de los superseres que se apoderaban con facilidad del control de un mundo primitivo; pero ahora se le ocurría que los simbonitas habrían estado en una situación parecida a la de una pequeña compañía de soldados kolkorroneses bien armados enfrentándose a mil hombres de una tribu gethana. En un enfrentamiento simple y directo, no importaba cuál fuese la superioridad de sus armas, sin duda serían vencidos; por eso habían recurrido a otras estrategias.

—Tengo curiosidad por una cosa —le dijo a Sondeweere—: ¿han intentado alguna vez los farlandeses oponer resistencia a los invasores?

—Ellos ignoran la intrusión —contestó ella, con los ojos fijos en la carretera débilmente iluminada—, y ¿quién podría hacérselo notar? Tú te mostrabas remiso a aceptar cualquier cosa que Bartan dijera sobre mí…, de modo que imagina cómo habrías reaccionado si te hubiera dicho que el rey Chakkell y la reina Daseene y sus hijos, más todos los aristócratas del país y sus hijos, eran extraños conquistadores de apariencia humana. ¿Le habrías creído e intentado organizar una rebelión? ¿O lo habrías considerado como un lunático que deliraba?

—Pero hablas de las clases gobernantes. Nos dijiste que las esporas simbonas descendieron a este planeta al azar, y que no pudieron elegir a sus anfitriones.

—Sí, pero ¿no comprendes que los simbonitas en cualquier sociedad se infiltrarían rápidamente y dominarían la estructura del poder?

Sondeweere continuó exponiendo su visión sobre el desarrollo de Farland en los tres siglos anteriores. Al principio existía el abismo de incomprensión entre el pueblo y los gobernantes que se da en cualquier sociedad primitiva. Vistos por los farlandeses indígenas, sus amos y señores eran misteriosos y casi divinos, y progresivamente fueron haciéndose más innovadores, más inventivos. Introdujeron nuevas ideas, como la máquina de vapor para el trabajo duro; y a cada paso su posición se fortalecía, hasta ser inexpugnable.

Forzaron la marcha del desarrollo industrial, pero con mano segura y con paciencia. Habiendo comenzado con un mínimo quizá de seis individuos simbonitas, comprendieron la necesidad de proceder con precaución, pero a medida que las décadas se sucedían fueron extendiendo las bases para una cultura simbonita que estaba destinada a dominar todo el planeta. Se mezclaron libremente con la población nativa, pero también tenían refugios en los que no podía entrar ningún farlandés, lugares secretos donde llevaron a cabo trabajos de investigación y experimentaron con ideas científicas que podrían haber producido alarma de haberse hecho públicas. Fue en uno de esos enclaves protegidos donde diseñaron y construyeron la nave.

Mientras Sondeweere hablaba, Toller empezó a reunir los datos dispersos para formar una imagen de la existencia solitaria que llevaba ella en aquel inhóspito planeta. Los farlandeses nativos la verían como la caricatura grotesca de un ser normal, un monstruo que por razones inescrutables estaba bajo la protección y auspicio de sus amos. Tolerarían su presencia entre ellos, pero no harían ningún intento de comunicarse.

Para los simbonitas era una carga ligera, una amenaza que había sido neutralizada. Al principio intentaron establecer relaciones cordiales con ella, comentó Sondeweere, pero en respuesta ella desplegó todos los rasgos que los habían conducido a evitar la aparición de simbonitas con base humana: resentimiento, desprecio, odio e implacable hostilidad. Desde entonces se contentaron con mantenerla en una continua vigilancia telepática. La estudiaron con atención, robaron de su mente lo que pudieron, y esperaron a que muriese. El tiempo estaba de su parte: eran una nueva raza y, como tal, potencialmente inmortales; ella era un ser individual, vulnerable y perecedero…

—¡Hay uno! ¡Más de uno!

Las exclamaciones provinieron de Wraker, que había levantado la capota de lona para mirar hacia fuera, e impulsaron a los demás a hacer lo mismo.

—Recordad que no deben vernos —les advirtió Toller, que se había limitado a abrir una rendija entre la tela y la madera del vehículo.

Atisbó el exterior y vio que pasaban por un pueblo que a sus ojos resultó notable por su falta de notoriedad. Parecía que los artesanos de todas partes —albañiles, carpinteros, herreros— adoptaban las mismas soluciones prácticas para los problemas prácticos universales. El pueblo —como las casas aisladas vistas con anterioridad— podría haber estado en cualquier zona templada de Land, pero sus habitantes eran otro asunto.

Parecían humanos, pero eran mucho más bajos, y sus proporciones corporales muy diferentes. Sus ropas, provistas de capucha y varias capas —diseñadas obviamente para repeler la lluvia— no ocultaban el hecho de que sus columnas vertebrales estaban arqueadas hacia delante casi como semicircunferencias, predisponiéndolos a contonearse con el vientre hacia fuera y la cabeza hacia atrás. Las patas eran cortas y gruesas, pero no tan truncadas como los brazos, que formaban un ángulo hacia fuera desde los hombros y terminaban donde debería encontrarse el codo de los humanos. Unas manos enormes, que parecían tener sólo cinco dedos, se abrían y cerraban mientras caminaban. Era difícil ver sus rostros, pero se tenía la impresión de que eran pálidos y sin pelo, con las facciones casi ocultas por pliegues de grasa.

—Unos individuos muy elegantes —comentó Bartan—. ¿Son los enemigos?

—No los menosprecies —dijo Sondeweere, por encima del hombro—. Son fuertes y no parecen tener miedo al dolor o a las heridas. Además, su obediencia a la autoridad es fanática.

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