Bob Shaw - Las astronaves de madera

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Han pasado veinticinco años desde que los habitantes de Land se vieron obligados a trasladarse a Overland, el planeta hermano que comparte su atmósfera, donde ahora están establecidos en pequeñas comunidades distanciadas entre sí. Contra todo pronóstico, los que se quedaron en Land han conseguido la inmunidad contra la pterthacosis, la enfermedad que forzó la emigración. Su ambicioso soberano reclama derechos sobre Overland, iniciando una guerra que amenaza la vida de los emigrantes. Toller Maraquine, el protagonista de la primera parte, es llamado para organizar una defensa desesperada al frente de una flota de satélites y aeronaves hechos de madera.

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La nave de aterrizaje se separó de golpe, revolcándose suavemente, descubriendo el cono de salida del motor que llevaría a la nave principal de vuelta a Overland. Dakan Wraker ya había desconectado las prolongaciones de los mandos, y ahora debía encargarse de volver a conectar las varillas a ambos motores y comprobar que funcionaran adecuadamente.

—Tendríamos que haber traído ropa más ligera —comentó Zavotle, con el rostro pálido y brillante de sudor—. ¿No te has dado cuenta de que aquí no hace frío? Estamos más lejos del sol, y sin embargo el aire es más caliente que en nuestra zona de ingravidez. La naturaleza se divierte confundiéndonos, Toller.

—Ahora no es momento de preocuparse por ello.

Toller se impulsó hacia la nave espacial y ayudó a empujarla lateralmente para separarla del Kolkorron, con la fuerza combinada de los cinco propulsores personales. Tras eso, la tripulación empezó a sacar de la barquilla el globo plegado, extendiéndolo y atando las cuerdas de carga. Los montantes de aceleración —que habían sido divididos para que cupiesen dentro de la nave— eran difíciles de ensamblar, pero la tarea se había ensayado antes de iniciar el viaje y se realizó en poco tiempo.

Wraker terminó su trabajo en la nave madre; y pocos minutos después de su llegada a la barquilla había arreglado el motor para poder dar comienzo al inflado del globo. La operación fue fácil debido a que toda la estructura caía lentamente, creando una corriente de aire que infló un poco el globo, preparándolo para la entrada del gas caliente.

Toller, por ser el piloto más experto de naves espaciales, asumió la responsabilidad de poner en marcha el motor en su posición de quemador e inflar el globo sin que el calor dañase los paneles inferiores. En cuanto el gigante etéreo, con todas sus tracerías geométricas, fue impulsado para que se situase sobre la barquilla, cedió el asiento del piloto a Berise y se colocó al lado.

Ahora el Kolkorron caía más deprisa que la nave espacial; su brillante cuaderna se deslizaba mientras los otros observaban desde la baranda de la barquilla. Gotlon apareció en la puerta abierta de la sección central y se despidió con la mano antes de cerrarla y sellar la nave.

Un minuto después, el motor principal del Kolkorron empezó a rugir. La astronave dejó de caer, quedando suspendida durante un momento fugaz antes de iniciar su ascenso. El motor parecía sonar cada vez con más fuerza a medida que subía hacia donde ellos estaban, y Toller sintió la mezcla de gas caliente que salía en descargas por el cono de escape, alterando el equilibrio del globo y la barquilla. Se quedó mirándola hasta que pasó ante ellos y desapareció detrás del horizonte curvado del globo. De repente, sintió admiración hacia Gotlon, un joven normal y corriente que, sin embargo, tenía el valor de volar solo en el vacío, confiando en una mujer que no conocía para que le guiase con sus órdenes espectrales.

No fue la primera vez que Toller pensó en lo temerario que había sido pretender atravesar el espacio interplanetario con apenas una vaga sospecha de los peligros que aguardaban. Tal actitud se hacía acreedora de un desastre. Para él y Zavotle, el castigo prescrito quizá fuera justo; pero debía hacer todo lo posible para asegurarse de que sus jóvenes compañeros no fueran arrastrados también por el torbellino de su destino.

El mismo pensamiento volvió a asaltarlo muchas veces durante los seis días que duró el descenso a la superficie de Farland.

La relación con los jóvenes pilotos —y en especial con Berise— le había enseñado lo ofendidos que se sentían ante cualquier exceso de protección de su parte. Debía respetar sus sentimientos, pero se encontraba ante un dilema. Sabía que sus puntos de vista estaban matizados por una excesiva confianza, por la arrogante creencia inconsciente de que triunfarían sobre cualquier adversario, que sobrevivirían a cualquier peligro. La euforia de montar los vehículos de combate por la zona de ingravidez los persuadió de que la imprudencia era un sistema de vida aceptable.

Su propia carrera apenas le permitía adoptar otra actitud, pero estaba acosado siempre por el conocimiento de que, desde el principio, no había resultado ser la persona adecuada para dirigir la expedición a Farland. Ni siquiera Zavotle comprendió que, en el espacio, una nave en movimiento podía continuar a la misma velocidad indefinidamente con el motor apagado, y que los efectos de cualquier impulso adicional eran acumulativos. Todos habrían muerto al entrar en la atmósfera de Farland de no haber sido por la intervención de Sondeweere; y ella tenía razón al reprocharle su insensata imprudencia.

Ni siquiera había considerado la idea de que Farland estuviera poblado por seres corrientes, y mucho menos por criaturas de talento superior y con poderes que superaban a su propia inteligencia. Sondeweere le había asegurado que el aterrizaje en el planeta significaría la muerte para los astronautas y, a medida que descendían, se le hacía más difícil levantar barreras de incredulidad contra sus predicciones.

Otra contribución a su inquietud era la propia Sondeweere. Sus visitas telepáticas no habían sorprendido a Bartan; Berise y Wraker parecían haberla aceptado sin demasiadas dificultades, pero Toller había sido siempre demasiado materialista y escéptico para no sentir ahora que todo su universo interior se tambaleaba cada vez que pensaba en ella.

La historia sobre las esporas simbonas había sido verdaderamente asombrosa; pero al menos la comprendía en su totalidad, y con la comprensión llegó la aceptación. Sin embargo, la idea de un contacto directo de una mente con otra entraba en una categoría diferente. A pesar de que había visto su imagen elusiva y oído su voz silenciosa, algo dentro de él se rebelaba cada vez que recordaba la experiencia. Estaba demasiado impregnada de misticismo.

Si realmente existían otros niveles de realidad, no accesibles mediante los cinco sentidos normales, ¿quién podía decir —por poner un ejemplo— que las creencias alternistas sobre la transmigración de las almas fuesen infundadas? ¿Dónde estaba la línea divisoria? El mensaje personal de Sondeweere para él era que su convicción de que comprendía la naturaleza de la realidad —aceptando ciertos factores de incertidumbre— era y había sido siempre una absurda vanidad, y eso le parecía difícil de aceptar.

Por muy perturbadoras que fuesen las manifestaciones de Sondeweere, él les dedicaba poco tiempo. Se les apareció muchas veces durante el descenso, sobre todo en la etapa final, dando instrucciones de reducir la velocidad de bajada, de quedar suspendidos y una vez incluso, de ascender durante una hora. Su objetivo era guiarlos a través de las capas de viento y de los accidentes climáticos —los cuales eran más evidentes que en Overland— hasta un lugar de aterrizaje escogido por ella.

En una fase, los previno con acierto de la existencia de una región de frío intenso de muchos kilómetros de profundidad, en donde la temperatura era incluso más baja que en la zona de ingravidez, aunque el aire por encima y por debajo era relativamente caliente. En respuesta a la pregunta de Zavotle, habló de que la atmósfera reflectaba cierta cantidad de calor del sol y de corrientes de convección que transportaban la mayor parte de éste hasta el nivel del mar, dando como resultado una capa fría.

El propio hecho de que Sondeweere, una campesina ignorante hasta hacía muy poco, supiese tales cosas, aumentaba las dudas generales de Toller. Esto apoyaba su declaración de que había sido transformada en una super mujer, un genio más allá de la comprensión de los genios, y le hacía sentirse incómodo ante la perspectiva de encontrarla cara a cara. ¿Qué pensaría una diosa de unos seres humanos normales? ¿Los consideraría de la misma forma que ellos habían considerado a los gibones que poblaban la provincia de Sorka, en el antiguo Kolkorron?

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