Larry Niven - Los árboles integrales

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Durante largo tiempo el Estado empleó naves espaciales, cuya velocidad era menor que la de la luz, para preparar los sistemas para su colonización por el hombre. Normalmente las máquinas sembradoras viajaban en circuitos que duraban siglos y que tenían su punto de partida y de llegada en la Tierra. Normalmente las tripulaciones estaban compuestas por ciudadanos y convictos corpiscilos. Normalmente, el último control de la misión era ejercido por un cyborg informante, un verdadero déspota del Estado microcósmico que era la nave. Pero la normalidad se alteró levemente cuando
penetró en el sistema de la doble estrella T 3 y le Voy’s Star. Allí se había formado una inmensa capa gaseosa en forma de anillo alrededor de una estrella neutrón y el amplio espacio que quedaba libre en el interior podía ser un lugar habitable por el hombre. A pesar de que había muy poca tierra, el Anillo de Humo había desarrollado una amplia variedad de formas de vida, la mayoría de las cuales eran comestibles y todas ellas podían volar. El Anillo de Humo se presentó como un paraíso para la mermada tripulación de
y por tanto, volaron hacia él, desprendiéndose del cyborg.

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Ganó la supervivencia. ¡No haría nada mal!

Jinny se levantó, se colocó el poncho cuidadosamente, y luego echó a correr a toda velocidad hacia el oeste.

—Minya chilló. Estaba demasiado lejos de ella para poder hacer algo más que gritar y señalarla mientras corría. Una pareja de supervisoras, mucho más cercanas, vieron lo que pasaba y también echaron a correr.

Jinny saltó desde un último reborde de follaje, hacia el cielo.

Minya disminuyó su velocidad. Las dos supervisoras (Haryet y Dloris, de rostro endurecido, gigantes de la jungla de indeterminada edad) habían llegado al borde. Dloris hizo girar una cuerda lastrada por encima de su cabeza, por dos veces, y la lanzó. Haryet esperó su turno, luego giró su propia cuerda mientras Dloris tiraba. La cuerda resistió los tirones, luego se tensó bruscamente. Dloris vaciló, desequilibrada.

Minya llegó hasta el borde con tiempo para ver cómo la piedra que había en el extremo de la cuerda de Haryet daba vueltas y enroscaba la cuerda alrededor de Jinny. Dloris lanzó su cuerda mientras Jinny seguía combatiendo con la de Haryet. Jinny se debatía, luego se relajó.

Haryet tiraba de ella.

Jinny se acurrucó, con la cara enterrada en brazos y rodillas. Estaban rodeadas de copsiks. Mientras Dloris les hacía gestos para que se alejaran, Haryet puso a Jinny de espaldas, agarrándola de la barbilla y liberando su cara de la protección de los brazos. Los ojos de Jinny estaban cerrados fuertemente.

—Señora Supervisora —dijo Minya—, un momento de atención.

Dloris miró alrededor, sorprendida por el sonido de la voz de Minya.

—Más tarde —dijo.

Jinny empezó a sollozar. Los sollozos la sacudían lo mismo que la sacudieron el día en que el Árbol de Dalton-Quinn se desmanteló. Haryet esperó un rato, impasible. Luego puso sobre la chica un nuevo poncho y se sentó a observarla.

Dloris se volvió hacia Minya.

—¿Qué pasaba?

—Si Jinny vuelve a intentarlo y lo consigue, ¿puede afectaros de alguna forma?

—Es posible. ¿Y qué?

—La hermana gemela de Jinny está con las mujeres que llevan huéspedes. A Jinny la gustaría verla.

—Eso está prohibido, —dijo la gigante de la jungla cansadamente.

Cuando los ciudadanos hablaban así, Minya había aprendido a ignorar lo que decían.

—Estas chicas son gemelas. Han estado juntas toda su vida. Necesitan estar juntas unas cuantas horas para poder hablar.

—Ya te lo he dicho, está prohibido.

—Ese es vuestro problema.

Dloris la miraba exasperada.

—Vete con el destacamento de basura. No, espera. Primero habla con esta, Jinny, si quiere hablar.

—Sí, Supervisora. Y me gustaría ser investigada para embarazo cuando lo estimes oportuno.

—Más tarde.

Minya empezó a hablar directamente junto al oído de Jinny.

—Jinny, soy Minya. Le he hablado a Dloris. Intentará que puedas reunirte con Jayan.

Jinny estaba apretada como un nudo.

—Jinny. El Grad lo hará. Está en la Ciudadela, donde vive el Científico.

Nada.

—Sólo aguanta, ¿podrás? Aguanta. Algo pasará. Procuraremos hablar con Jayan, quizá ella ha aprendido algo, —comida de árbol, debía encontrar algo que decir…—, averiguar dónde tienen a las mujeres embarazadas, enterarnos de si el Grad las examina. Puede que lo haga. En ese caso, le diremos que nosotras resistimos. Esperando.

Jinny no se movía. Su voz era apagada.

—De acuerdo, te escucho. Pero no puedo levantarme. No puedo.

—Eres más dura de lo que piensas.

—Si otro hombre me obliga a hacerlo, lo mataré.

Algunas eran mujeres luchadoras, pensó Minya. Pero no dijo aquello cuando habló.

—Espera. Espera hasta que podamos matarlos a todos.

Tras una larga pausa, Jinny se desenroscó y se levantó.

Dieciséis — Estruendos de motín

Gavving se despertó al sentir que le tocaban en el hombro. Miró a su alrededor sin moverse.

Había tres pisos de hamacas, y Gavving estaba en la más alta. La luz del día creaba en la puerta la negra silueta de un supervisor. Parecía haberse caído de pie mientras dormía: una cosa muy fácil en la baja gravedad del Árbol de Londres. En la penumbra de los barracones, Alfin, pegado a la barra de la hamaca de Gavving, hablaba con un susurro que hubiera querido transformar en grito de júbilo.

—Me envían a trabajar a la boca del árbol.

—Pensé que sólo lo nacían mujeres —dijo Gavving sin moverse. Jorg roncaba directamente bajo él, y era un hombre «gentil», rechoncho y alegre, y también demasiado estúpido para espiar a nadie. Pero las hamacas estaban muy cerca unas de otras.

—Vi la granja cuando nos llevaban hacia las duchas. Hay un montón de cosas que hacen mal. Hablé con una supervisora sobre el tema. Me dijo que eran las mujeres quienes atendían la granja. Su nombre es Kor, y me escucha. Soy su consejero.

—Bueno.

—Dame un par de cientos de días y también tú podrás venir. Primero quiero demostrar que puedo hacerlo. —¿Tendrás oportunidad de hablar con Minya? ¿O con Jinny?

—Ni lo había pensado. Se pondrán como locos si tratamos de hablar con las mujeres.

Ser nuevamente el que atiende la boca del árbol… quizá ver a Minya. Alfin podría llevar mensajes, si es que llegaba a hablar y corría el riesgo. Gavving lo apartó de su mente.

—Hoy he aprendido algo. El árbol se mueve, y es el mac, la caja volante, la que lo hace. Ellos están establecidos en otros árboles…

—¿Y eso qué tiene de bueno para nosotros?

—Todavía no lo sé.

Alfin bajó de su hamaca.

La paciencia había endurecido a Gavving. Al principio, sólo pensaba en escapar. Por la noche se le presentaban dos alternativas: volverse loco preocupándose por Minya, o dormir para poder trabajar, esperar, aprender.

Los supervisores no contestaban a las preguntas. ¿Qué sabía, qué había aprendido? Las mujeres se ocupaban de la boca del árbol y cocinaban. Las mujeres embarazadas vivían en otra parte. Los hombres atendían las máquinas y trabajaban la madera en las zonas más altas de la mata. Los copsiks hablaban de rescate, pero nadie de revolución.

No se rebelarían, no con las Vacaciones a tan sólo ocho sueños. Después, quizá; pero ¿acaso la Armada, con su experiencia, no estaría preparada para la eventualidad? Los supervisores no iban a ninguna parte sin sus porras, bastones de madera muy dura de medio metro de largo. Horse decía que las mujeres supervisoras también los llevaban. Durante una insurrección, la Armada podría emplear porras en vez de espadas… o no.

¿Qué otra cosa se podría hacer? El trabajo con las bicicletas se estaba acabando. Estropeándolas —estropeando cualquier cosa que estuviera hecha de materia estelar— se podría dañar el Árbol de Londres, pero no de inmediato. Los elevadores podían ser saboteados; pero la Armada podría controlar una revuelta usando el mac.

El mac lo era todo. Se mantenía en la parte media del árbol, donde el Científico tenía el laboratorio. ¿Estaría allí el Grad? ¿Estaría planeando algo? Parecía determinado a escapar, incluso antes de llegar al Árbol de Londres.

¿Valía la pena intentarlo? ¡SI estuvieran juntos! Podríamos trazar algún plan…

Gavving había aprendido que podía pasar el resto de su vida moviendo un elevador o bombeando agua a lo largo del tronco. No había tenido ningún ataque de alergia desde que lo capturaron. No era una mala vida, y estaba peligrosamente cerca de empezar a disfrutarla. Pasados ocho sueños le permitirían que viera a su propia mujer.

Los Estados de Carther tenían fuegos encendidos a cierta distancia y alrededor de la flor más grande del universo.

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