Larry Niven - Los árboles integrales

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Durante largo tiempo el Estado empleó naves espaciales, cuya velocidad era menor que la de la luz, para preparar los sistemas para su colonización por el hombre. Normalmente las máquinas sembradoras viajaban en circuitos que duraban siglos y que tenían su punto de partida y de llegada en la Tierra. Normalmente las tripulaciones estaban compuestas por ciudadanos y convictos corpiscilos. Normalmente, el último control de la misión era ejercido por un cyborg informante, un verdadero déspota del Estado microcósmico que era la nave. Pero la normalidad se alteró levemente cuando
penetró en el sistema de la doble estrella T 3 y le Voy’s Star. Allí se había formado una inmensa capa gaseosa en forma de anillo alrededor de una estrella neutrón y el amplio espacio que quedaba libre en el interior podía ser un lugar habitable por el hombre. A pesar de que había muy poca tierra, el Anillo de Humo había desarrollado una amplia variedad de formas de vida, la mayoría de las cuales eran comestibles y todas ellas podían volar. El Anillo de Humo se presentó como un paraíso para la mermada tripulación de
y por tanto, volaron hacia él, desprendiéndose del cyborg.

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—¡Una lectora! —susurró—. Me traes un tesoro. ¿Cuál es tu nombre?

El Grad titubeó, luego contestó: —Jeffer.

—Jeffer, estoy esperando oír tu historia. Primero nos lavaremos a fondo. Durante años he temido que la Armada perdiera mi mac, con lectora y todo. No puedo decirte lo que me gusta tener una de reserva.

La gravedad era más ligera. Por otra parte, Minya no quería decir nada en el Árbol de Londres acerca de su propia mata. Allí había la misma penumbra verdosa, los mismos aromas vegetales. Túneles de enramada corrían a través del follaje sin que nadie pasase por ellos. Las mujeres altas las conducían en silencio. Jinny y Minya las seguían. Nadie las adelantó.

Todavía estaban desnudas. Jinny caminaba encorvada, como si aquello la pudiera tapar. No había hablado desde que Jayan había sido apartada. Minutos después, el túnel desembocó en una gran cavidad, iluminada por la deslumbrante luz del día en el extremo más lejano.

—Jinny. ¿Los Comunes eran así de grandes en la Mata de Quinn?

Como por obligación, Jinny miró a su alrededor, y no pareció reaccionar.

—Los nuestros tampoco. —La cavidad rodeaba el tronco y todo el camino que había hasta la boca del árbol. Más allá, pudo ver el cielo vacío. Las sombras eran extrañas, con el azul teñido de la luz de Voy brillando por debajo. En la Mata de Dalton-Quinn siempre lo hacía por encima.

Todo el follaje había sido desarraigado. ¿Acaso no temían los cazadores de copsiks matar el árbol? ¿O les bastaba con sólo desplazarse a otro?

Treinta o cuarenta mujeres habían formado una hilera para la comida. Muchas iban cargadas con niños: tres años, o incluso más pequeños. Ignoraron a Minya y a Jinny cuando estas pasaron a su lado, hacia la boca del árbol.

—Dime qué es lo que más te preocupa —dijo Minya. Pasaron varias inhalaciones antes de que Jinny contestara. Luego dijo:

—Clave. No iba en la caja. Todavía debe estar en la jungla.

—Jinny, tendrá que curarse la pierna antes de poder hacer algo.

—Lo perderé —dijo Jinny—. Volverá, pero lo perderé. Jayan espera un hijo suyo. Nunca más será mío.

—Clave os ama a las dos —dijo Minya, pensando que ella no tenía ni la más remota idea acerca de los sentimientos que Clave pudiera tener en aquellos momentos. Jinny sacudió la cabeza.

—Pertenecemos a los cazadores de copsiks, a los hombres. Mira, siempre están ahí.

—Minya frunció el ceño y miró a su alrededor. ¿Estaba Jinny imaginando cosas…? Su mirada percibió algo en la verde curvatura que sobremontaba los Comunes, una forma oscura oculta entre las sombras y el follaje. Luego vio otras dos más… cuatro, cinco… hombres. No dijo nada.

Las llevaron hasta la entrada de la boca del árbol, casi debajo de la gran reserva montada donde la rama emergía del tronco. Minya miró hacia abajo. Despojos, basura… dos cuerpos en una plataforma, completamente cubiertos de ropa. Cuando Minya se apartó, las mujeres que las escoltaban se habían quitado los ponchos.

Las habían tomado por los brazos y las habían llevado junto al gran estanque. Una de las supervisoras tiró de una cuerda, y el agua cayó como en una inundación en miniatura. Minya se estremeció, impresionada. Las mujeres tenían una especie de masa, y una empezó a frotarla en el cuerpo de Minya, amasándola sobre ella.

Minya nunca antes había sabido lo que era el jabón. Estaba atemorizada, era algo extraño. Las supervisoras también se enjabonaron, luego dejaron que la inundación volviera a producirse. Después de que se hubieron secado con sus propias ropas, se las pusieron. A Minya y a Jinny las dieron unos ponchos escarlatas.

La espuma de jabón les había dejado la piel extraña. Minya tuvo pocos problemas para ponerse el poncho; pese a que la apretaba un poco entre las piernas, parecía confortablemente holgado. ¿Estaría hecho para la gente más voluminosa de la jungla? Esto la preocupaba más que el color rojo de las bayas de la mata. Allí, los copsiks vestían de rojo; en su hogar, los ciudadanos vestían de rojo. Minya había llevado mucho tiempo aquel color.

Sus escoltas las abandonaron mientras servían la mesa. Cuatro cocineras —también mujeres altas— servían un estofado de vegetales de vida terrestre y carne de pavo en unos tazones de bordes curvados hacia adentro. Minya y Jinny se sentaron en un elástico brazo del follaje y se pusieron a comer. El alimento era más blando que el que se comía en la Mata del Dalton-Quinn.

Otra copsik se sentó junto a ellas: dos metros y medio de estatura, mediana edad, con facilidad para caminar en la gravedad del Árbol de Londres. Le habló a Jinny. —Parece que sabes andar. ¿Eres de un árbol? Jinny no contestó. Minya lo hizo en su lugar. —De un árbol que se desintegró. Soy Minya Dalton-Quinn. Esta es Jinny Quinn.

—Heln —dijo la desconocida—. Sin apellido por ahora. —¿Llevas aquí mucho tiempo?

—Diez años aproximadamente. Solía usar el de Carther. Sigo esperando… bien. —¿El rescate? Heln se escogió de hombros.

—Sigo pensando que intentarán algo. Naturalmente, no pueden. Además, ahora tengo hijos. —¿Casada? Heln la miró.

—Ellos no te lo dicen. De acuerdo, ellos no te dicen nada. Los ciudadanos son nuestros propietarios. Cualquier hombre que lo desee puede ser nuestro propietario.

—Yo… pensaba algo parecido a eso. —Minya sólo movió los ojos hacia las sombras de las cercanías. Y ellos la habían visto desnuda…—. ¿Qué estaban haciendo? ¿Eligen?

—Eso es. —Heln levantó la vista—. Come deprisa si quieres terminar. Dos hombres sombríos se acercaban hacia ellas, paseando despreocupadamente a lo largo del entramado de ramajes que formaba el suelo.

Minya los observó sin dejar de comer. Se detuvieron a varios metros de ellas, esperando. Sus ponchos eran más ceñidos que los de las mujeres y de variados y vivos colores. Miraban a las mujeres y hablaban entre sí. Minya pudo oír:

—…una de las heridas ruinas de Karal…

Heln los ignoró. Minya intentó hacer lo mismo. Cuando su tazón estuvo vacío, preguntó:

—¿Qué hay que hacer con esos?

—Dejarlos —dijo Heln—. Si ningún hombre te toma, te mandan a las cocinas. Pero me parece que tendrás compañía. Te pareces a los ciudadanos. —Hizo una mueca—. nosotros nos llaman gigantes de la jungla.

Demasiados cambios. Hacía tres sueños, ningún hombre en su universo local se habría arriesgado a tocarla. ¿Qué harían si se resistía? ¿Qué pensaría Gavving de ella? Aunque más tarde pudieran escapar…

Si se iba paseando hasta la boca del árbol, pensó Minya, ¿podría alguien pararla? Ella podría «alimentar el árbol». Una corta carrera hasta más allá de la boca del árbol y un impulso la llevarían al cielo antes de que nadie pudiera reaccionar. Ya había estado perdida en el cielo y sobrevivido…

¿Pero cómo alertar a Gavving para que saltara también? Quizá no tuviera oportunidad de hacerlo. O quizá él pensara que aquella idea era una locura.

Era una locura. Minya la desechó. Y los hombres empezaron a pasear para reunirse con ellas.

La primera comida del Grad en la Ciudadela fue sencilla pero extraña. Recibió una calabaza con una hendidura de buen tamaño cortada en ella y una calabaza vaciada para los líquidos, y un tenedor de dos dientes. Un espeso estofado, transportado desde la lejana mata, y que se había enfriado en el camino a la Ciudadela. Pudo reconocer dos o tres de los ingredientes. Le hubiera gustado preguntar lo que estaba comiendo, pero era Klance quien hacía las preguntas.

Una de las primeras fue:

—¿Te enseñaron medicina?

—Ciertamente. —La palabra salió de su boca antes de que su mente pudiera mentir.

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