Una oleada de gravedad tiró de los pies del Grad. No le extrañó que el cielo girase: bosque verde, una banda azul, una ondulación blanca. La verde textura que había bajo sus pies empezó a contraerse.
Sopló un viento húmedo. La niebla se espesó alrededor de ellos. Los gritos de pánico se amortiguaron hasta convertirse en un lloriqueo, y el Grad oyó hablar a Alfin.
—¡Comida de árbol! ¡Estamos yendo hacia una nube tormentosa en la boca del árbol! Brillante idea… —y se calló, al ver que nadie parecía entender lo que quería decir.
Su guardián esperó a que se tranquilizaran.
—Es muy descortés por parte de un copsik interrumpir a un ciudadano —dijo—. Lo olvidaré mientras dure este viaje, pero vosotros aprendedlo. ¿Alguna pregunta?
Minya gritó.
—¿Qué os da ese derecho?
—No vuelvas a decir eso nunca más —dijo el cazador de copsiks—. ¿Alguna otra cosa?
Minya pareció calmarse por unos instantes.
—¿Qué pasa con nuestros hijos? ¿También ellos serán copsiks?
—Tendrán la oportunidad de ser ciudadanos. Existe una iniciación. Algunos no quieren seguirla. Algunos que quieren no la pasan.
La bruma los envolvió completamente. El cazador de copsiks era medio invisible. Una ola de goterones como pulgares cayó sobre ellos dejándolos empapados.
Como nadie parecía inclinado a hablar, el Grad lo hizo.
—¿Está el Árbol de Londres atascado en esta tormenta?
El cazador de copsiks se rió.
—¡No estamos atascados en ninguna parte! Nos movemos a través de la nube porque necesitamos agua. En cuanto os hayamos llevado hasta casa nos moveremos, espero.
—¿Cómo?
—Clasificado.
Gavving se despertó en aquel preciso momento. Miró a derecha e izquierda y descubrió al Grad.
—¿Qué está pasando?
—Las buenas noticias son que vamos a vivir en un árbol.
Gavving probó la resistencia de sus ataduras mientras lo digería.
—¿Cómo qué?
—Copsiks. Propiedad. Servidores.
—Uh. Mejor morirse de sed. ¿Dónde estamos? ¿En la caja voladora?
—Estás en lo cierto.
—No veo a Clave. Ni a Merril.
—Acertaste otra vez.
—Me siento estupendamente —dijo Gavving—. ¿Por qué me siento tan bien? Quizá había algo en las espinas, parecido al borde rojo de un hongo-abanico.
—Puede.
—No estás muy hablador.
—No quiero perderme nada —dijo el Grad—. Si consigo averiguarlo cómo se llega al Árbol de Londres, puede que sepa cómo salir. Hay algunos ciudadanos de la Tribu de Carther que están dispuestos a que nos unamos a ellos. Gavving se volvió hacia Minya. Hablaron entre sí durante mucho rato. El Grad no intentó escucharlos. Además, había mucho ruido. El rugiente silbido había amainado, pero el canto del viento aún era bastante notable.
—Demasiados cambios —dijo Minya.
—Lo sé.
—No puedo sentir nada. Quiero tener hambre, pero no puedo.
—Estaremos drogados.
—No es eso. Yo era Minya, del Pelotón de Triuno de la Mata de Dalton-Quinn. Me perdí en el cielo y me moría de sed. Te encontré y me casé contigo y me uní a la Gente de la Mata Oscura. Nos atamos y navegamos con un moby y nos descolgamos hasta una jungla. ¿Ahora qué somos? ¿Copsiks? Son demasiados cambios. Demasiados.
—De acuerdo, yo mismo estoy un poco confuso. Lo superaremos. No pueden mantenernos drogados para siempre. Tú todavía eres Minya, la luchadora enloquecida. Sólo… que debes olvidarlo hasta que lo necesites.
—¿Qué van a hacer con nosotros ahora?
—No lo sé. El Grad habla de escapar. Pienso que lo mejor es esperar. Todavía ignoramos muchas cosas.
En alguna parte, Minya encontró una carcajada.
—Por lo menos no moriremos vírgenes.
—Nos hemos encontrado el uno al otro. Podíamos haber muerto, pero hasta ahora eso no ha ocurrido. Estamos yendo hacia un árbol, y se mueve por sí mismo. Nunca veremos otra sequía. Podía haber sido peor. Ha sido peor… creo que me gustaría poder ver a Clave.
Su entorno era oscuro y húmedo. Los relámpagos marcaban un sendero lleno de meandros a través de la proa. El vehículo estaba dando media vuelta. El viento soplaba desde sus pies. En aquella dirección, una forma tupida se estaba formando.
—Allí —dijo Minya.
El rugido de los motores se reinició.
Gavving estuvo observando algún tiempo antes de convencerse de que se trataba de la mata de un árbol integral.
Nunca había podido ver un árbol desde una posición tan ventajosa. Se estaban acercando a la rama. La mata era muy verde y parecía más saludable de lo que lo había sido la Mata de Quinn, y el follaje llegaba muy lejos a través de la rama. La cola de madera desnuda soportaba una plataforma horizontal también de madera tallada, que evidenciaba un trabajo muy laborioso.
El rugido de la ciencia en acción fluctuaba, subía y bajaba, mientras la caja volante se instalaba sobre la plataforma. Un gran arco había sido tallado a través de la misma rama, uniendo ambos extremos de la plataforma. En el extremo del oeste, donde el follaje empezaba a brotar, había sido tejida una gran choza.
El rugido silbante murió.
Las cosas pasaron muy deprisa. La gente salió saltando de la choza. Más personas aparecieron de debajo, quizá del interior de la caja volante. Los ciudadanos del Árbol de Londres no tenían el increíble tamaño de los habitantes de los bosques. Algunos vestían prendas de colores chillones, muchos otros con el rojo de las bayas de la mata, y los hombres tenían las caras lisas y afeitadas, limpios de pelo. Se amontonaron ante lo que era en aquel momento el techo de la caja volante y empezaron a soltar a los prisioneros.
Jinny, Jayan, Minya y la mujer alta de la Tribu de Carther fueron liberadas una tras otra y escoltadas desde el techo del vehículo. Por un tiempo, no pasó nada más.
Primero se llevan a las mujeres. La droga de las agujas todavía lo mantenía calmado, pero aquella circunstancia no preocupaba a Gavving. No podía ver lo que estaba pasando en el saliente. En aquel momento lo liberaron de la red, y lo sacaron del techo.
Por alguna razón había esperado una gravedad normal. Pero allí no había más que un tercio de la fuerza gravitacional de la Mata de Quinn. Fue arrastrado hacia abajo.
Los ojos de Alfin se desorbitaron cuando los cazadores de copsiks lo dejaron en libertad. Los volvió a cerrar cuando pisó la plataforma. Gruñó una protesta, luego se volvió a dormir. Dos hombres vestidos del rojo de las bayas de la mata lo levantaron y se lo llevaron.
Un cazador de copsiks, una mujer de cabellos dorados de unos veinte años, con una cara hermosa y triangular, cogió la lectora y las cintas grabadas del Grad.
—¿A quién de vosotros le pertenece todo esto? —preguntó.
El Grad habló por encima de la cabeza de Gavving; casi estuvo a punto de caer.
—Son mías.
—Ven conmigo —le ordenó—. ¿No sabes andar? Eres bastante bajo para ser un habitante de los árboles.
El Grad se tambaleó cuando llegó al suelo, pero consiguió enderezarse.
Puedo andar.
—Espérame. Vamos a usar el mac para llegar a la Ciudadela.
Rodeados de extraños, Gavving y Alfin fueron conducidos a la gran choza. Los ojos del Grad los siguieron, y Gavving hubiera querido despedirse con la mano, pero sus muñecas aún estaban atadas. Un hombre más bien pequeño, de aspecto meticuloso, vestido de rojo, que llevaba entre sus brazos una carcasa de pájaro de su tamaño— les dijo:
—Lleva esto. ¿Sabes cocinar?
—No.
—Vamos. —La mano del copsik le empujó ligeramente por la espalda. Se movieron en aquella dirección, hacia donde la aleta florecía entre la mata. Pero, ¿dónde estaban las mujeres?
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