George Martin - Los viajes de Tuf

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Los viajes de Tuf: краткое содержание, описание и аннотация

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Haviland Tuf es un ser curioso: un mercader independiente de gran tamaño, obeso, calvo y con la piel blanca como el hueso. Es vegetariano, bebe montones de cerveza, come demasiado y le encantan los gatos. Y además es completa y absolutamente honesto. Tuf logra poseer una enorme nave espacial, el Arca, la única superviviente del antiguo Cuerpo de Ingeniería Ecológica de la Vieja Tierra. Al Arca es un artilugio desaparecido hace más de mil años, pero que revive gracias a Tuf y a sus gatos. A lo largo de los siete relatos que forman este libro, Tuf consigue la nave, la repara y resuelve un sinfín de problemas espaciales con la ayuda de la ingeniería ecológica, una profesión que él recupera y a la que añade la impronta de su personalidad, astucia e ironía.

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—Sí —dijo Tuf. —Debe comprender que esa riqueza afluye a las Casas según el honor que hayan ganado mediante sus victorias. La Casa de Arneth se ha vuelto muy grande y poderosa, porque en sus tierras, que abarcan una gran variedad de climas, hay muchas bestias mortíferas, y las demás la siguen según sus fortunas y tanteos en la Arena de Bronce.

Tuf pestañeó. —La Casa de Norn ocupa el último lugar entre las Doce Grandes Casas de Lyronica —dijo. Dax ronroneó más fuerte.

—¿Lo sabía? —Caballero, eso resulta obvio. Sin embargo, se me ocurre una posible objeción. Teniendo en cuenta las reglas de su Arena de Bronce, ¿no podría acaso considerarse falto de ética comprar e introducir en ella una especie no nativa de su fabuloso mundo?

—Ya hay precedentes. Hace unos setenta años un jugador volvió de la mismísima Vieja Tierra, con una criatura llamada lobo del bosque, entrenada por él mismo. La Casa de Colin le apoyo siguiendo un impulso enloquecido. Su pobre animal tuvo por oponente a un colmillo de hierro y demostró no estar precisamente a la altura de su misión. Hay otros casos.

»Por desgracia, nuestros colmillos de hierro se han reproducido muy mal en los últimos años. Los especímenes salvajes han desaparecido prácticamente de todos los lugares, excepto de alguna llanura, y los pocos que aún subsisten se han vuelto cautelosos y esquivos, siendo muy difíciles de capturar. Los animales que criamos en cautiverio parecen haberse ablandado, pese a mis esfuerzos ya los de mis predecesores en el cargo. Norn ha conseguido muy pocas victorias últimamente y no seguiré ostentando mi posición durante mucho tiempo, si no se hace algo para evitarlo. Nos estamos empobreciendo. Cuando me enteré de que su Arca había llegado a Tamber decidí ir en su busca. Con su ayuda podré dar inicio a una nueva era de gloria para Norn.

Haviland Tuf siguió sentado sin mover ni un músculo. —Comprendo el dilema al que se enfrenta, pero debo informarle que no estoy acostumbrado a vender monstruos. El Arca es una antigua sembradora diseñada por los Imperiales de la Tierra hace miles de años con el fin de diezmar a los Hranganos mediante la bioguerra. Puedo desencadenar un auténtico diluvio de enfermedades y plagas y en mi biblioteca celular se almacena material con el que clonar un increíble número de especies, procedentes de más de mil mundos, pero los monstruos auténticos, del tipo que usted ha dado a entender que necesita, no son tan abundantes.

Herold Norn le miró con expresión abatida. —Entonces, ¿no tiene nada?

—No han sido tales mis palabras —dijo Haviland Tuf—. Los hombres y mujeres del ya desaparecido Cuerpo de Ingeniería Ecológica, utilizaron, de vez en cuando, especies que gentes supersticiosas o mal informadas podrían etiquetar como monstruos, por razones tanto ecológicas como psicológicas. A decir verdad, en mi repertorio figuran algunos animales de tal tipo, si bien no en número demasiado abundante. Puede que unos miles y con toda seguridad no más de diez mil. Si tuviera que precisar la cifra, debería consultar con mis ordenadores.

—¡Unos miles de monstruos! —Norn parecía otra vez animado—. ¡ESO es más que suficiente! ¡Estoy seguro de que entre todos ellos será posible hallar una bestia para Norn!

—Quizá sí —dijo Tuf—, o quizá no. Existen las dos posibilidades —estudió durante unos segundos a Norn con expresión tan fría como desapasionada—. Debo confesar que Lyronica ha logrado despertar un cierto interés en mí y, dado que en estos momentos carezco de Compromisos profesionales tras haberles entregado a los naturales de Tamber un pájaro capaz de poner Coto a la plaga de gusanos que ataca sus raíces de árboles frutales, siento cierta inclinación a visitar su mundo y estudiar el asunto de cerca. Vuelva a Norn, señor mío. Iré con el Arca a Lyronica, veré sus pozos de juego y entonces decidiremos lo que puede hacerse al respecto.

Norn sonrió.

—Excelente —dijo—. Entonces, yo me encargo de la siguiente ronda.

Dax empezó a ronronear tan estruendosamente como una lanzadera entrando en la atmósfera.

La Arena de Bronce alzaba su masa cuadrada en el centro de la Ciudad de Todas las Casas, justo en el punto donde los sectores dominados por las Doce Grandes Casas se unían como las rebanadas de un enorme pastel. Cada enclave de la pétrea ciudad estaba rodeado de murallas, en cada uno ondeaba el estandarte de sus colores distintivos y cada uno de ellos poseía su ambiente y estilo propios, pero todos se fundían en la Arena de Bronce.

A decir verdad, la Arena no estaba hecha de bronce, sí no básicamente de piedra negra y madera pulida por el tiempo. Era más alta que casi todos los demás edificios de la ciudad, con excepción de algunas torres y minaretes, y estaba coronada por una reluciente cúpula de bronce que ahora brillaba con los rayos anaranjados de un sol a punto de ocultarse. Desde sus angostas ventanas atisbaban las gárgolas talladas en piedra y recubiertas luego con bronce y hierro labrado. Las grandes puertas, que permitían franquear los muros de piedra negra eran también metálicas y su número ascendía a doce, cada una de ellas encarada a un sector distinto de la ciudad. Los colores y las tallas de cada puerta hacían referencia a la historia y tradiciones de su casa titular.

El sol de Lyronica era apenas un puñado de llamas rojizas, que teñían el horizonte occidental, cuando Herold Norn y Haviland Tuf asistieron a los juegos. Unos segundos antes, los encargados habían encendido las antorchas de gas, unos obeliscos metálicos que brotaban como dientes enormes en un anillo alrededor de la Arena, el gigantesco edificio quedó rodeado por las vacilantes llamas azules y anaranjadas. Tuf siguió a Herold Norn, entre una multitud de apostadores y hombres de las Casas, desde las medio desiertas callejas de los suburbios nórdicos hasta un sendero de grava. Pasaron por entre doce colmillos de hierro reproducidos en bronce y situados a ambos lados de la calle, y cruzaron, por fin, la gran Puerta de Norn, en cuyo intrincado diseño se mezclaban el ébano y el bronce. Los guardias uniformados, que llevaban atuendos de cuero negro y piel gris idénticos a los de Harold Norn, reconocieron al Maestre de Animales y le permitieron la entrada, en tanto que otros, no tan afortunados, debían detenerse a pagarla con monedas de oro y hierro.

La Arena contenía el mayor de todos los pozos de juego. Se trataba realmente de un pozo. El suelo arenoso, donde tenía lugar el combate, se encontraba muy por debajo del nivel del suelo y estaba rodeado por muros de piedra que tendrían unos cuatro metros de altura. Más allá de los muros empezaban los asientos y éstos iban rodeando la arena, en niveles cada vez más altos, hasta llegar a las puertas. Norn le dijo, con voz orgullosa, que había sitio para treinta mil personas sentadas. Aunque Tuf notó que, en la parte superior, la visibilidad resultaría casi nula, en tanto que algunos asientos desaparecían tras grandes pilares de hierro. Dispersas por todo el edificio se veían garitas para apostar.

Herold Norn condujo a Tuf hasta los mejores asientos de la sección correspondiente a Norn, con sólo un parapeto de piedra separándoles del lugar para el combate, situado cuatro metros más abajo. Aquí, los asientos no estaban hechos de madera y hierro, como en la parte más elevada, sino que eran verdaderos tronos de cuero, tan grandes que incluso la considerable masa corporal de Tuf pudo encajar en ellos sin dificultad. Al sentarse, Tuf descubrió que los asientos no sólo eran imponentes, sino también muy cómodos.

—Cada uno de estos asientos ha sido recubierto con la piel de una bestia, que ha muerto noblemente ahí abajo —le dijo Herold Norn, una vez instalados.

Bajo ellos, una cuadrilla de hombres vestidos con monos azules estaba arrastrando hacia una portilla los despojos de un flaco animal cubierto de plumas.

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