George Martin - Los viajes de Tuf

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Los viajes de Tuf: краткое содержание, описание и аннотация

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Haviland Tuf es un ser curioso: un mercader independiente de gran tamaño, obeso, calvo y con la piel blanca como el hueso. Es vegetariano, bebe montones de cerveza, come demasiado y le encantan los gatos. Y además es completa y absolutamente honesto. Tuf logra poseer una enorme nave espacial, el Arca, la única superviviente del antiguo Cuerpo de Ingeniería Ecológica de la Vieja Tierra. Al Arca es un artilugio desaparecido hace más de mil años, pero que revive gracias a Tuf y a sus gatos. A lo largo de los siete relatos que forman este libro, Tuf consigue la nave, la repara y resuelve un sinfín de problemas espaciales con la ayuda de la ingeniería ecológica, una profesión que él recupera y a la que añade la impronta de su personalidad, astucia e ironía.

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—No es necesario —dijo Haviland Tuf—. Habiendo visto ya su Arena de Bronce confío en mi imaginación y mis poderes deductivos para que me proporcionen una imagen adecuada de sus cubiles y pozos de entrenamiento. Volveré al Arca sin perder ni un instante más.

Norn extendió una mano, temblorosa hacia el brazo de Tuf para detenerle.

—Entonces, ¿nos venderá un monstruo? Ya ha visto la situación en la que estamos…

Tuf esquivó la mano del Maestre de Animales con una habilidad que parecía imposible en un corpachón de su talla.

—Caballero, no pierda el control, se lo ruego —cuando Norn hubo apartado la mano, Tuf inclinó la cabeza para mirarle—. No me cabe duda alguna de que en Lyronica hay un problema y quizás un hombre más práctico que yo podría juzgar que dicho problema no le concierne, pero dado que, en el fondo de mi corazón, soy un altruista, no soy capaz de abandonarle en su situación actual. Meditaré sobre lo que he visto y me encargaré de poner en práctica las necesarias medidas correctoras. Puede llamarme al Arca dentro de tres días y quizá para ese tiempo se me hayan ocurrido una o dos ideas, de las cuales pueda hacerle partícipe.

Y, sin decir ni una palabra más, Haviland Tuf le dio la espalda y abandonó la Arena de Bronce para volver al espaciopuerto de la Ciudad de Todas las Casas, donde le aguardaba su lanzadera, el Basilisco.

Obviamente, Herold Norn no estaba preparado para ver el Arca.

Emergió de su pequeña lanzadera gris y negra, que no tenía demasiado buen aspecto, para encontrarse con la inmensidad de la cubierta de aterrizaje y se quedó paralizado, con la boca abierta, inclinando la cabeza a un lado ya otro para contemplar la oscuridad llena de ecos que tenía encima, las gigantescas naves alienígenas y aquel objeto que parecía un inmenso dragón metálico y que casi se confundía con las sombras lejanas. Cuando Haviland Tuf apareció en su vehículo para recibirle, el Maestre de Animales no hizo esfuerzo alguno por ocultar su sorpresa.

—Tendría que haberlo imaginado —repetía una y otra vez—. El tamaño de esta nave, su tamaño… Pero, naturalmente, tendría que haberlo imaginado.

Haviland Tuf permaneció inmóvil durante unos segundos, sosteniendo a Dax en un brazo y acariciándolo con gestos lentos y mesurados.

—Quizás haya quien encuentre al Arca excesivamente grande y algunos pueden llegar al extremo de considerar sus amplios recintos inquietantes, pero yo me encuentro muy cómodo en ella —dijo con voz impasible—. Las viejas sembradoras del CIE tenían en su tiempo unos doscientos tripulantes y la única teoría que puedo avanzar al respecto es que compartían mi repugnancia a los lugares pequeños.

Herold Norn se instaló junto a Tuf. —¿Cuántos hombres tiene en su tripulación? —le preguntó mientras que Tuf ponía en marcha el vehículo de tres ruedas.

—Uno o cinco, según se quiera contar a los miembros de la especie felina o solamente a los humanoides.

—¿Usted es el único tripulante? —dijo Norn. Dax se irguió repentinamente en el regazo de Tuf, con el largo pelaje negro totalmente erizado.

—La población del Arca está formada por mi humilde persona, Dax y otros tres gatos, llamados Caos, Hostilidad y Sospecha. Por favor, Maestre de Animales Norn, le ruego que no se deje alarmar por sus nombres. Son criaturas amables e inofensivas.

—Un hombre y cuatro gatos —dijo Herold Norn con expresión pensativa—. Una tripulación muy pequeña para una nave tan grande, sí, sí…

Dax lanzó un bufido. Tuf, que conducía el vehículo con una sola mano, utilizó la otra para acariciar al gato, que pareció calmarse un poco.

—Claro que también podría mencionar a los durmientes, dado que parece haber desarrollado, repentinamente, un agudo interés por los habitantes del Arca.

—¿Los durmientes? —dijo Herold Norn—. ¿Qué son? —Se trata de organismos vivos, cuyo tamaño va desde lo microscópico hasta lo monstruoso, cuyo proceso de clonación ya ha terminado, pero a los que se mantiene en estado de coma gracias a la estasis perpetua que reina en las cubas del Arca. Aunque siento un cariño bastante acusado hacia los animales de todo tipo, en el caso de los durmientes, le he permitido sabiamente a mi intelecto que dominara mis emociones y, por lo tanto, no he tomado ninguna medida para poner fin a su largo sopor no turbado por los sueños. Tras haber investigado la naturaleza de dichas especies, decidí, hace largo tiempo, que resultarían mucho menos agradables como compañeros de viaje que mis gatos y debo admitir que en algunos momentos he llegado a considerarles como una molestia. A intervalos regulares debo cumplir la pesada tarea de introducir cierta orden secreta en los ordenadores del Arca para que su largo sueño no se interrumpa. Mi gran temor es que un día olvide dicha labor, sea por la razón que sea, y que mi nave se vea repentinamente inundada de plagas extrañas y carnívoros babeantes, con lo cual se me impondría la necesidad de perder mucho tiempo y tomarme grandes molestias en la subsiguiente labor de limpieza. Quién sabe si incluso podría llegar a sufrir algún daño personal, por no mencionar a mis felinos.

Herold Norn estudió durante unos segundos el rostro inmutable de Tuf y luego el de su enorme y hostil felino.

—Ah —dijo por fin—. Sí, sí, parece peligroso, desde luego, Tuf. Quizá debería… bueno, abortar o poner fin a esos durmientes. Entonces se encontraría más seguro.

Dax le miró y volvió a echar un bufido. —Una idea interesante —replicó Tuf—. Sin duda fueron las vicisitudes de la guerra las culpables de que los hombres y mujeres del CIE se vieran dominados por todo tipo de ideas paranoicas y acabaran sintiendo la obligación de programar tan temibles defensas biológicas. Siendo por naturaleza más confiado y honesto que ellos, algunas veces he pensado en deshacerme de los durmientes pero, a decir verdad, no me siento capaz de abolir mediante una decisión unilateral una práctica que ha sido mantenida durante más de un milenio y ha llegado a ser histórica. Ésa es la razón de que les permita continuar su sueño y que me esfuerce al máximo para recordar constantemente las contraórdenes secretas.

—Claro, claro —dijo Herold Norn torciendo el gesto. Dax se dejó caer nuevamente en el regazo de Tuf y empezó a ronronear.

—¿Ha tenido alguna idea? —le preguntó Norn.

—Mis esfuerzos no han sido enteramente en vano —le respondió Tuf con cierta sequedad, mientras emergían de un gran pasillo para desembocar en el enorme eje central del Arca. Herold Norn quedó nuevamente boquiabierto. Rodeándoles en todas direcciones, hasta perderse en la oscuridad, se encontraba una interminable sucesión de cubas de todos los tamaños y formas imaginables. En algunas, generalmente de tamaño intermedio, se veían confusas siluetas que se agitaban dentro de bolsas traslúcidas.

—Durmientes —murmuró Norn. —Ciertamente —dijo Haviland Tuf, mientras seguía conduciendo con la mirada fija y Dax estaba hecho una bola en su regazo. Norn iba mirando a un lado ya otro con asombro.

Un rato después salieron del gran eje en penumbra, cruzaron un pasillo más angosto y, tras abandonar el vehículo, entraron en una gran habitación blanca. En las cuatro esquinas de la habitación se veían cuatro grandes asientos acolchados, con paneles de control en sus gruesos brazos. En el centro del suelo había una placa circular de metal azulado. Haviland Tuf depositó a Dax en uno de los asientos y se instaló luego en otro. Norn miró alrededor y acabó escogiendo el asiento diagonalmente opuesto a Tuf.

—Hay varias cosas de las cuales debo informarle —dijo Tuf.

—Sí, sí —replicó Norn. —Los monstruos son caros —dijo Tuf—. Mi precio son cien mil unidades.

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