Vestía de negro y gris y tanto el cuero como las pieles parecían colgar sobre su cuerpo formando bolsas y arrugas aquí y allá. Pese a ello, resultaba claro que era hombre acomodado, ya que llevaba una delgada diadema de bronce medio escondida por su abundante cabellera negra y sus dedos estaban adornados con multitud de anillos.
Tuf rascó a Dax detrás de una oreja. —No basta con que nuestra soledad deba sufrir esta intromisión repentina —le dijo al animal. En su retumbante voz de bajo no había ni pizca de inflexión—. No es suficiente con que se viole nuestro dolor. También debemos soportar las calumnias y los insultos, a lo que parece —alzó nuevamente la mirada hacia el hombre delgado y añadió—. Caballero, ciertamente soy Haviland Tuf y quizá pudiera llegar a decirse que mi comercio tiene algo que ver con los animales, pero quizá también sea posible que no me tenga por un mero vendedor de animales. Quizá me considere un ingeniero ecológico.
El hombre delgado movió la mano con cierta irritación y, sin esperar a que le invitaran, tomó asiento frente a Tuf.
—Tengo entendido que posee una vieja sembradora del CIE, pero eso no le convierte en ingeniero ecológico, Tuf. Todos los ingenieros ecológicos han muerto y de eso ya hace algunos siglos. Pero si prefiere que le llamen así, a mí no me importa. Necesito sus servicios. Quiero adquirir un monstruo, una bestia enorme y feroz.
—Ah —dijo Tuf, dirigiéndose de nuevo al gato—. Desea comprar un monstruo. El desconocido que se ha instalado en mi mesa, sin que le haya invitado, desea comprar un monstruo —Tuf pestañeó—. Lamento informarle de que su viaje ha resultado inútil. Los monstruos, señor mío, pertenecen por entero al reino de lo mitológico, al igual que los espíritus, los hombres-bestia y los burócratas competentes. Más aún, en estos momentos no me dedico a la venta de animales, ni a ninguno de los variados aspectos de mi profesión. En este momento me encuentro consumiendo la excelente cerveza de Tamberkin y llorando una muerte.
—¿Llorando una muerte? —dijo el hombre delgado—. ¿Qué muerte? —No parecía muy dispuesto a irse.
—La muerte de una gata —dijo Haviland Tuf—. Se llamaba Desorden y llevaba largos años siendo mi compañera, señor mío. Ha muerto hace muy poco tiempo en un mundo llamado Alyssar, al cual la mala fortuna me llevó para hacerme caer en manos de un príncipe bárbaro notablemente repulsivo —sus ojos se clavaron en la diadema—. Caballero, ¿no será usted por casualidad un príncipe bárbaro?
—Claro que no. —Tiene usted suerte, entonces —dijo Tuf. —Bueno, Tuf, lamento lo de su gata. Ya sé lo que siente actualmente, sí, créame. Yo he pasado mil veces por ello.
—Mil veces —repitió Tuf con voz átona—. ¿Considera quizás excesivo el esfuerzo de cuidar adecuadamente a sus animales domésticos?
El hombre delgado se encogió de hombros. —Los animales se mueren, ya se sabe. Es imposible evitarlo. La garra, el colmillo y todo eso, sí, claro, es su destino. Me he acostumbrado a ver cómo mis mejores animales morían ante mis ojos y… Pero ése es justamente el motivo de que desee hablar con usted, Tuf.
—Ciertamente —dijo Haviland Tuf. —Me llamo Herold Norn. Soy el Maestro de Animales de mi Casa, una de las Doce Grandes Casas de Lyronica.
—Lyronica —repitió Tuf—. El nombre no me resulta del todo desconocido. Un planeta pequeño y de poca población, según creo recordar, y de costumbres más bien salvajes. Puede que ello explique sus repetidas transgresiones de las maneras civilizadas.
—¿Salvaje? —dijo Norn—. Eso son tonterías de Tamberkin, Tuf. Un montón de condenados granjeros… Lyronica es la joya del sector. ¿Ha oído hablar de nuestros pozos de juego?
Haviland Tuf rascó nuevamente a Dax detrás de la oreja, siguiendo un ritmo bastante peculiar, y el enorme gato se desenroscó con mucha lentitud, bostezando. Luego abrió los ojos y clavó en el hombre delgado dos enormes pupilas doradas, ronroneando suavemente.
—Durante mis viajes he ido recogiendo por azar algunas briznas de información —dijo Tuf—, pero quizá tenga usted la bondad de ser más preciso, Herold Norn, para que así, Dax y yo, podamos considerar su proposición.
Herold Norn se frotó las manos y movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—¿Dax? —dijo—. Claro, claro. Un animal muy bonito, aunque personalmente nunca me han gustado demasiado los animales incapaces de pelear. Siempre he afirmado que, sólo en la capacidad para matar se encuentra la auténtica belleza.
—Una actitud muy peculiar —comenzó Tuf. —No, no —dijo Norn—, en lo más mínimo. Tengo la esperanza de que los trabajos realizados aquí no le hayan hecho contagiarse con los ridículos prejuicios de Tamber.
Tuf sorbió el resto de su cerveza en silencio y luego hizo una seña pidiendo otras dos jarras. El camarero se las trajo rápidamente.
—Gracias —dijo Norn, una vez tuvo delante una jarra llena hasta los bordes de líquido dorado y espumante.
—Continúe, por favor. —Sí, sí. Bien, las Doce Grandes Casas de Lyronica compiten en los pozos de juego. Todo empezó… ¡Oh!, hace siglos de ello. Antes de tales competiciones las Casas luchaban entre ellas, pero el modo actual resulta mucho mejor. El honor de la familia se mantiene intacto, se hacen fortunas en cada competición y nadie resulta herido. Verá, cada una de las Casas controla grandes residencias que se encuentran esparcidas por el planeta y, dado que la tierra apenas si está poblada, la vida animal prolifera de un modo espléndido. Hace muchos años, los Señores de las Grandes Casas empezaron a divertirse con peleas de animales aprovechando una época de paz. Se trataba de un entretenimiento muy agradable y hondamente enraizado en la historia. Puede que ya conozca usted la vieja costumbre de las peleas de gallos y ese pueblo de la Vieja Tierra llamado romano, que solía enfrentar entre sí en un gran anfiteatro a todo tipo de bestias.
Norn se calló para tomar un sorbo de cerveza, esperando una respuesta. Tuf siguió callado, acariciando a Dax.
—No importa —acabó diciendo el flaco lyronicano, limpiándose la espuma de los labios con el dorso de la mano—. Ése fue el inicio de los juegos actuales. Cada Casa tiene sus propias tierras y animales. La Casa de Varcour, por ejemplo, tiene sus dominios en las zonas pantanosas del Sur y les encanta enviar sus enormes lagartos-leones a los pozos de juego.
Feridian, una tierra montañosa, ha logrado labrar su fortuna actual con una especie de simio de las rocas al cual, naturalmente, llamamos jerzdian. Mi casa, Norn, se encuentra en las llanuras herbosas del continente Norte. Hemos enviado cien bestias diferentes a los combates, pero se nos conoce principalmente por nuestros colmillos de hierro.
—Colmillos de hierro —dijo Tuf—. Un nombre de lo más sugestivo.
Norn le sonrió con cierto orgullo. —Sí —dijo—. En mi calidad de Maestre de Animales he entrenado a miles de ellos. ¡Oh, son unos animales preciosos! Son tan altos como usted, tienen el pelo de un soberbio color negro azulado y resultan tan feroces como implacables.
—¿Puedo aventurar la hipótesis de que sus colmillos de hierro tengan ciertos antepasados caninos?
—Sí, pero… ¡qué caninos! —Y, sin embargo, me pide usted un monstruo. Norn bebió más cerveza.
—Cierto, cierto. Los habitantes de muchos mundos cercanos viajan a Lyronica para ver cómo las bestias luchan en los pozos y hacen apuestas en cuanto a los resultados. La Arena de Bronce, que lleva seiscientos años situada en la Ciudad de Todas las Casas, es particularmente concurrida y allí es donde se celebran los mayores combates. La riqueza de nuestras Casas y de nuestro planeta ha llegado a depender de ellos y, sin dicha riqueza, la opulenta Lyronica sería tan pobre como los granjeros de Tamber.
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