George Martin - Los viajes de Tuf

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Haviland Tuf es un ser curioso: un mercader independiente de gran tamaño, obeso, calvo y con la piel blanca como el hueso. Es vegetariano, bebe montones de cerveza, come demasiado y le encantan los gatos. Y además es completa y absolutamente honesto. Tuf logra poseer una enorme nave espacial, el Arca, la única superviviente del antiguo Cuerpo de Ingeniería Ecológica de la Vieja Tierra. Al Arca es un artilugio desaparecido hace más de mil años, pero que revive gracias a Tuf y a sus gatos. A lo largo de los siete relatos que forman este libro, Tuf consigue la nave, la repara y resuelve un sinfín de problemas espaciales con la ayuda de la ingeniería ecológica, una profesión que él recupera y a la que añade la impronta de su personalidad, astucia e ironía.

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—Esta vez el aviso ya había sido más que suficiente —le dijo Tolly Mune cogiendo una cerveza—, y aún lo habría sido más si me hubiera dicho que pensaba condenar nuestras creencias, nuestra Iglesia y todo nuestro maldito modo de vida. ¿Esperaba que le dieran una medalla?

—Me habría conformado con una salva de aplausos. —Se lo advertí hace mucho tiempo, Tuf. En S’uthlam no resulta muy popular mostrarse contrario a la vida.

Me niego a que se me imponga tal etiqueta —dijo Tuf, pues me alineo firmemente al lado de ésta. A decir verdad cada día la estoy creando en mis cubas. Siento una decidida repugnancia personal hacia la muerte, me disgusta en grado sumo la entropía y caso de que fuera invitado a la muerte calórica del universo puedo asegurar que cambiaría inmediatamente de planes —alzó un dedo—. Sin embargo, Maestre de Puerto Mune, dije lo que debía ser dicho. La procreación ilimitada tal y como la predica su Iglesia de la Vida en Evolución y tal como la practica la mayor parte de S’uthlam, excluyendo a su misma persona ya! resto de ceros, es tan irresponsable como estúpida ya que produce un incremento geométrico de la población que terminará sin duda alguna haciendo derrumbarse a la orgullosa civilización de S’uthlam.

Haviland Tuf, el profeta del apocalipsis —dijo la Maestre de Puerto con un suspiro. Creo que les gustaba más cuando era un intrépido ecologista y un gallardo amante.

En todos los lugares que he visitado he descubierto que los héroes son una especie en peligro. Puede que resulte más agradable estéticamente cuando profiero tranquilizadoras falsedades a través de un filtro de pelos faciales, en vídeos melodramáticos que apestan a falso optimismo y complacencia postcoito. Ello no me parece sino otro síntoma más de la gran enfermedad s’uthlamesa, el ciego afecto que sienten hacia las cosas tal y como les gustaría que fueran y no hacia las cosas tal y como son. Ha llegado el momento de que su mundo contemple la verdad sin afeites, ya sea la de mi rostro carente de vello o la práctica certeza de que el hambre está muy cerca de su planeta.

Tolly Mune sorbió un poco de cerveza y le miró. Tuf dijo ¿recuerda mis palabras de hace cinco años:

—Me parece recordar que en aquel entonces habló usted bastante.

—Al final —dijo ella con cierta impaciencia—, cuando decidí ayudarle a huir con el Arca, en vez de ayudar a que Josen Rael se la quitara. Me preguntó el porqué lo había hecho y yo le expliqué mis razones.

—Dijo —citó Tuf con voz solemne—, que el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe de modo irremisible, que el Arca ya había corrompido al Primer Consejero Josen Rael ya sus hombres y que yo me encontraba mejor equipado para estar en posesión de la sembradora, ya que era incorruptible.

Tolly Mune le sonrió sin mucho entusiasmo. —No del todo, Tuf. Dije que no creía en la existencia de un hombre totalmente incorruptible pero que, si existía, usted se acercaba mucho a él.

—Ciertamente —dijo Tuf acariciando a Dax—. Admito la corrección.

—Ahora está consiguiendo que empiece a tener dudas —dijo ella—. ¿Sabe lo que hizo durante esa conferencia? Para empezar, ha conseguido derribar otro gobierno. Creg no podrá sobrevivir a esto. Le dijo al planeta entero que es un mentiroso. Puede que sea cierto y que resulte justo. Usted le hizo y ahora le ha destruido. Los Primeros Consejeros no parecen durar demasiado en cuanto aparece usted, ¿verdad? Pero eso no importa en realidad. También le dijo a unos… bueno, aproximadamente a treinta mil millones de miembros de la Iglesia de la Vida en Evolución que sus más apreciadas creencias religiosas son tan válidas como un dolor de tripas. Dijo también que toda la base de la filosofía tecnocrática que ha dominado la política del Consejo durante siglos estaba equivocada. Tendremos suerte si las próximas elecciones no nos devuelven a los expansionistas y, si ello ocurre, tendremos guerra. Vandeen, Jazbo y el resto de los aliados no consentirán otro gobierno expansionista. Es probable que me haya arruinado, otra vez. Siempre, claro está, que no aprenda a recuperarme del revolcón, más rápidamente que hace cinco años. En vez de una amante interestelar, ahora soy la típica burócrata vieja y retorcida a la cual le gusta mentir sobre sus escapadas sexuales y además he ayudado a un ciudadano antivida —suspiró—. Parece decidido a causar mi desgracia, Tuf, pero eso no es nada. Sé cuidar de mi persona. Lo principal es que ha decidido cargar con el peso de imponerle la política a seguir a una población superior a los cuarenta mil millones de personas con sólo una muy vaga noción de las posibles consecuencias. ¿Cuál es su autoridad? ¿Quién le dio ese derecho?

—Podría sostener que todo ser humano tiene el derecho a proclamar la verdad.

—¿y también el derecho de exigir que esa verdad sea transmitida a todo el planeta mediante las redes de noticias y vídeo? ¿De dónde vino ese condenado derecho? —replicó ella—. Hay varios millones de personas en S’uthlam que pertenecen a la facción de los cero, incluida yo misma. No dijo nada que no llevemos años repitiendo. Sencillamente, lo dijo mucho más alto.

—Soy consciente de ello. Pero tengo la esperanza de que mis palabras de esta noche, sin importar cuán amargamente hayan sido recibidas, tengan finalmente un efecto beneficioso sobre la política y la sociedad s’uthlamesa. Puede que Cregor Blaxon y sus tecnócratas comprendan finalmente que no puede existir una auténtica salvación en lo que él llama el Florecimiento de Tuf y que usted una vez calificó como el milagro de los panes y los peces. Es posible que, a partir del punto actual, pueda darse en cambio tanto en la política como en la opinión, y quizá pueda darse el caso de que sus ceros triunfen en las próximas elecciones.

Tolly Mune torció el gesto. —Eso es condenadamente improbable y usted debería saberlo muy bien. Incluso si los ceros ganaran sigue planteada la pregunta de qué diablos podríamos hacer —se inclinó hacia adelante—. ¿Tendríamos quizás el derecho a imponer por la fuerza el control de población? Tengo mis dudas, pero eso tampoco importa demasiado. Lo que intento dejar claro es que Haviland Tuf no posee ningún maldito monopolio sobre la verdad y que cualquier cero habría sido capaz de soltar su maldito discurso. ¡Infiernos!, la mitad de esos condenados tecnócratas conoce perfectamente la situación. Creg no es ningún idiota y tampoco lo era el pobre Josen. Lo que le ha permitido actuar de ese modo era el poder, Tuf, el poder del Arca, la ayuda que está en su mano concedernos o negarnos según le venga en gana.

—Ciertamente —dijo Tuf y pestañeó—. No puedo discutirlo ya que la historia ha confirmado ampliamente la triste verdad de que las masas irracionales siempre se han alineado detrás del poderoso y no del sabio.

—¿Cuál de los dos es usted, Tuf?

—No soy más que un humilde… —Sí, sí —le interrumpió ella malhumorada—. Ya lo sé, es un condenadamente humilde ingeniero ecológico, un humilde ingeniero ecológico que ha decidido jugar a profeta. Un humilde ingeniero ecológico que ha visitado S’uthlam exactamente dos veces en toda su vida, durante un total de quizá cien días y que, pese a ello, se considera competente para derribar nuestro gobierno, desacreditar nuestra religión y leerle la cartilla a unos cuarenta mil millones de perfectos desconocidos, sobre el número de niños que deberían tener. Puede que mi gente sea idiota, puede que no sepan ver más allá de sus narices y puede que estén ciegos pero, Tuf, siguen siendo mi gente. No puedo aprobar el modo en que ha llegado aquí y ha intentado remodelarnos siguiendo sus ilustrados valores personales.

—Niego tal acusación, señora. Sean cuales sean mis opiniones personales no estoy buscando imponérselas a S’uthlam. Sencillamente, me he impuesto la tarea de aclarar ciertas verdades y hacer que su población tome conciencia de ciertas frías y duras ecuaciones matemáticas, cuya suma final da como resultado el desastre y que no pueden ser cambiadas por creencias, oraciones o romances melodramáticos emitidos por sus redes de vídeo.

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