—Se le está pagando por… —empezó a decir Tolly Mune. —Una cantidad insuficiente —le interrumpió Tuf.
Tolly Mune no pudo evitar una leve sonrisa. —Se le está pagando por su trabajo como ingeniero ecológico, Tuf, no para que nos instruya en cuanto a política o religión. No, gracias.
—De nada, Maestre de Puerto Mune, de nada —Tuf cruzó las manos formando un puente—. Ecología —dijo—. Considere lentamente la palabra, si es tan amable. Medite sobre su significado. Un ecosistema puede ser comparado a una gran máquina biológica, creo yo, y caso de que dicha analogía se desarrolle lógicamente, la humanidad debe ser vista como parte de tal máquina. No pongo en duda que es una parte muy importante, quizás un motor o un circuito clave, pero en ningún caso se encuentra separada del mecanismo, tal y como muy a menudo se piensa falazmente. Por lo tanto, cuando una persona como yo cambia la ingeniería de un sistema ecológico debe necesariamente remodelar a los seres humanos que viven dentro de él.
—Tuf, me está empezando a dar miedo. Lleva demasiado tiempo solo en esta nave.
—No comparto dicha opinión —replicó Tuf. —La gente no es como los anillos de pulsación gastados y no se la puede recalibrar como a una vieja tobera, supongo que lo sabe.
—La gente es mucho más compleja y recalcitrante que cualquier componente mecánico, electrónico o bioquímico —dijo Tuf en tono conciliador.
—No me refería a eso. —y los s’uthlameses son particularmente difíciles —añadió Tuf.
Tolly Mune sacudió la cabeza. —Recuerde lo que he dicho, Tuf. El poder corrompe. —Ciertamente —dijo él, pero dado el contexto de su conversación, Tolly Mune no logró entender muy bien a qué estaba asintiendo con tal palabra. Haviland Tuf se puso en pie—. Mi estancia aquí está llegando a su fin —dijo—. En este mismo instante el cronobucle del Arca se encuentra acelerando el crecimiento de los organismos contenidos en mis tanques de clonación. El Basilisco y la Mantícora se están preparando para efectuar la entrega, dando por sentado que Cregor Blaxon o quien le suceda acabarán aceptando mis recomendaciones. Yo diría que dentro de diez días, S’uthlam tendrá sus bestias de carne, sus vainas jersi, sus ororos y todo lo necesario. En ese momento partiré, Maestre de Puerto Mune.
—Y una vez más seré abandonada por mi amante, que se marcha a las estrellas —dijo Tolly Mune con tono burlón—. Puede que consiga sacar algo de eso, quién sabe…
Tuf miró a Dax. —Ligereza de ánimo —dijo—, mezclada con algo de amargura para darle sabor —alzó nuevamente la mirada y pestañeó—. Creo que le he prestado un gran servicio a S’uthlam —dijo—. Lamento cualquier molestia personal que haya podido ser causada por mis métodos, Maestre de Puerto. No era mi intención. Permítame que intente compensarla con una minucia.
Ella ladeó la cabeza y le miró fijamente. —¿Cómo piensa hacerlo, Tufi?
—Una nadería —dijo Tuf—. Estando a bordo del Arca no pude sino percatarme del afecto con el cual trataba a los gatitos, y también me di cuenta de que dicho afecto no carecía de retribución. Me gustaría entregarle mis dos gatos como muestra de estimación y aprecio.
Tolly Mune lanzó un bufido.
—¿Tiene quizá la esperanza de que el pavor causado por ellos impedirá que los hombres de seguridad me arresten apenas vuelva? No, Tuf, aprecio la oferta y me siento tentada a decir que sí pero, realmente, debe recordar que las alimañas son ilegales en la telaraña. No podría tenerlos conmigo.
—Como Maestre de Puerto de S’uthlam posee la autoridad necesaria para cambiar las reglas pertinentes.
—Oh, claro, ¿resultaría muy bonito, no? Antivida y encima corrompida. Sería realmente lo que se dice toda una personalidad popular.
—Sarcasmo —le informó Tuf a Dax.
—¿y qué pasaría cuando me quitaran el cargo de Maestre de Puerto? —dijo ella.
—Tengo una fe absoluta en que será capaz de sobrevivir a esta tempestad política, de igual modo que supo capear la anterior —dijo Tuf.
Tolly Mune lanzó una carcajada algo rencorosa.
—Pues me alegro por usted pero, realmente, no, gracias, no funcionaría.
Haviland Tuf permanecía en silencio con el rostro inmutable. Después de un tiempo alzó la mano.
—He logrado dar con una solución —dijo—. Además de mis dos gatitos le entregaré una nave estelar. Ya sabrá que tengo cierto exceso de ellas. Puede conservar los gatitos en la nave y técnicamente se encontrarán fuera de la jurisdicción del Puerto. Llegaré al extremo de entregarle comida suficiente para cinco años y con ello nadie podrá decir que les está dando a esas supuestas alimañas calorías necesitadas por seres humanos que pasan hambre. Para reforzar un poco más su vapuleada imagen pública puede decirle a los noticiarios que esos dos felinos son rehenes con los cuales garantiza mi prometido regreso a S’uthlam dentro de cinco años.
Tolly Mune dejó un sonrisa algo tortuosa fuera abriéndose paso por sus austeros rasgos.
—Eso podría funcionar, ¡maldita sea! Está haciendo la oferta muy difícil de rechazar. ¿Ha dicho también una nave?
—Ciertamente.
Tolly Mune sonrió, ya sin reservas.
—Es demasiado convincente, Tuf. De acuerdo. ¿Cuáles serán los dos gatos?
—Duda —dijo Haviland Tuf—, e Ingratitud.
—Estoy segura de que ahí hay encerrada alguna alusión —dijo ella—, pero no pienso romperme la cabeza intentando encontrarla. ¿Y comida para cinco años?
—Comida suficiente hasta el día en que hayan transcurrido cinco años y vuelva nuevamente para pagar el resto de mi factura.
Tolly Mune le miró, recorriendo con sus ojos el pálido e inexpresivo rostro de Tuf, sus blancas manos cruzadas sobre su prominente estómago, la gorra que cubría su calva cabeza y el gatito negro que reposaba en su regazo. Le miró durante un largo espacio de tiempo y de pronto, sin que pudiera atribuirlo a ninguna razón en particular, su mano tembló levemente haciéndole derramar un poco de cerveza que le mojó la manga. Sintió el frío del líquido penetrando la tela y el minúsculo riachuelo que iba bajando hacia su cintura.
—¡Oh, que alegría! —dijo—. Tuf, Tuf y siempre Tuf. no sé si podré esperar.
Cuando el hombre delgado le encontró, Haviland Tuf, estaba sentado, sin compañía alguna, en el rincón más oscuro de una cervecería de Tamber. Tenía los codos apoyados en la mesa y su calva coronilla casi rozaba la viga de madera pulida que sostenía el techo. En la mesa había ya cuatro jarras vacías, con el interior estriado por círculos de espuma, en tanto que una quinta jarra, medio llena, casi desaparecía entre sus enormes manos.
Si Tuf era consciente de las miradas curiosas que, de vez en cuando, le dedicaban los demás clientes, no daba señal alguna de ello. Sorbía su cerveza metódica y lentamente con el rostro absolutamente impasible. Su solitaria presencia en el rincón del reservado resultaba más bien extraña.
Pero no estaba totalmente solo. Dax dormía sobre la mesa, junto a él, convertido en un ovillo de pelo oscuro. De vez en cuando, Tuf dejaba su jarra de cerveza y acariciaba distraídamente a su inmóvil compañero, pero Dax no abandonaba por ello su cómoda posición entre las jarras vacías. Comparado con el promedio de la especie felina, Dax era tan grande como Haviland Tuf lo era comparado con los demás hombres.
Cuando el hombre delgado entró en el reservado de Tuf, éste no abrió la boca. Lo único que hizo fue alzar la mirada hacia él, pestañear y aguardar a que fuera el recién llegado quien diera comienzo a la conversación.
—Usted es Haviland Tuf, el vendedor de animales —dijo el hombre delgado. Estaba tan flaco que impresionaba verle.
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