George Martin - Los viajes de Tuf

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Los viajes de Tuf: краткое содержание, описание и аннотация

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Haviland Tuf es un ser curioso: un mercader independiente de gran tamaño, obeso, calvo y con la piel blanca como el hueso. Es vegetariano, bebe montones de cerveza, come demasiado y le encantan los gatos. Y además es completa y absolutamente honesto. Tuf logra poseer una enorme nave espacial, el Arca, la única superviviente del antiguo Cuerpo de Ingeniería Ecológica de la Vieja Tierra. Al Arca es un artilugio desaparecido hace más de mil años, pero que revive gracias a Tuf y a sus gatos. A lo largo de los siete relatos que forman este libro, Tuf consigue la nave, la repara y resuelve un sinfín de problemas espaciales con la ayuda de la ingeniería ecológica, una profesión que él recupera y a la que añade la impronta de su personalidad, astucia e ironía.

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—¿De qué diablos está hablando? —inquirió Tolly Mune.

—Esta vez —dijo Tuf—, les ofrezco una respuesta duradera.

—¿Cuál?

—Maná —dijo Tuf.

—Maná —dijo Tolly Mune.

—Un alimento realmente milagroso —dijo Haviland Tuf—, por cuyos detalles no debe preocuparse. Los revelaré todos, en el momento adecuado.

La Primera Consejera y su gato le contemplaron con suspicacia.

—¿El momento adecuado? ¿Y cuando será ese maldito momento?

Tuf —Cuando se haya hecho caso de mis condiciones —dijo.

—¿Qué condiciones?

Primero —dijo Tuf—, teniendo en cuenta que no me atrae en lo más mínimo la perspectiva de pasar el resto de mi vida en órbita alrededor de S’uthlam, debe acordarse mi libertad para que pueda partir una vez completada mi labor aquí.

—No puedo acceder a eso —dijo Tolly Mune—, y aunque lo hiciera el Consejo me echaría del puesto en un maldito instante.

—Segundo —prosiguió Tuf—, la guerra debe terminar. Me temo que no seré capaz de concentrarme adecuadamente en mi trabajo, cuando es muy probable que a mi alrededor estalle en cualquier momento una batalla espacial. Me distraen fácilmente las espacionaves que explotan en pedazos, los dibujos formados por el fuego de los láser y los alaridos de los agonizantes. Lo que es más, no me parece muy útil esforzarme por convertir la ecología de S’uthlam en un mecanismo nuevamente equilibrado y funcional cuando las flotas aliadas amenazan con soltar bombas de plasma encima de mi obra, deshaciendo de tal forma mis pequeños logros.

—Le pondría fin a esta guerra si pudiera —dijo Tolly Mune. Tuf, no es tan condenadamente fácil. Me temo que me está pidiendo un imposible.

—Si no se puede tratar de una paz permanente, al menos que sea una pequeña pausa en las hostilidades —dijo Tuf. Podría enviarle una embajada a las fuerzas aliadas y pedirles un armisticio temporal.

—Quizá fuera posible —dijo Tolly Mune no muy segura. Pero, ¿por qué? —Blackjack emitió un maullido de inquietud. Está tramando algo, ¡maldita sea!

—Su salvación —admitió Tuf. Le ruego me excuse si me entrometo en sus diligentes esfuerzos por animar a las mutaciones mediante la radiactividad.

—¡Nos estamos defendiendo! ¡No queríamos la guerra!

—Estupendo. En tal caso, un leve retraso no les causará ningún inconveniente excesivo.

—Los aliados nunca estarán de acuerdo y el Consejo tampoco.

—Lamentable —dijo Tuf—. Quizá deberíamos darle a S’uthlam algún tiempo para meditar. Dentro de doce años puede que los supervivientes se muestren más flexibles en su actitud.

Tolly Mune extendió la mano y rascó a Blackjack detrás de las orejas. Blackjack miró fijamente a Tuf y un minuto después emitió un maullido extrañamente agudo. Cuando la Primera Consejera se puso bruscamente en pie, el inmenso gato gris plateado saltó melindrosamente de su regazo al suelo.

—Usted gana, Tuf —dijo. Lléveme a un aparato de comunicaciones y arreglaré todo el maldito tinglado. Cada momento de retraso representa más muertes —hablaba con voz dura pero, en su interior, por primera vez en meses, Tolly Mune sintió que algo de esperanza se había mezclado a su inquietud. Quizá pudiera poner fin a la guerra y solucionar la crisis. Quizás hubiera realmente una oportunidad, pero no permitió que en su voz se filtrara ni una pizca de sus sentimientos. Extendió un dedo hacia Tuf y dijo—. Pero no crea que voy a consentir ninguna broma de las suyas.

—¡Ay! —dijo Haviland Tuf—, el humor nunca ha sido mi gran virtud.

—Recuerde que tengo a Blackjack. Dax está demasiado asustado como para servirle de algo y apenas empiece a pensar en traicionarnos, Jack me avisará.

—Mis buenas intenciones siempre son recibidas con sospecha.

—Tuf, a partir de ahora Blackjack y yo vamos a ser sus condenadas sombras. No pienso irme de esta nave hasta que todo se haya solucionado y estaré observando con mucho cuidado todo lo que haga.

—Ciertamente —dijo Tuf.

—Intente no olvidarlo —dijo Tolly Mune—. Ahora soy la Primera Consejera. No tiene delante a Josen Rael ni a Cregor Blaxon, sino a mí. Cuando era Maestre de Puerto les gustaba llamarme la Viuda de Acero. Puede pasar una o dos horas meditando en cómo llegué a conseguir ese maldito nombre.

—Lo haré, no lo dude —dijo Tuf poniéndose en pie ¿Le gustaría recordarme alguna otra cosa, señora?

—Sólo una —dijo ella—, una escena de Tuf y Mune.

—He luchado con suma diligencia para expulsar esa ficción de mi recuerdo —dijo Tuf—. ¿Cuál de sus detalles piensa obligarme a recordar?

—La escena en que la gata hace pedazos al centinela con sus garras —dijo Tolly Mune con una leve sonrisa llena de dulzura. Blackjack se frotó en su rodilla y luego alzó sus enigmáticos ojos hacia Tuf, con su inmenso cuerpo estremecido por un sordo ronroneo.

Hicieron falta casi diez días para lograr el armisticio y otros tres para que los embajadores de los aliados llegaran a S’uthlam. Tolly Mune pasó ese tiempo recorriendo el Arca, dos pasos recelosamente detrás de Tuf, preguntándole por las razones de todos sus actos, mirando por encima de su hombro cuando trabajaba en su consola, acompañándole durante las rondas a sus tanques de clonación y ayudándole a dar de comer a sus gatos (así como a mantener apartado de Blackjack a un Dax cada vez más hostil). Tuf no intentó nada que le pareciera abiertamente sospechoso.

Cada día tenía docenas de llamadas. Instaló una oficina en la sala de comunicaciones, para no estar nunca muy lejos de Tuf, y se encargó de resolver los problemas que no podían esperar a su vuelta.

Cada día llegaban cientos de llamadas para Haviland Tuf y éste le dio instrucciones a su ordenador para que las rechazara todas.

Cuando, por fin, llegó el día, los enviados emergieron de sus amplias y lujosas lanzaderas diplomáticas para contemplar la inmensa y cavernosa cubierta de aterrizaje del Arca y su flota de espacionaves en ruinas. Componían un grupo tan diverso como abigarrado. La mujer de Jazbo tenía una cabellera. negro azulada que le llegaba hasta la cintura y que relucía por haber sido untada con aceites aromáticos, sus mejillas estaban cubiertas por una intrincada serie de cicatrices indicativas de su rango. Skrymir había enviado un hombre corpulento, con el rostro más bien cuadrado y rojizo, cuyo cabello tenía el color del hielo. Sus ojos eran de un azul cristalino que armonizaba con el de su traje de placas metálicas. El enviado del Triuno Azur avanzaba por entre un borroso torbellino de proyecciones holográficas y su casi indistinguible silueta no dejaba de cambiar mientras hablaba en un murmullo casi inaudible. El embajador ciborg de Roggandor era tan ancho como alto y estaba hecho con partes iguales de plastiacero, aleaciones inoxidables y carne de un rojo oscuro cubierta de pecas. Una mujer delgada y de aire delicado, ataviada con sedas transparentes de color pastel, representaba al Mundo de Henry. Tenía el cuerpo asexuado de una adolescente y ojos escarlata que no parecían tener edad. El grupo era dirigido por un hombretón opulentamente vestido que procedía de Vandeen. Su piel, arrugada por la edad, tenía el color del cobre y su larga cabellera, anudada en multitud de trencillas, le cubría los hombros y parte de la espalda.

Haviland Tuf conduciendo un vehículo articulado que cruzó la cubierta como una serpiente sobre ruedas, se detuvo justo ante los embajadores. El hombre de Vandeen dio un paso hacia adelante, sonrió ampliamente, alzó la mano y se pellizcó con entusiasta vigor la mejilla en tanto hacía una reverencia.

—Le ofrecería mi mano, pero recuerdo su opinión acerca de tal costumbre —dijo—. ¿Se acuerda de mí, mosca?

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